Mi padre, a quien nadie había avisado, se presentó unos quince días después del entierro. No era el mismo; estaba muy gordo y avejentado, y exhibía una ordinariez de ademanes que le hacía aún más irreconocible. Además, estaba mal vestido.
—Vine atropellando todo género de dificultades y con toda la prisa que pude.
No era verdad; sin duda se demoró para evitar todos los inconvenientes y molestias inherentes a lo ocurrido.
—¡No sé qué pasará con mi proceso en rebeldía! ¿Crees tú que me echarán el guante? ¿No contestáis? —miró hacia mis tías, que bajaron la cabeza.
—Estaba pensando que muy bien pudiste haberte quedado —respondí.
—¿Qué manera es ésa de hablar?
—Haz el favor de no levantar la voz… En esta casa ya no se grita desde hace tiempo.
—¿Eh? —estábamos en la habitación que había sido su despacho. Dejó la silla y se vino hacia mí con un gesto que él suponía severo y que me resultaba tristemente ridículo. La pretina del pantalón, forzada, apenas podía contener el vientre—. ¿Qué modo es ése de hablarle a tu padre?
—No te hablo, te contesto.
—¡Te repito, otra vez, que si ésta es manera de hablarle a tu padre…!
Estaba tan cerca de mí que sentía su aliento en mi cara, impregnado de tabaco fuerte. Retrocedí y dije con amargura:
—¡Mi padre…!
—Tienes razón —dijo recogiendo velas y sentándose de nuevo—. Siempre creí que entre tú y yo había poco de común. Puede más tu otra sangre, sangre de familia de muchas mujeres; es la misma que llevan en sus venas los otros, los que se escaparon.
Avancé hasta tocar el escritorio, en cuyo sillón se había vuelto a sentar, y, sin ninguna modulación en la voz, dije:
—Que sea la última vez que, de cerca o de lejos, aludes a mamá.
—¿Me lo vas a prohibir tú? —contestó, con cierto sarcasmo.
—Esa es la palabra, te lo prohibo.
Salió de tras el escritorio y se plantó otra vez a un palmo de mi cara.
—¿Sabes con quién estás hablando?
—Perfectamente, con mi padre.
Las tías, enlutadísimas, se levantaron juntas del sofá como movidas por el mismo resorte. Apareció una de las asistentas que ayudaban a Blandina.
—Señorito Luis, don Camilo, el Cirallas, pide venia para entrar.
Era el viejo procurador. En la terminología social del pueblo, los motes tenían un valor expresivo inevitable; y así don Camilo de Lourenzán y Couñago venía a quedar en el Cirallas. Mi padre, con aquel brusco claroscuro de su antiguo humor, dijo:
—¡Que entre el Cirallas —y añadió, dirigiéndose a mí—: Contigo ya arreglaré después cuentas!
Yo tomé la expresión en un sentido de malicioso equívoco y replique:
—Tus cuentas con nosotros ya están arregladas para siempre. Ahora te lo dirá el albacea —y arrojé, con gesto despectivo, la plegadera de hueso, que fue a golpear contra una pequeña torre Eiffel de hierro colado que había sobre la mesa. Me dirigí hacia la puerta a pasos lentos.
—¿Adónde vas? Tenemos que oír juntos a ese hombre; hay que saber cómo quedaron las cosas de tu madre.
—Lo único que de ella me importaba ya no está aquí —contesté, armando la frase sobre los dichos rutinarios de aquellos días. Mis tías terminaron de conmoverse y me cercaron con sus seis brazos; y yo, en medio de aquel doliente pulpo sentimental, volví a emocionarme. Entró don Camilo, con sibilantes ruidos asmáticos:
—¡Demonio de escalera!
Me iba quedando cada vez más solo. Estuvo a punto de separarme definitivamente de Amadeo un suceso que, en sí, carecía de significación, pero al que él concedió una importancia exagerada. Toda mi actividad, en lo físico, se descargaba en largos paseos por los alrededores de Auria en los que él era —y a veces Valeiras— mi infatigable acompañante. Le había tomado fastidio a la ciudad.
Temía las explicaciones o, lo que era peor, las condolencias y disimulos por lo de aquéllos. Sentía gran añoranza hacia la peña del café de la Unión, donde unos cuantos muchachos íbamos esbozando, bajo la guía de algunos jóvenes profesores de la Normal y del instituto, que dictaban allí su mejor cátedra, la configuración, todavía lejana, de lo que habría de constituir nuestro esquema del mundo. En tales reuniones, fragorosas y desbordantes de ingenio, y, ¿por qué no decirlo?, de afán de verdad, se producía la contienda de lindes entre la caprichosidad subjetiva, apasionada, de los últimos rezagos del romanticismo, de un romanticismo contumaz que allí duró, al menos en la actitud existencial, hasta muy entrado el siglo, y un escepticismo irónico, atizado por la inseguridad en que nos sumergía el humorismo vernáculo, y por la carencia, o parcial conocimiento, de los dechados raciales, que, en la creación y en la conducta histórica, nos ofreciesen términos y ejemplos de referencia aleccionadora; pues los de otros pueblos de un pasado heterogéneo, al que se llamaba, con violenta unificación, español, no los sentíamos como tal unidad, en el terreno del espíritu. España, así concebida, era para nosotros un vértice más cercano de la historia universal, mas no una plenitud, ni una exclusividad, ni mucho menos una autenticidad profunda. Nuestras averiguaciones nos llevaron pronto a establecer netas diferencias entre «lo español» y nosotros.
Con todo ello, pronto se nos hizo clara y exigente una actitud polémica y reivindicatoria que nos situó contra la admisión automática del pasado oficial, y, por contrafigura, dentro de unas posibilidades raciales, históricas y dinámicas, en cuya anterior frustración se había desviado nuestro auténtico sino y se habían cegado las vías de nuestra expresión cabal y verdadera. Las conclusiones, vistas por el lado de la acción que había de practicarlas, eran bizarras y daban aliento a la burla; pero a pesar de su inicial y aparente pintoresquismo, permanecieron luego irrebatibles y trocáronse aún en más profundas y entrañables cuando nuestro afán de esclarecimiento les prestó el sostén del dato comprobatorio y cuando el pueblo empezó a vibrar con todo lo que la ciencia oficial, las deformadas costumbres y el interesado simplismo de los políticos, habían decretado como finiquitado pretérito comarcal o como extravagancias de eruditos regionalistas. Allí se decían cosas como éstas: «Toda nuestra historia universal es nuestro paisaje». «Somos unas leguas de costa, unos valles y una raza en torno a un sepulcro. Pero el mar, el Atlántico, será el mare nostrum de las futuras proezas de la civilización y de la cultura; en los valles vive una raza intacta, no contaminada por la historia política de España y en el sepulcro no está el andariego Apóstol judío sino un obispo discrepante, el primero que conmovió al mundo cristiano occidental con el implícito non possumus de su ardorosa dialéctica y el primer hombre en quien las manos de la Iglesia tuvieron que mancharse de sangre; lo que no impidió que su voz quedase suspendida sobre los siglos y que aún se oiga, a mil seiscientos años de distancia, en nuestros valles, riberas, bosques y montañas[25]».
Claro está que, al irse perfilando sobre estas exageraciones el balbuceo de un módulo espiritual con resonancias políticas, que luego habría de articularse en un lenguaje más preciso, no faltaron los caricatos, dentro de nuestras propias filas, a los que no arredraba ninguna sandez. El humorismo, nuestra más honda raíz, nuestra respuesta a la incomprensión y a la injusticia de España, y al mismo tiempo el bridal más corrosivo y derrotista de cuantos nos tenían maniatados, no tardó en hacer de las suyas. Y así, cuando alguno de nosotros tenía que irse a Madrid, preguntábamos «dónde estaba el consulado de los Reyes Católicos para visar los pasaportes». Otras veces enviábamos fantásticos telegramas a los congresos de los pueblos célticos, que se reunían, en algún lado de Europa, con cualquier motivo vagamente poético, lingüístico o sentimental, y lo que es más extraño, en muchas ocasiones recibíamos sesudas o ardorosas respuestas de felicitación, consejo y estímulo. ¡Cuánto le debemos algunos a aquel areópago cafeteril donde, envueltos en el estruendo de las fichas del dominó, golpeadas por los funcionarios civiles y militares contra las mesas de mármol y por entre los berridos de las «canzonetistas a gran voz» y las discusiones políticas y tauromáquicas nos agrupábamos, fervorosos, en torno al quehacer espiritual, como a lo más auténtico de nuestras vidas, a la primera autenticidad que en ellas se anunciaba…!
Amadeo Hervás, «esteticista profesional y vocacional», como él se decía, con sus corbatas estridentes, sus trajes desconcertantes, sus camisas multicolores y sus manos pulidas, empuñando bastones como batutas, se movía entre todas aquellas sutilezas con una seguridad y una elegancia de gran bailarín intelectual, manejando las palabras, las ideas y, sobre todo, las paradojas, con una soltura y una abundancia que no nos dejaban reposar; armonizándolas, como él afirmaba, proseando a lo decadente, con sus «pañuelos teóricos», «con el color y la temperatura del momento, o con los días de barba de su momentáneo contendor». Repentizaba, al menos eso decía él, unas traducciones maravillosas, y de pronto dejaba el libro de Kant, «ese huesudo filisteo prusiano», o el de Baudelaire, «melancólico a destajo», sobre la mesa, para exponernos una teoría acerca de la conversión del foot-ball, que acababa de invadirnos con la frecuentación de los barcos de la home fleet a nuestras costas, «en un ballet para la educación de las masas populares»; o afirmaba, muy serio, que la liturgia católica debía ser revisada por los nuevos sinfonistas, modistos, coreógrafos y pintores o prepararse a morir «entre la vulgaridad irritante de su coetánea clientela».
Amadeo vivía en pleno delirio intelectual, como queriendo defenderse de una íntima, de una entrañable frustración muy lejana del intelecto.
En cuanto se quedaba a solas conmigo me llamaba, con tristeza postiza, «mi grande y memorable escarmiento» o «contradicción viviente de muy sopesadas y graves teorías». A veces se ponía un tanto molesto con sus ínfulas de superioridad, pero éstas solían desembocar en sarcasmos de una tal elaboración del ingenio que casi resultaba un privilegio, y era, desde luego, un placer el poder provocarlos. Un día me soltó de buenas a primeras:
—Tu revelación instintiva puede desviarte de tu auténtico camino. ¡Cuidado! Espero que sólo se trate de un rodeo del que volverás luego de algunos años, lamentando el tiempo perdido.
Esta conversación tenía lugar bajo los cipreses del convento de Ervedelo. Frente a nosotros se extendían, en húmedo y verde declive, los huertos y los prados.
—¡Fíjate qué belleza ese nabal florido! De una imagen así nació el mito de Danae. Yo creo que el oro de ese mito no es de origen solar sino floral. Lo que llovió sobre la diosa no fue luz sino pétalos. Es un mito rústico —continué atropelladamente para no afrontar el tema que me proponía y que me resultaba tan penoso.
Amadeo cayó en la trampa, como siempre que se le atraía desde el terreno de lo real a la divagación intelectual. Y se lanzó sobre mi teoría, ávido.
—Si hubiera sido romano, quizá. Pero Danae y su copulador, llovido en oro, son griegos, no lo olvides. Allí hasta el Dionisios de la elementabilidad sensorial halló manera de ser etéreo: la tierra espiritualizada en la embriaguez, en la danza, que es otra embriaguez, que es como querer volar… ¡Qué distancia del graso Baco oficial del Imperio, patrón de cebas y de acaparadores de vino! Sí, luz y mar: Grecia. Pero mar de superficies, espejo del aire, pretexto solar y perspectiva para periplos. Una raza proyectada en un plano. Recuerda los seres añorantes de su unidad, en el diálogo platónico, girando en mitades sobre sí mismos. Todo lo que ocurre en el plano lo advertían con pupila milagrosa.
—Eso sería cierto sin su filosofía y, más determinadamente, sin su ética.
—La ética era para ellos —añadió Amadeo con un tono incómodo, como si le estorbasen— no una obligación coercitiva ni mucho menos una codificación ritual, sino un maravilloso juego de palabras; y cuando más, un deseo de orden, de armonía, casi una estética… O tal vez, como en Sócrates, un deseo borroso de defender al hombre de los dioses, haciendo de la moral una matemática de la conducta, un canon… y estamos de nuevo en lo estético. De todas formas, el mayor griego expresado, síntesis, en vez de antinomia, de Apolo y Dionisios, el griego arquetípico, casi diría lo griego, es, para nosotros, para nuestro tiempo, Platón. Nada nos acerca tanto a la intuición de lo heleno. Y, no obstante, ¡quién es capaz de expresar la unidad de lo platónico…! Y, además, ¿qué sabemos nosotros de los griegos, más allá de ese «no saber» que la erudición nos propone? A mí me parece que esta incesante curiosidad que sentimos por su saber y, más acentuadamente, por su sentir, continúa vigente sólo para que cada época pueda comprobar la índole de los suyos. Lo griego es una piedra de toque…
Se calló de pronto y permaneció ensimismado, como persiguiendo algo de expresión difícil.
Mientras hablaba, tenía por costumbre cachearse incesantemente los bolsillos, como si allí tuviera sus archivos ideológicos. Extraía de ellos, para entretener las manos, pues no le gustaba gesticular —«esos movimientos con que los españoles quieren evitar, y lo consiguen, el ser reflexivos»— toda suerte de objetos: lápices, cartas, el reloj, la cigarrera… Tenía ahora entre los dedos inquietos una pequeña cartera de tafilete rojo. En el entusiasmo de la discusión no se dio cuenta cuando yo se la quité de las manos. La abrí mientras él peroraba, embriagado. Era un documento de su colegio de adolescencia, en Montpellier. Allí estaba Amadeo con un horrible cuello alto, duro, y un rostro entre vicioso y sabihondo. ¡Qué feo era! La fecha indicaba unos seis años atrás. Distraídamente pasé la vista por su texto y leí: «M. Amadís Hervás». Muy sorprendido, le pregunté, con grandes altibajos en la voz:
—¿Pero de veras te llamas Amadís? —estirando malévolamente la i del extravagante nombre. Perdió la serenidad y me arrebató de mal modo la cartera. No sé qué contestó, pero recuerdo que mi carcajada retumbó por el valle. Acababa de recuperar mi risa, pero de jugarme y quizás de perder su amistad, pues se levantó airadísimo y se fue a grandes pasos, desarmonizando el señorío de su andar, por el sendero central del huerto de los frailes.