Al final de aquel verano, una huelga de fundidores trajo grandes turbulencias e inquietudes en el pueblo. La guardia civil disparó sobre los obreros e hirió gravemente a un hijo de la Chona, viuda pobrísima con nueve hijos pequeños, de todos los cuales era sostén aquel rapaz flaco, que alguna vez veíamos pasar con su cara tiznada y su rencoroso aire de tísico. Con tal motivo se celebró un gran mitin, en el que hablaron ya los nuevos intelectuales; la manifestación que luego se formó fue también disuelta a tiros.
En medio de las voces habituales de la prensa liberal, advirtióse la intervención, nada pacata por cierto, de un indiano, llamado Victorino Valeiras, que mandaba «suplicadas» a los periódicos. Era un ricacho que vivía en la Argentina —por lo que le llamaban el «che»— y que llegaba, de tanto en tanto, a pasar temporadas en la ciudad. No era propiamente de Auria sino de una aldea cercana; y a lo que se veía, paliaba su viejo afán de llegar a formar parte, algún día, del señorío pueblero —o de lo que su imaginación de rapaz pobre le hizo concebir como tal— viviendo en la capital de la provincia, como si de veras fuese una «capital» más allá del remoquete administrativo. Cuando el ajusticiamiento de Reinoso, que coincidiera con una de sus visitas al terruño, ya había mandado a El Miño una serie de «cartas abiertas», bajo el título de: «¿Estamos en el siglo XX, o qué?», que enfurecieron al ultramontanismo local y que le valieron una denuncia del Cabildo a la fiscalía. Una de aquellas cartas que subtitulara: «La barbarie monárquica» y que se veía claramente era el refrito de algún plumeo ultramarino con miras republicanas, irritó al gobernador, quien le mandó un recado, con vistas a obtener una rectificación. La respuesta de Valeiras, formulada con desgaire criollo al alguacil que vino a notificarle, se hizo famosa: «Dígale usted a Su Excelencia que se deje de j…» La utilización de aquel verbo tan procaz, para quienes no conocíamos el significado de casi inofensiva chanza que tenía en el lenguaje corriente de aquel país, pasó como una gallardía adecuada a su destinatario, el conde de Alta Esperanza, que era un animal. Las maniobras del criado gubernativo dieron con Valeiras en el barco, de regreso, mucho antes de consumírsele el plazo destinado a restañar su periódica morriña; pero su nombre adquirió un relieve de originalidad y simpatía que le destacó de entre la turba de sus congéneres: de aquellos pobres ricos que habían regresado de la aventura emigratoria con un aire de memez o con aspecto vencido de jubilados.
En esta ocasión de la bárbara represalia contra los huelguistas, no dejó de sorprender a los elementos «avanzados» de Auria la resuelta actitud, al lado de los obreros, de aquel hombre, económicamente tan considerable, en contraste con el reaccionarismo de los otros indianos y de las clases adineradas del burgo que hablaban de él como de un traidor o de un apóstata.
Aquel extraño desertor de la clase pudiente contaba, pues, con todas nuestras simpatías, al principio un poco burlonas, como era de uso en Auria con todo el que se singularizaba, pero mucho más decididas y resueltas cuando se vio que Valeiras no era un mero exhibicionista, sino que iba en serio, y que muchas veces comprometía su tranquilidad, su libertad y su dinero en favor de las clases populares.
Además de ser un acendrado liberal, nos pagaba excelentes meriendas en tabernas y mesones. Uno de sus aspectos respetables, aunque, a veces, lo expresase de una manera impropia, era su adoración por la tierra, por el paisaje. «Cuando se sale de aquí, de meterle, ‘duro y parejo’, a los terrones, uno no ve nada. Desde allá empieza uno a ver con los ojos del alma». Al decir estas cosas, la voz se le hacía un poco declamatoria, pero sin perder el acento de la sinceridad. A veces, cuando andábamos con él por las montañas, se detenía, en medio de sus relatos bonaerenses, que eran interminables y llenos de subproductos narrativos, y se quedaba mirando hacia el valle desde una curva abalconada del sendero; entonces pasaba por sus ojos un resplandor de emoción completamente respetable que nos contagiaba, pero que duraba exactamente hasta que decía, tras un suspiro hondísimo, con modismos criollos:
—¡La gran siete! ¡Linda tierra, che! ¡Pucha digo…!
Pero evidentemente le queríamos y, tal vez a pesar nuestro, le respetábamos. Los españoles de aquel tiempo empezábamos a aprender, quizá un poco tarde, que la conducta es algo mucho más valioso que las palabras. A raíz de sus «cartas abiertas» y «suplicadas» sobre la represión de la huelga de los fundidores, Amadeo y yo determinamos ir a verlo. La visita tuvo lugar en la habitación de la pulquérrima fonda de doña Generosa, en la que paraba «no por no gastar», sino porque allí «se comía al uso nostro, y no en esa porquería de los nuevos hoteles». La entrevista tenía un fin concreto: expresarle nuestra solidaridad en razón de que la directiva del Casino, que le tocaba ser conservadora, por la alternancia de los partidos turnantes, le había retirado su condición de socio transeúnte.
Hablamos del asunto y le restó importancia.
—Conozco bien a la canalla patronal. Veinticinco años luché contra ellos, antes de «independizarme», allá donde los gremios son más numerosos que toda la población de esta provincia y su capital —y hacía un gesto semicircular y brazilargo, abarcando la plazuela de Fuente del Hierro, como si Auria fuese Londres—. ¡Que se queden con sus casinos y que me den a mí carreteras y congostras o algún robledal a la orilla de un río! ¿No es así, poeta?
Yo miré hacia atrás y luego a Amadeo.
—¿Poeta, yo?
—Tiene usted una cara de coplero que no puede con ella. ¿Verdad? —miré de nuevo a Amadeo. Este asintió a medias, con aquella ceremoniosa condescendencia que usaba conmigo desde hacía un tiempo. ¡Poeta! Me quedé rumiando la palabra, con sentimiento agridulce, expurgándola del dejo ofensivo con que allí la usábamos. Comprendía que también podía significar un supremo elogio, aunque tan distante de mis figuraciones, situada en una ambición remota, difícil, casi imposible, que, cuando mucho, estaba simbolizada en aquel mi infatigable escribir y callar, escribir y romper, escribir y ocultar…
Resultaba clarísimo que Valeiras no podía empalmar aquel día su conversación de gran aliento, que siempre empezaba como para un larguísimo viaje. Aquella vez su charla era intermitente, llena de lagunas y descuidos en la ilación. Nos sirvió sendas copas de jerez y nos dijo que no iría al café aquella tarde. Luego cayó en un largo silencio, que también podía ser interpretado como fin de la visita. Amadeo y yo nos entendimos con la mirada.
—Parece que prefiere usted estar solo hoy… —dijo mi amigo con su tono tan seguro y mundano.
—No, no, nada de eso, señores. ¡No faltaría más! Al contrario, me hacen un bien quedándose… Estoy por dar un paso serio. Acabo de recibir carta de «mi señora» —jamás decía mi mujer—; no hay manera de traerlos, no hay quien los convenza de que vengan a conocer mi tierra, y eso me pone de muy mal humor. Hace más de diez años que andamos en esta polémica, y ya me van hartando. Quiero que vengan, para ver si mis hijos, que ya son grandes, se aclimatan aquí… ¡Qué felicidad sería, qué felicidad! No quiero ni pensarlo… Lo malo es que mi señora es criolla, criolla hija de italianos… Muy buena, buenísima, una santa, ¡pobre Mafalda! —aquel nombre espectacular nos hizo sonreír—, pero no hay quien la arranque de allá. ¡No sé qué satisfacciones me da a mí el dinero! Un poco más de comida, un poco más de ropa, una casa un poco más grande. ¿Y qué? ¡La tierra, la tierra! Yo hice la plata para eso, para disfrutar de mi tierra, con los ojos, con la boca, con las manos, con las narices… Y luego caer dentro de ella para siempre. ¡Hasta me parece que no debe pesar! —y añadió como hablando a sus adentros—: ¡Gente más egoísta…, más desamorada…!
No teníamos la menor idea del conflicto familiar de Valeiras, a cuya hondura acababa de asomarnos.
—¿Son muchos sus hijos?
—Dos, aquí están —sacó de un cajón una fotografía muy grande y lujosa—. Este es Saúl, a quien llamamos el Poroto, y ésta es Ruth, que le decimos la Ñata —eran dos adolescentes de una belleza y de una distinción sorprendentes.
—¡Dos criaturas perfectas! —observó Amadeo con expresión un poco relamida. Comprendí que estaba observando detalladamente al muchacho.
—¿Qué edad tiene? —inquirió, con hablar un tanto atropellado.
—¿Quién? ¿La Ñata?
—No, él.
—¡Ah! ¿El Poroto? Va para diecisiete. La nena anda en los dieciocho, se llevan poco más de un año.
—Lo que no comprendo —agregó Amadeo recuperando su dominio— es como estos seres maravillosos llevan nombres judíos y motes de perros: Saúl, Ruth, Ñata, Poroto…
—Y… Los usos de cada país.
—¿Así que vendrán dentro de poco?
—La nena termina ahora, en noviembre, el profesorado de piano. ¡Pero quién sabe…! No creo que vengan… ¡Me engañarán una vez más!
Estábamos a fin de septiembre.
Amadeo se metió en una profecía literaria y artificiosa acerca del carácter de los chicos, deducido de su imagen. Se detuvo casi el doble del tiempo en la interpretación de la de Saúl, que tenía algo de indirecto interrogatorio, formulado con una habilidad y una falsía diabólicas.
Todas aquellas simulaciones y dobleces de su conducta me lo presentaban bajo una nueva faz decepcionante. Era listo como la luz, y el cambio que tuvo su trato conmigo me dejaba entrever que se daba cuenta de todo lo ocurrido entre nosotros; de que yo había dado un salto irremediable que me situaba más allá de su mundo. Yo continuaba ligado a él por lazos todavía solidísimos, pero más racionales. De todas maneras, nuestra amistad había doblado ya el codo de su anterior condición obscura, y era hacia aquel terreno más abierto, más luminoso, adonde Amadeo no quería dejarse atraer, atrincherado en un resentimiento sordo, como dolorido. Ya no me sentía yo tan atraído hacia su personalidad total, mas permanecía como encandilado por el brillo de su espíritu que iluminaba con su claridad tantos fragmentos del mundo.
Me sacó de estas cavilaciones la voz de Valeiras, de la que había quedado aislado momentáneamente, que contaba a Amadeo las proezas pedagógicas de su vástago y las artísticas de su niña, con la más convicta y suramericana exageración.
Le prometimos volver, y nos ofrecimos por si se confirmaba el arribo de su familia, para todo lo que fuese necesario, incluso ayudarle a buscar casa… Precisamente en la Travesía estaban terminando unas con cuarto de baño… El cuarto de baño formaba parte principal de las obsesiones ultramarinas del buen Valeiras.
Al llegar a la puerta, Amadeo se hizo aparatosamente a un lado, invitándome, con una reverencia, a pasar. Me vinieron ganas de darle un puñetazo.