Efectivamente, el 23 de enero salió en la Gaceta el nombre del tío Modesto, incluido en un decreto de indulto con motivo del onomástico real. Por una vez los políticos habían cumplido su palabra y don Narciso el Tarántula había resultado útil.
Llegó Modesto una semana después hecho una tal piltrafa que, con ser muy lamentable en lo físico, estaba excedida por su desaliño y catástrofe espiritual. En lugar de aquel hombrón violento, y noble dentro de la arbitrariedad de su carácter, el presidio nos devolvía un anciano vencido, destrozado. Tenía razón la honrada barragana; hubiera sido mejor no haberlo visto… Como si él mismo quisiera subrayarla, no ponía nada en disimular toda la miseria de su cuerpo y de su alma. De no acompañarle Obdulia, no le hubiéramos conocido al aparecérsenos en la ventanilla, con su gran cara brutal e inmóvil de máscara antigua, enmarcada en largo pelo amarillo.
Al poner pie en el andén reparó en todos con una mirada huidiza, y se palpó la bragueta acomodando un objeto que le abultaba allí grotescamente. Luego supe que llevaba suspendido, en una faja interior, un recipiente de vidrio a causa de su viejo mal de orina que, según sabíamos ya, se le había agravado en la prisión. Saludó luego a mis tías equivocando los nombres, y a mí, después que Obdulia le hizo reparar, diciéndole quién era yo. Me tocó la mejilla y exclamó sin ninguna acentuación:
—¡Pobre Carmela! —a su hermano le dijo simplemente, como si lo hubiese visto la víspera—: ¿Qué hay, tú? —y no se acercó a él para nada.
Mi padre tuvo que luchar para que no se fuese aquel mismo día a la aldea; era muy tarde, venía fatigadísimo de las cuarenta y ocho horas de tren y además le instaba a que consultase a los médicos.
—¡Qué médicos ni qué médicos! ¿Qué saben ésos? ¡Sólo Dios gobierna!
A continuación dijo que quería acostarse. No hacía caso de nadie, salvo de Obdulia, en quien parecían haberse refugiado los restos de su trato con el mundo. En efecto, su antigua sierva le gobernaba con un cuidado maternal y sumiso, y sonreía mirándolo, embobada, como si estuviese en presencia de un ser maravilloso en la plenitud de su fuerza.
Al día siguiente, mientras me desayunaba con las tías, pregunté desganadamente por él y me contestaron que se había ido, casi al amanecer, a la catedral a confesarse y a comulgar, y allí le había dejado Obdulia, oyendo misas desde entonces. También me enteraron que durante la noche, la había despertado dos veces y le dieron media docena de vueltas al rosario.
—Más valía que se hubiese muerto.
—Vamos, Luis, no seas hereje. La religión es un consuelo —dijo Lola.
—Sí, cuando no hay otros.
—Y a veces, no los hay.
—Porque se renuncia a ellos; es más cómodo.
—Cállate con eso.
—Me callaré.
Por la tarde le vieron los médicos y se habló de una operación en dos plazos, con una larga temporada en la cama. El tío se negó resueltamente, casi con la energía de su vida anterior, diciendo que le dejasen tranquilo «con su expiación». Comió poco y bebió agua. Luego rezó con una fruición casi golosa, con entera prescindencia de tocios nosotros, como si estuviese solo. Después del almuerzo pasamos a la saleta, donde se sentó en el sofá, teniendo a Obdulia a su lado. Después de un rato en silencio, le dijo, con seca voz de mando:
—Arréglame esto, tú —Obdulia nos miró, avergonzada—. ¿Qué? ¿No has oído?
La barragana tornó a mirarnos, suplicante. Nos hicimos los desentendidos y la pobre se estuvo un rato allí, con una rodilla en tierra, acomodándole la versátil potra de vidrio. El le pasó la mano por la cabeza y exclamó:
—Sólo tú eres verdad en este mundo —la frase resultaba casi poética en medio de todo aquel desbarajuste y ordinariez. Y luego, como reanudando un relato, dijo, con voz de soliloquio—: Pues sí; me caso con ésta el domingo, si Dios quiere. Creo que don Ramón —era el nombre del abad de sus tierras— me dispensará de las proclamas en honor a mi estado. ¡También puedo morir de aquí a allá! —y luego, paseando por nosotros una mirada que parecía una fulminación, agregó—: Y si alguien se hacía ilusiones de heredarme, puede despedirse de ellas —detuvo la vista en mí con particular insistencia. Yo no pude contenerme y repliqué:
—¡Que vivas para comerlo, tío! Hasta la última migaja… Y si no te llega el día te levantas de noche; aparte de que aún puedes tener tiempo para gastarlo en botica que, a veces, la vida es muy terca —y con la misma, me levanté y encendí un pitillo. Las tías carraspearon, disimulando el susto. Modesto dulcificó su mirada maligna y bajó los ojos.
—No quise ofender, y si te doliste, perdóname; te lo pido con toda humildad —aquel retroceso me hizo sentir un mayor asco. Obdulia, consternada y no sabiendo qué hacer, le compuso la bufanda. El silencio se espesó en torno a aquella turbia contrición y fue quebrado de nuevo por su voz balbuciente, como infantil.
—¿No perdonas?
—Sí, tío, no digas bobadas.
—Si es tu voluntad me ocuparé de tus estudios. Pero mis bienes son de mi hijo y de ésta.
—Gracias, no quiero estudiar.
Con aquellas últimas palabras de Modesto, caí en la cuenta de la prosperidad del remendón y de su mujer, que, desde hacía bastante tiempo, vivían sin trabajar, en una casa de la carretera nueva; y pensé también en Pedrito Cabezadebarco, que se había marchado, por aquel entonces, a los Salesianos de Mataró. Modesto volvió a la carga.
—Tienes que reconciliarte con Dios.
—Yo no tengo con él desavenencias graves, tío. (Estuve por añadir: «No le rompí la crisma a ninguno de sus representantes en la tierra», pero me contuve.)
—¿Pero crees en Dios y en su misericordia sacratísima?
—¡Ni que decir tiene!
Me ahogaba allí, en aquella atmósfera, frente a aquella obsesión. Sentía deseos de aire libre, de inmediato contacto con la vida, con el esplendor de las cosas del mundo. Sentía mis músculos, uno a uno, en toda su pujanza, y me vinieron ganas de echarme a correr por los campos, de ir en busca de Amadeo, de hundirme en su apasionada voz para reanudar inmediatamente, en el minuto próximo, la continuidad de mi existencia en sus dos solicitaciones, para mi alma las más vigorosas en aquellos tiempos: el paisaje y la vida del espíritu, y luego retornar, una y otra vez, a la certeza vital del cuerpo de la aldeana, del que me separaban, pareciéndose a años, aquellos días de espectros, de dudas, de retrocesos, vividos en un vórtice de enajenación. Me dirigí hacia la puerta sintiendo ya la alegría de aquella fuga, cuando se alzó de nuevo la voz de Modesto.
—¿No te quedas?
—¿Tienes algo importante que mandarme? Me iba un rato al café.
—¿Al café? —inquirió con extrañeza, como identificando una palabra poco conocida.
—Sí, al café. Pero si me necesitas…
—Sí, te necesito. Quédate a rezar el rosario con nosotros.
Miré consternado hacia las tías, que desviaron los ojos. Y antes de que me hubiese repuesto de aquel sentimiento de irrealidad que de pronto me invadiera, paralizándome con su propia sorpresa, ya el tío estaba de rodillas en el piso, con el rosario en una mano, mientras con la otra acomodaba a la nueva posición el frasco de los orines, murmurando: «En el nombre del Padre, del Hijo…»
Y lo más extraño es que, en medio de aquella situación, yo no me encontré mal del todo, durante las dos horas que estuvimos sahumando, con las más bellas e insistentes palabras, a la Reina de los Cielos.