Mi padre, con una de aquellas rápidas soluciones suyas, que eran como fugas y que constituían su manera inmediata de responder a la adversidad, se fue para la aldea con Modesto; según las apariencias, a vivir definitivamente allá, pues se había llevado sus enseres. Todos estos preparativos los hizo esquivándome; pero yo, cuando vi que el momento se aproximaba, tuve con él una conversación en la que le dije, con toda tranquilidad y decisión, que diese por concluidos nuestros vínculos para siempre y que hiciese el favor de no preocuparse para nada de mi vida ni de mi futuro.
Cuando me preguntó, en un pronto melodramático, si «le odiaba», y le contesté, sin alterarme, que «me parecía tan inexistente que ni siquiera le despreciaba», se vino a mí y me dio un bofetón. Yo lo soporté sin mover ni una pestaña e insistí en que quedase bien sentado lo que le había dicho. Prestó su conformidad con palabras altivas, pero, en el fondo, lleno de alivio, y partió de inmediato.
Los meses pasaron sin que tuviese de ellos más que vagas e indirectas noticias. Modesto no dejaba moverse de su lado a Obdulia, así que quedaron cortadas nuestras fuentes de información, de lo cual yo estaba muy satisfecho. Todo aquel derrumbe, aquella estúpida obstinación del loco y la sumisión de los otros dos, me resultaban repulsivos. Supe que mi padre había apadrinado aquel matrimonio monstruoso —y mucho más monstruoso para su antiguo orgullo de casta— y que se quedó allá haciendo el parásito, sometido a la maniática tacañería de su hermano, que apenas le daba para cigarros, arbitrándose los medios suplementarios con sus viejas artes de garitero, en interminables partidas de tresillo con ricos labradores y curas de las parroquias vecinas.
Belón y Capdepont, haciendo honor a su palabra catalana, vino a buscar a la tía Pepita. Ocho días antes, ésta reveló todo a sus hermanas, que lloraron a mares, pero que, como estaba previsto, no influyeron poco ni mucho en la decisión de la manumisa. Acabaron por perdonarle, condicionando su forzada transigencia, con que, en vez de hacerlo todo echándose por la calle del medio, dijese, antes de irse, en algunas casas de Auria, entre ellas en la de las Fuchicas, como prenda de la más rápida difusión, que se iba a Barcelona empleada como dama de compañía de una vieja condesa.
Con minuciosidad y maestría realmente aurienses, y aun excediéndolas, se fraguó una carta, en la que yo intervine, escrita en un estilo elevado, tal como la gente se empeña en suponer que escriben las condesas, para que Pepita la mostrase, en garantía de su propósito. Las Fuchicas, archijuristas del distingo y protoescribanas de la malicia, preguntaron, como quien no dice nada, por el sobre, a lo que Pepita contestó con voz celeste:
—Pues mirad, ¡lo olvidé! —mas al día siguiente volvió a casa de las dulceras, a regalarles «algunas quisicosas que se iban apareciendo en el fondo de los cajones», y llevó uno de los infinitos sobres que, con matasellos del correo de Barcelona, había recibido de su ángel federal y coindustrial. Al revolver en el bolso, buscando una de las esquivas «quisicosas» que se ocultaba entre polveras y otros trebejos del afeite, lo encontró sorprendidísima:
—¡Mirad el diablo del sobre de la condesa dónde vino a parar! ¡Ya lo decía yo! —y lo exhibió en el ápice de sus cuidados dedos, como un mensaje de paz en el pico de una paloma. La abacial se caló unos lentes con cerca de alambre, lleno de improntas enharinadas, y mosqueó, luego de echarle un vistazo, con la flaca espiando sobre su barranca pectoral.
—Semeja letra de hombre.
—Yo lo diría, sin más —remachó la otra.
—Naturalmente, los sobres de estas grandes damas los escriben siempre los secretarios —repuso Pepita, rápida de ingenio, dándose un toque de colorete.
Se vieron, muy de tapadillo, en nuestra propia casa, los pocos días que estuvo Belón y Capdemont en Auria, y se fueron un lunes, en un horrendo tren mixto, que pasaba a las cuatro de la mañana, en el que no viajaban más que tratantes y mercancías. La consigna era de no hablarse hasta el empalme de Venta de Baños, «por si había moros en la costa», que distaba cuarenta leguas de allí.
La tía mostraba un aire aliviado y feliz, y había retrocedido visiblemente en los años. En uno de aquellos momentos se lo dije y contestó: «Tienes razón, me siento con una souplesse de mariposa». Ya en la estación, donde el tren paraba una larga hora, afirmó:
—Sólo me duele que no se entere de la verdad todo el pueblo. ¡Que conste —dijo a sus hermanas— que sólo por vosotras traiciono mis convicciones!
—¡No seas chiflada, Pepita —ralló la gibosa—, no nos hagas pensar!
—De pensalo, é como pa tirarse a laj ruedaj de ete mijmo tren —añadió la cubana.
Unas ventanillas más atrás, Belón y Capdepont, el bigote tapándole la boca, miraba con aire muy mal disimulado, hacia las lejanas estrellas. El tren, después de maniobrar con tanta parsimonia y lentitud como si los maquinistas fuesen niños usando un juguete, enganchó unos vagones de ganado vacuno y los puso en la fila del convoy. Hubo aún unos lentos pitos y campanas y al fin la locomotora resopló sus óxidos y vapores con olor a despedida. Cuando el tren empezó a moverse, la tía —¡genio y figura…!— apoyó la frente en la mano y ésta en el marco de la ventanilla; cerró los ojos obstinadamente áridos, y sacó de los adentros aquel ferino rugido de las grandes ocasiones, que resonó en toda la estación como un lamento de ultratumba:
—¡Aaaaayyyy de mí!
—¡Vai perdida! —dijo una mujeruca aldeana en la ventanilla de al lado.
Sobre el tremolado sollozo de la tía pasaron los mugidos de las reses, amontonadas en los vagones. Pasaron también los ojos de Belén y Capdepont infundiéndonos una seguridad totalmente comercial y barcelonesa. Y, por lo que luego supimos, cumplió. Los hombres invadidos por los pelos y por las ideologías románticas, son, en la mayoría de los casos, gentes de honor.