CAPÍTULO VIII

Más que en los diagnósticos, que en las mal disimuladas alarmas de los médicos y que en las voces que se encogían a mi paso, sentía yo la gravedad de mi madre en medio del pecho, en esa anchura sensible donde baten los presentimientos. Entraba una y otra vez en su cuarto, como queriendo compensarla de tanto abandono, y Dios me castigaba con su estupor continuado, con su indiferencia para todo lo que a su alrededor sucedía. Era una especie de modorra que se prolongaba por los meses; un dormir y dormir, para despertarse en medio de ahogos que parecían la muerte, y quedarse de nuevo traspuesta, hundida en aquel sopor irritante.

Uno de aquellos días, luego de una crisis muy prolongada, a la que siguió un período más llevadero, tuve la certeza de que su salud tenía mucho más que ver con el reposo absoluto que recomendaba don Pepito, que con la abrumadora farmacopea con que el médico nuevo quería justificar atropelladamente sus recientes estudios. De todas maneras, hubo un rayo de esperanza en aquella cerrazón que me permitió reflexionar y cargarme de proyectos, de rectificaciones, de duros propósitos de enmienda…

Era la hora de la siesta cuando entré en la catedral. Extrañamente, en aquella visita resonaban otras anteriores angustias, que ya parecían expulsadas del recuerdo. Me poseía otra vez una emoción arcana, pueril. En aquellos momentos en que tan inválidos parecían los medios humanos, regresaba yo por los anteriores caminos, tal vez a someterme de nuevo a aquella potencia obscura o a pretender dominarla; de todas maneras, sintiendo, otra vez, mi pie en el abismo…

Al arrodillarme frente al Santísimo Cristo de Auria advertí, tal el vicioso que vuelve a su vaso o a su droga, que la imagen, al menos en aquel trance, mantenía sobre mí su dominio casi absoluto. Y doblegué mi orgullosa debilidad, ofreciéndola como prenda de contrición, mas también como una terrible amenaza no formulada, sentida como un acto sin palabras, ni siquiera interiores. Iba a plantear un denodado juego de trueque. Entre Dios y yo daba comienzo un combate sin cuartel cuyas capitulaciones eran de términos muy claros. Entraban en ellas, la dádiva entera, profunda, de mi fe, de todo mi ser y mi sentir, por los caminos más humillantes, pero asimismo una dramática reserva que Él sólo sería el encargado de descubrir, de desarmar y de juzgar. Por entre las palabras de mi oración sin tregua, brotaba el propósito compulsivo, estorbando la humilde desnudez del rezo.

Había que empezar por descubrir la imagen, sin ninguna vacilación, como ejerciendo los derechos de un pacto. Y así lo hice. Por no sé qué asuntos de la liturgia, tenía aquel día un corto faldellín de raso blanco, cuajado de pedrerías, en contraste casi frívolo con la imponencia de su altor, de su inmisericorde adustez, de su flacura aterradora, de su renegrida piel cubierta de pústulas escoriadas, como de podredumbre. Sólo su pobre cabeza abatida ofrecía una distante promesa de amistad, como esperando ayudas más humanas que divinas. «Padre mío, ¿por qué me has abandonado?» Nada había conmovido tanto mi niñez como aquella estampa de mi escuela en la que san Francisco abraza a Dios por la cintura, como aliviándole del peso de su propio cuerpo. Claro que aquél era un cuerpo tierno, vivo, como el de un adolescente crucificado. ¿Por qué éste desplazaba de sí aquella hosquedad sin trato posible?

Todo lo ofrecí, hasta el retorno a las prácticas (¡tan rutinarias, tan vacías!); el enderezamiento de mi conducta hacia el decoro y la disciplina de mi vida personal y familiar; una actitud militante, hondamente cristiana (¡no iba a poder ser, por los otros!) en defensa de los aspectos seculares de la fe; un inmediato desasimiento (¡también esto, también esto!) de lo que, desde hacía unos meses, halagaba mi hombría, afirmaba mis sentidos (¡qué horrible, qué hipócrita palabra aquella de concupiscencia con que me alejaban del confesionario!) y me cargaba el alma de un sentimiento responsable… No tenía más que ofrecer…

Entró la luz por una vidriera, y su carne apodreció con mayor saña en el ruedo de un lampo amarillo. Me levanté y eché a andar. Le dejé descubierto. Todavía me volví y le rogué, con una mirada, desde lejos. Comprendió todo su sentido, estoy seguro. No se diga, pues, que fui yo el culpable.