CAPÍTULO X

Tan rápidamente se llenó de gente el cuarto como si una multitud hubiese estado esperando tras las puertas. También pudo ocurrir que yo haya estado fuera del tiempo todo el que la tuve abrazada, sin soltarla, sin querer soltarla. Recuerdo muy bien la voz de don Pepito y su palmada en la mejilla; y luego aparecí sentado en el gabinete, en el sillón de costura de mamá, donde Lola me hacía beber algo fuerte y me frotaba el pecho a la altura del corazón. La sensación de frío, y la camisa abierta, restablecieron una rápida continuidad con todo lo anterior. Entré en la alcoba. Estaba todo bastante cambiado. El párroco de Santa Eufemia leía en un libro en voz alta. Tuve que admitir la ridicula probabilidad de haber perdido el conocimiento durante un largo rato. El sacerdote decía las oraciones con voz entera y grave dignidad. Salí de nuevo al gabinete y me encontré con Pepita, que llegaba trayendo un pequeño crucifijo de plata. Nos abrazamos en silencio y volví a llorar. Pero esta vez noté que el llanto me aliviaba.

Miré el reloj; eran las cuatro. Desde aquel momento yo vivía no con el sentimiento, ni con los ojos, ni con nada; vivía con los oídos. Era todo oídos. La gente debió haberse asombrado de aquel repentino dominarme, que hubiese parecido indiferencia de no haber estado desmentido por mi desasosiego, por mis paseos aturdidos, de una habitación a otra. Y es que yo vivía sólo con los oídos, Al fin me llegaron las badajadas del toque de alba. ¡La campana mayor de la catedral! Sí, todo oídos, todo yo un oído, vibrando atento, sobre el mundo. ¡Sí, el toque de alba!

Salí, crucé la calle, doblé la esquina —me di cuenta que iba en mangas de camisa— y entré en el templo. El día no era allí ni siquiera una insinuación de luz lejana. No era más que el toque de alba. A pasos rápidos, crucé las naves sin cerciorarme de si me veían o no. Entré en la capilla del Cristo, descorrí la cortina y encendí el escandaloso reflector eléctrico que el Cabildo había mandado instalar en la pasada novena. La luz dio de lleno en la imagen revelándola horriblemente. Salté la baranda, cogí un candelabro del altar, lo balanceé un instante tanteando la dirección y se lo tiré a la cara. Se oyó un ruido seco, apergaminado y me pareció que la cabeza se había levantado un instante, con el impacto. Algo se desprendió de su mejilla y quedó en su lugar un socavón obscuro al que asomaba algo grisáceo, sólido, vagamente puntiagudo. Subí de nuevo las gradas laterales para apagar la luz. Miré más de cerca y quedé sin aliento. Lo que allí asomaba era un hueso, un pómulo.

¡El milagroso Santo Cristo de Auria era una momia humana!

El pueblo se conmovió como nunca. No se habló de otra cosa en el velatorio de mi madre. El obispo dispuso el cierre del templo para que fuera nuevamente consagrado, y el Cabildo se mantuvo en un silencio dolorido y sincero. La prensa liberal guardó un tono mesurado y apenas El Miño se permitió exhibir un artículo de un antiguo colaborador, arqueólogo y ateo, que había afirmado, allá por los comienzos del siglo, que «aquel Cristo no era una imagen de la humana industria, al menos en el sentido normal del vocablo». La prensa católica, en un paroxismo de furia, casi sofocada por aquella saturación de razón, como si quisiera desquitarse de no haberla tenido tantas otras veces, arribaba a consecuencias desviadísimas, extravagantes, como eran sus algaras contra la Instrucción Pública y contra «las libertinas ideologías reinantes». Antes de que el templo quedase de nuevo librado a los servicios, llegó un misterioso extranjero, que no hablaba palabra de español. Se hospedó en el palacio episcopal, y partió una semana después, dejando la imagen tan cabal como antes. Todo aquello me tuvo deprimido, avergonzado; pero el dolor de la pérdida de mi madre convertía todo a mi alrededor en meras insignificancias.

Antes de terminar la semana de duelo, recibí un mensaje urgente de don José de Portocarrero, para que fuese, lo más pronto posible, a estar con él, en su casa; un pequeño hortal, con vivienda, en la carretera de Trives. Me mandaba, al mismo tiempo, expresiones de condolencia y me decía que de no haberlo impedido su baldadura, hubiese «estado al lado de la pobre María del Carmen en sus momentos finales». La carta estaba escrita con letra muy vulgar; sin duda, había sido dictada.

No esperé a que terminase el plazo, y un día, después de comer, me fui a casa del canónigo fabriquero, un poco intrigado por su urgencia, sin decir nada a nadie.

El pálido sol de octubre y la melancolía de los viñedos, con sus oros declinantes, ponían el paisaje a tono con mi desánimo. Conservaba yo desde mi niñez, un afectuoso respeto por aquel buen amigo nuestro, e iba ahora lamentando mi abandono y mi falta de atenciones para con él, como para con tantos otros. Pensé en que quizá pronto los necesitaría a todos, y rechacé esta idea con repugnancia. Era uno de los pocos canónigos que de aquel entonces quedaban. Unos habían ido muriendo y otros saltaron a más altas dignidades, a las mitras, a las grasas capellanías aristocráticas o de presentación. Hasta don Emilio Velazco, que era un mediocre, acababa de ser llevado, por unos nobles, a la Corte, como predicador de su capilla, después de haberle conseguido el obispado nullius de Patmos.

Una criada vieja me introdujo en el recibimiento, que exhibía esa helada pulcritud de las casas sacerdotales, y pronto se apareció, con su envaramiento, su ceño, su fealdad y sus siete sayas, aquella doña Blasa, ama y ecónoma, sobre la que no pasaba un día, como si ya hubiera nacido vieja, que me acogió con displicencia, contestándome apenas al saludo. Ella fue la que me llevó al cuarto del anciano. Don José, hecho una ruina en su sillón de ruedas, la despidió con el gesto. Allí estaba hundido, hacía cinco años, por la progresiva petrificación de sus arterias. Con un movimiento de cabeza me indicó una silla. Era muy severa su expresión y ello me dio que pensar. La luz que venía del hortal, colada en verde por los frutales, iluminaba aquel rostro, que había sido tan noble, con el lado izquierdo deformado por la torsión de la hemiplejia, con un extremo de la boca alzado como para una media sonrisa; del mismo lado le lagrimeaba incesantemente un ojo. Me habló con lengua de trapo, como si sólo emitiese las vocales.

Por algo que pude entenderle comprendí que se refería a mi madre. Luego cambió de tono y su voz se tiñó de mayor gravedad. Los sucesivos esfuerzos que hizo para que me llegasen sus palabras le causaron una mayor excitación que las tornó todavía más incomprensibles. De pronto me llamó con un gesto de la mano útil, y cuando estuve cerca de él se enderezó penosamente, evitando mi ayuda, que rechazó con un borbotón de sonidos guturales. Se quedó en pie vacilante y amenazador. Me cogió la cara por el mentón dándome vuelta hasta que la luz me dio de lleno en los ojos. Su rostro se contrajo, temblándole la mejilla, como tironeada por estremecimientos rítmicos. Del ojo inyectado fluía, con más prisa, la lágrima perpetua, que no se ocupaba de enjugar y que rodaba libre sobre un surco ya señalado y descolorido de la piel. Yo no sabía a qué atenerme y estaba muy asustado. Creí entender algo en medio de su entrapada verba. Fue la palabra Cristo. Repentinamente todo se me reveló con terrible claridad. Con mi vista clavada en la suya, exclamé resueltamente, casi en un sollozo:

—¡No, don José, no!

Soltó mi brazo izquierdo del atenazamiento de sus dedos y, sin cejar en su actitud, me indicó el piso.

—De oíllas, de oíllas —ordenaba, con palabras dichas casi con la garganta, como aullando. Desde el instante en que me había dado cuenta de lo que pensaba, lo entendía con mayor claridad. Vacilé un momento, pero su mano cayó, como una maza, sobre mi hombro y me hizo arrodillar. Mentí. Mentí, seguro de que con ello le salvaba la vida.

¡Júa!

Alcé los ojos hacia la enloquecida turbación de su rostro, mirándolo con impavidez, casi con insolencia:

¡Júa!

—¡Juro que no fui yo!

Me ayudó a levantarme y me besó en la frente con su media boca húmeda, babeante.