CAPÍTULO XII

El examen de aquellos confusos paquetes de papelorios, de los que don Camilo el procurador se hiciera cargo, con el consentimiento de todos (sin consultar a mi padre, pues no le dábamos cuenta de nada), que habíamos encontrado en el bargueño de mamá y en los cajones de otros muebles, sin orden alguno, atados con hilos y cintas, además de las informaciones que ya el honrado procurador nos había anticipado, nos dieron la certeza de que estábamos arruinados, y que ni la casa en que vivíamos se había librado de las hipotecas leoninas extendidas a nombre de testaferros, pero que, en realidad, pertenecían al tío Manolo. Aparte los desatinos administrativos de la pobre mamá, llegamos a descubrir que entre el usurero y mi padre existía un acuerdo para el envío de las mesadas suplementarias con que fue consumiendo lo suyo y lo ajeno, en su vida de disipación, en Portugal. Durante el informe de don Camilo mis tías no denotaron la menor sorpresa, por lo cual caí en la cuenta de que estaban, desde tiempo atrás, enteradas de todo. Supe también —revelado por Blandina— que no sólo las tías sino mi propia madre, desde hacía ya mucho tiempo, habían venido cosiendo, en el mayor secreto, para las familias principales de Auria; lo que me hizo explicables aquellas veladas a cerrojo echado, que yo sorprendiera tantas veces al regresar, en la alta noche, del café o de mis correrías de holgazán. Por su parte, Obdulia había dado orden de que nos bajasen de las tierras del «señor» todo lo que nos hiciese falta. Yo me sentí humillado e invadido por el más violento odio hacia mi padre, aquel inverosímil tarambana, del que no quedaba más que su fachenda orgullosa y sus gestos vacíos.

Después de terminada la abrumante relación, y cuando bajaba a acompañar a don Camilo hasta el zaguán, sacó de bajo la capa un rollo de papeles, diciéndome:

—Esto te pertenece, hijo mío —dijo el buen caballero—. Lo he pensado mucho antes de dártelos, pero ya eres un hombre y sólo a ti te corresponde juzgar a tu madre —y sin añadir más, se fue.

Me encaramé hasta el cuarto de Blandina, que había pasado a ser para mí el lugar más íntimo de la casa, y me encerré por dentro. Allí estaban las cartas de mi padre, insolentes, rastreras, amenazadoras, suplicantes, o capciosamente sentimentales, exigiendo cada vez más dinero. Me sonrojaron sus faltas de ortografía y su redacción descuidada e inconexa de señorito ignorante. ¿Y aquel fantoche, lleno de gritos, era el ser en quien yo había amado la suma de la humana perfección?

Asimismo había en el legajo unas libretas, casi todas escritas a lápiz, donde mamá había ido asentando, con sus fechas, los resúmenes y, a veces, copias literales, de su correspondencia con él. Figuraban también allí otras anotaciones, muy distanciadas en sus fechas, que no llegaban a constituir un «diario». Aparecían muy claras en aquella lectura las etapas de la desintegración espiritual de aquella mujer, nacida para el más noble destino y arrastrada a la nulidad por un amor que aún halló manera de perdonar, cuando ya renunció a comprender, hasta el último instante. Resultaba de todo aquello que mi padre le había sido desleal desde los primeros momentos y que ella había tratado inútilmente de atraerlo sin perdonarse ninguna humillación. También aparecía allí su episodio con la tía Pepita, desposeído de su barniz romántico. Resultaba clarísimo que mi padre la había requerido de amores y ella, la babiona, si bien resistió en lo verdaderamente importante, concibió por él una pasión de loca y unos celos ridículos de mamá. Allí estaban, también, las hojas arrancadas al «Diario» de Pepita, porque aquel sí lo era, con todas sus frenéticas consecuencias. Lo que yo había leído en tiempos remotos, hurtado en los cajones de mi madrina y que había entendido muy vagamente, no era nada en comparación con estos increíbles desvarios. Dentro de las altisonantes vacuidades, arrancadas a los novelorios, tales páginas descubrían al lado de una pasión verdadera, el fondo turbulento y sensual de aquel espíritu cuya superficie no daba de sí más que innocuidad y tontería. He aquí algunas de las anotaciones. Una de mayo de 19… decía: «Debo soportar las exigencias de mi pasión (¿de quién depende más que de mí el mitigarla?) bajo espesas capas de disimulo, como esos volcanes que ocultan (¡mas, ay, sin enfriarlo!) su fuego bajo la nieve». Otra de junio de 19…, precisamente del día de mi primera comunión: «Concentro sobre el hijo el amor que el hado me impidió volcar sobre…» «Ya que no hijo de mis carnes séalo de mi alma». Esta frase me llenó de tal vergüenza que rasgué el papel. A continuación llamaba a mamá «la intrusa» y «la barrera de mi destino». Otras había aún más ridiculas. «¡No, no, no; una y mil veces no! Le he rechazado. El apacible paseo viose turbado por sus anhelos abusivos. ¿Quién iba a decirme que la sombrilla de su regalo iba a ser el arma defensora de mi virtud? ¿Virtud, he dicho? ¿No sería acaso mejor decir cobardía? Mi alma lo llama, mi cuerpo lo repele. ¿Es eso verdad? ¿Lo rechaza? ¡Quién sabrá nunca aclarar el misterio del amor! ¡Oh pasión, viviré para ti hasta mi muerte, que ya auguro próxima! Agosto de 19…»

¡Qué horribles tragicomedias se habían desarrollado ante mis ojos sin que yo las advirtiese en toda su extensión y gravedad! Quedaba ahora esta secuencia de muerte y catástrofe, esta desesperación frente a lo trunco, a lo irreparable; esta carga de vida vivida anticipadamente por los demás, por las vidas ajenas, y, sin embargo, tan contiguas, tan llenas de directas consecuencias. Lo enajenado, lo involuntario de mi vida resultaba, así, lo más importante de ella…

Para liberarme de lo muerto, de lo ido, tendría que recuperar la fuerza y la iniciativa en el gobierno de mi futuro; había que empezar por romper con todo aquello —propósito que ya en mi niñez había estado a punto de desembocar en lo irremediable— y buscar salida a nuevos rumbos, a un ámbito donde no quedasen ni siquiera las sombras de tanta frustración.

Terminada la lectura bajé al piso de las tías. Lola y Asunción estaban en el cuarto de roperos como entregadas a una de aquellas falsas y repentinas explosiones de actividad ambulatoria, que en ellas eran signos de su desajuste con el ambiente. Pero esta vez la simbología de la huida era tristemente verdad; el abrir y cerrar cajones, armarios y cómodas, el sacudir las ropas y el doblarlas, mostrábase con una lentitud justificada y seria.

La jorobetas, que estaba de rodillas frente a un baúl enorme estibando sábanas —en aquella casa todo el mundo, hasta la pobre Joaquina, tenía sábanas para varias generaciones—, se levantó de un brinco al verme entrar, y vino a abrazarme, manteniendo la precaución —¡pobrecilla!— en la que era muy hábil, de no clavarme su jiba en el pecho; por lo cual sus abrazos, al ser sólo de cuello, aparentaban como cosa desanimada e incompleta. Lloró una vez más a desbautizarse.

—¡Estamos perdidos, Luis, estamos perdidos…! Y tú sin oficio ni beneficio…

Asunción, que en aquellos momentos estaba cepillando una guerrera «der difuntito», sentóse en el sillón de mimbre, con su antigua flojera isleña, acrecentada hasta cerca de la invalidez por las desgracias, y repitió con la mirada acariciando los rútilos entorchados:

—¡Etamos perdidaj!

Sin desprenderme de Lola, cuyo esqueleto amuñecado, como de barrotes, sentía en la palma de mi mano y a lo largo del brazo, me acerqué a Asunción, que se echó sobre mi pecho, sacudida por el llanto. Las besé, y traté de inspirarles calma y confianza. Después de hipar un poco, sin descomponer el grupo, cruzaron una mirada, por encima de los pañuelos, y la cubiche se fue a revolver en el cajón de una cómoda vieja. Retornó con un atadijo; se sentó en el canapé de mimbre y lo deslió en el regazo. Eran unos pocos billetes de banco, monedas de oro y de plata y algunas joyas.

—Eto es todo lo que tenemoj. Entre la alhajaj y er dinero, unos trenta mil realej. Tómalo, hijo, y prové pa ti. Nosotraj viviremo de la cotura, que no é ninguna deshonra.

Me costó Dios y ayuda el convencerlas de que guardasen sus ochavos y de que la situación no resultaba tan desesperada. Les dije, y era verdad, que don Camilo me había insinuado la posibilidad de salvar la renta de los molinos de azufre de la Arnoya —cuando mi padre quitase las manos definitivamente de todo— y que yo se la pasaría íntegra. Y que también quedaba la esperanza de que se pudiese reactivar el expediente de viudedad de la coronela, que llevaba ya tres lustros rodando por los ministerios, descuidado en las épocas de dispendios y abundancia, y además porque la muerte del milite, según se susurraba, había distado mucho de ser heroica, lo que dificultaba una resolución favorable en cuanto a la pensión.

—¿Y tú, hijo mío? —imploró la Lola.

—Yo… ya veremos. Todavía no es tiempo de pensar en mí ¡Dejad ahí todo eso, me pone muy triste! ¿A dónde vais a ir? Ya veremos…, ya veremos… Todo se irá arreglando.

—Sí, hijo, sí.

Pepita estaba un tanto al margen de todo aquello, lo que me dio que pensar. La encontré sentada a su bufete, escribiendo. Me acerqué sin hacer ruido y dejé caer por encima de su hombro las hojas donde había ido acumulando, años tras año, su sensiblería, en cierto modo respetable, pues nadie tiene la culpa de ser como es.

—Toma; supongo que era eso lo que buscabas estos días, con tanto empeño, en los cajones de mamá —y me encaminé hacia la salida.

Con mucha presencia de ánimo y sin desgarrones en la voz —en esto andaba muy moderada—, aunque sin desprenderse del todo de su estilo, que era su verdadera naturaleza verbal, detuvo mis pasos con un tono implorante pero firme:

—No me condenes sin oírme. ¡Tu perdón me es necesario!

—Que te perdone tu conciencia.

—Mi conciencia eres tú y mi juez, por lo tanto. ¡No pequé!

—De hecho.

—Ni de intención; pongo a Dios por testigo.

—No tiene remedio ya, tía. Respeta al menos el pasado, ponlo a salvo de tus cursilerías; es lo único que te pido.

—Todo ha terminado hace ya mucho tiempo. Y si quieres un testimonio, mira.

Y me alargó un retrato, con pie de fotógrafo barcelonés, donde aparecía un hombre robusto, madurón, de mirada tan violenta que resultaba cómica, con cejas como bigotes y mostachos espesísimos. Sin embargo, de toda aquella ferocidad se desprendía un aire seguro y honrado. Su cara ordinaria y comercial me recordaba a alguien conocido.

—Es Jordi —Pepita se limpió una espumilla de la comisura y agregó con voz recatada—: Precisamente ahora le escribía, contándole todo.

—¿Y quién es Jordi?

—Jorge Belón y Capdepont. Uno que vino de orador, con la Belén Sárraga, hace tres años.

Recordaba yo muy bien el sonado mitin anarquista, con su oratoria ruidosa y el susto de curas y beatas. ¡Una mujer en la tribuna haciendo mofa de Dios y hablando mal de los bienes terrenales! Efectivamente, allí estaba aquel Belón y Capdepont de la voz mazorral y de los latiguillos campanudos, que tanto había consternado a los entendidos, pues esperaban uno de aquellos amplios y finos espíritus del anarquismo catalán…

Había vuelto después varias veces a Auria, colocando subscripciones de obras «científicas» a plazos, y tomos de la España moderna. Mamá le había comprado para mí una Geografía universal, de Reclus, que nunca leí y que regalé a la Escuela Laica, cuando organizó su biblioteca. Pepita, con los ojos bajos, exhibía rubor virginal. Yo no sabía qué decirle.

—¿Es viajante, no?

—No, no; es coindustrial y propagandista.

—Copropietario, querrás decir.

—Nosotros no admitimos la propiedad. La propiedad es un robo.

—¿Cómo, «nosotros»? ¿Qué quieres decir?

—Yo también soy anarquista; me hizo anarquista Jordi.

Y se limpió otra espumilla, enrojeciendo hasta el escote.

—¡Pero, tía…! —exclamé, no sabiendo cómo dar salida a tanto asombro—. ¡Tú no te privas de nada!

—Hay que evolucionar; renovarse o morir, como dice Jordi. (Estaba toda empapada de Jordi). El mes que viene uniremos nuestros destinos, en Barcelona… Pensaba decíroslo antes, pero…

Yo reflexioné un momento.

—¿Por qué no os casáis aquí? ¿Entiendes…? El qué dirán…

—No me importa nada el qué dirán. Basta con nuestra voluntad de unirnos. El casamiento vulgar es un convencionalismo religioso y una exigencia intolerable del Estado —continuó, repitiendo como un papagayo las fórmulas aprendidas.

—¡Pues sí que te has renovado!

—Espero que esta decisión no ha de privarme de tu cariño. A mis hermanas ya sé que las pierdo…

—No, madrina, no. Tu decisión no sólo me parece admirable, sino que me alienta, me da ánimos.

—¡Oh!

—Te lo digo muy en serio. Quizás nunca te hablé tan seriamente en mi vida. Que te hayas salvado de tantas cosas y, ¡perdóname!, que te hayas salvado de ti misma, me parece admirable, admirable. Me hace creer en la vida, nada menos… ¡Ojalá que eso que llamamos suerte esté a la altura de tu coraje!

La tía se ruborizó de nuevo e insinuó con acento vacilante:

—Tal vez podrías venirte con nosotros… Una gran ciudad, ya sabes…

—No, tía, no. Yo soy un miedoso. Y tengo que curarme radicalmente. Eso se hace solo. O me dejo ir lentamente a la deriva, en la abulia provinciana, al sumidero final, o haré una cosa definitiva. Sólo los miedosos las hacemos.

—¿Qué quieres decir?

—Ni yo mismo lo sé, como siempre; pero lo siento, que es mucho mejor.

Quedamos un momento en silencio.

—¿Puedo romper esto? —dijo, echando una mirada a los papeles.

—Claro, tía, son tuyos.

Los rompió en menudos pedazos y los fue dejando sobre el vade. Después, arrojándolos todos junto a una papelera, dijo con el tono de sus mejores tiempos:

—¡He ahí mi pasado! —luego cogió el retrato de Capdepont y lo miró largamente, moviendo la cabeza hacia los lados.

—¡Es un ángel! —exclamó.

—¡No exageres, Pepita! —yo pensaba en cómo podría hacerse un ángel de aquella jeta peluda y de aquella pesadez comercial.

—¡No sabes cómo son estos libertarios por dentro!

—¡Ah, por dentro…! ¡Por dentro todos somos las cosas más inesperadas!

¡Pobre Pepita!