Extinguióse la criada Joaquina en el claro amanecer de un domingo de junio, cuando las campanas del alba la llamaban, inútilmente, para su misa. Su muerte, como la de las otras santas, fue resignada y feliz. Mamá, que había refugiado en la anciana su última ternura, estaba peinándola, después de haberle cambiado la ropa interior, pues la pobre ya no podía valerse. Se mantenía encorvada como si se le hubiese ablandado el esqueleto, y no contestaba a las chanzas de mamá, que le hablaba como a una niña y la lavaba con agua de olor. Aspó los brazos, de pronto, abriendo la boca como si quisiera meter por ella todo el aire del mundo. Mamá salió al pasillo llamándonos a gritos. Cuando acudimos, estaba caída sobre la almohada sacudida por los estertores. Y así hasta el final. Nos costó mucho trabajo abrirle la mano que se le había contraído, como una garra, sobre el seno izquierdo. Sus ojos, ribeteados y abiertos, parecían vivos, luego se le fueron vidriando y subiendo hacia la frente, como mirando hacia arriba, hasta que mamá se los cerró, apretándole los párpados.
Al mediar la mañana ya estaba la casa llena de dueleras, rezanderas y gentes sin arte ni parte, pues era muy querida en la ciudad, y allí montaron guardia hasta que se la llevaron. Cayeron también, por la tarde, unos presuntos parientes, de la aldea, que jamás le habíamos oído mencionar. Venían, sin duda, al olor de las onzas, que, según luego supe, ya se habían ido quemando en la hoguera del desastre familiar, junto con sus ahorros de tantísimos años. No hubo más remedio que darles alojamiento, con lo que toda la casa —pues eran cinco— se llenó de un vago olor a corambre. Joaquina, vestida por mamá, con un traje suyo antiguo, de gro negro, su pelo blanco y la serenidad sonriente de su rostro, estaba hermosa.
A la noche llegó Amadeo y entramos un instante a verla.
—Parece una reina vieja —me susurró con aquella certeza verbal de todas sus descripciones—. ¿La querías mucho?
—Sí.
—Lo dices sin convicción.
—La quería con mi manera de querer de chico. Ahora esta palabra tiene para mí otro sentido, otro sentido más… más raro, mas confuso.
—Nada raro. Ya se te irá aclarando todo. Estás en una época de dos vertientes —continuó, ya en voz alta, en el pasillo, con aquella seguridad, como de enviado que transmite un mensaje, que le era frecuente y que tanto me maravillaba—. Estás en el deslinde entre los afectos impuestos y los que se eligen. Y reaccionas contra los primeros para ganar tu libertad de manejarte entre los segundos. Yo pasé por ello.
—¡Parece que tuvieras cien años!
—Ya lo creo… Y mil y cien mil. Cuando nace un hombre, la especie traza una raya y suma millones. Y cuando se muere, algunos añaden fragmentos infinitesimales. Pero la mayoría, resta.
—Pues no tienes más que dieciocho, por mucho que inventes.
—Sí, pero muy… muy prensados.
Blandina andaba con los ojos enrojecidos por las lágrimas y el sueño, sirviendo chocolate, café y copas de anís. No daba abasto, corriendo con todos aquellos líquidos que desaparecían en las fauces de los labradores como en el cogollo de un incendio. Mis hermanos pasaron un par de veces por entre ellos con aire principesco y ofendido. A eso de las once, se fueron a dormir. Mamá, vestida de negro, muy pálida, quedó toda la noche, sin moverse de al lado del féretro, la mayor parte del tiempo arrodillada, dirigiendo, desde la primera hora, rosarios y rezos de difuntos, lo cual me pareció una exageración. A eso de la una nos mandó a todos a la cama con aire perentorio.
Amadeo me acompañó hasta mi cuarto donde nos lavamos las manos y refrescamos la cara en el aguamanil, luego encendímos cigarrillos y nos asomamos. Era una noche limpia y honda. Cada uno de sus instantes parecía una pausa abierta entre una continuidad solemne, como grandes silencios musicales. Nuestros sentidos estaban aguzados por las muchas copas que habíamos bebido, casi sin intención, sencillamente porque pasaban con las bandejas. Pero, indudablemente, habíamos bebido demasiado.
—¿Te has dado cuenta de que casi siempre nos vemos de noche? —dijo.
—Es verdad. Creo que de día nos entendemos menos. Únicamente cuando estamos solos, lejos de la gente, porque entonces es como si fuera de noche.
Amadeo se quedó mirándome con aquel gesto especial que tenía para subrayar mis intuiciones, entre asombrado y complacido. Evidentemente, me tenía muy por bajo de mí mismo; lo advertía por la sorpresa que le causaban mis salidas «inteligentes», como él las calificaba, no sin cierto retintín. En el fondo, todo ello era la pretendida superioridad del que ha viajado sobre el provinciano inmóvil. Cuando descubrí esta explicación, Amadeo se me inferiorizó un poco y casi me dio lástima. Se lo dije aquella noche, y se defendió con ardimiento de tal atribución de vulgaridad.
—No veo las diferencias.
—No sé… Los provincianos, «los quietos», como tú dices, ahondamos en unas cuantas direcciones, y a veces en una sola. Los que venís del mundo estáis más desparramados sobre las cosas; les sois constantemente infieles, sois como adúlteros mentales.
Me llené de rubor al soltar la frase final, tan calcada sobre su propia manera de construirlas, pero que, dicha por mí, me pareció insegura y pedante.
—¡Bravo! Vas dejando las andaderas… ¿Y en qué dirección ahondas tú ahora?
Sentí que mi cabeza temblaba y dije sin pensarlo.
—¡En el amor!
Amadeo se retiró del alféizar y me miró, ceñudo.
—¿En el amor a las mujeres?
—No sé. Sí, también. Pero no de un modo especial. Forman parte de mi desbordamiento sobre las cosas, como el paisaje, los libros, la arqueología, la amistad. ¡Qué sé yo! Es como un enajenarse en el que las cosas fueran suplantándole a uno. Yo creo que es un círculo que acabará por cerrarse en torno mío.
—Así es, y en ese punto el hombre se integra… a condición de no desproporcionar los elementos; pues de otra manera lo resultante será no una integración si no una parcialidad: el erótico, el místico, el especialista…, modos fragmentarios por donde el ser queda en parecer y el amor en manía…
—O en pasión…
—¡Qué es la acentuación sentimental de la manía!
No había forma de descubrirle un flanco indefenso.
Frente a nosotros estaba el David, sin relieve, como laminado contra el resplandor de las vidrieras encendidas de luna. Contra las luminosas estalactitas pasó el vuelo callado de una lechuza.
Continuamos un largo rato metidos en aquella conversación laberíntica. Desde hacía un tiempo, los coloquios con Amadeo me sobreexcitaban cada vez más. Ya no eran sólo sus palabras y su voz, sino su cercanía corporal. Él sonreía con una seguridad monstruosa cada vez que mi turbación se hacía notoria. También solía ocurrir que, perdiendo de pronto toda su habitual contención, procediese conmigo como otro muchacho cualquiera de mi edad. Eran, no obstante, sus momentos más seductores; aunque, sin saber por qué, también los encontraba peligrosos. Me cogía las manos y me las apretaba hasta hacerme gritar o pasándome el brazo por la nuca y acercándose a mí, me susurraba al oído falsos secretos, con balbuceo aniñado, haciendo aletear el aliento contra el pabellón de mi oreja. Otras veces, en los cerrados boscajes que formaban las riberas del Sila, donde íbamos muchas tardes a nadar, me perseguía con cortos aullidos, como de salvaje, y cuando lograba alcanzarme caíamos en el césped, luchando: es decir, yo defendiéndome apenas, pues no sólo la alteración que todo ello me producía menguaba mis fuerzas, nada extraordinarias por cierto, sino que Amadeo era mucho más fuerte que yo. El contacto extenso con la piel de su cuerpo me producía una sensación de repentino cansancio, y mis músculos se relajaban y cedían, casi sin oposición, entre aquellas fuertes tenazas de brazos y piernas. Pero no era esto lo peor, sino que, cuando me daba por vencido, continuaba él unos instantes sin soltarme, aflojándose suavemente de mí, hasta que el apresamiento se trocaba en abrazo; entonces sonreía, con su cara tan cerca de la mía que veía perfectamente las estrías grises de sus pupilas azules y sentía su aliento sobre el sudor de mi piel. Un día, en una de aquellas caídas me mordió tan brutalmente en un hombro, que me levanté enfadado y no hice sino mirarle, pero en forma tal que sobraron las palabras. Comprendió su exceso y se mantuvo serio, como pesaroso, todo el resto de la tarde.
En general, cuando terminaban estas bromas y juegos, como si le hubiesen servido para descargarse de un impulso secreto, volvía a su condición natural, a su reposo, a la ordenación de sus ademanes y a la hermosa calidad de su voz. Y entonces suscitaba en mí más recelos, pues de aquello no había modo de defenderse.
Como los cuartos de huéspedes estaban ocupados por la invasión de los aldeanos, Blandina vino a avisarme para que le cediese el mío a la barragana de Modesto, que se hallaba en una de sus permanencias periódicas en el pazo, y había bajado de la aldea, en cuanto le llegó la noticia. Dentro de la tristeza de la ocasión se le notaba muy contenta. Luego supe que don Narciso el Tarántula, a su regreso de Madrid, por aquellos días, le había dicho que las gestiones para el indulto del «señor», como ella continuaba llamándole, iban bien encaminadas, y que podía tenerlo por seguro si los liberales «eran Poder» en las próximas elecciones.
La tía jorobetas, que revivía en cuanto se le daba ocasión para organizar, resolver y mangonear, era la única que conservaba un poco de disposición en tal desconcierto. Mamá estaba como atontada, y la tía Asunción había terminado por encerrarse en sus habitaciones diciendo, con plebeyez ingrata y lamentable, que «loj muertoj ajenoj jieden». En cuanto a Pepita, después de haber recibido las primeras visitas en su saleta, con breves reverencias equinas y diplomáticas, se había ido a casa de los primos Salgado, escandalizada de la irrupción de los labriegos y de la gente del pueblo, que aumentaba de hora en hora, y diciendo, con frase someramente ingeniosa, sin duda oída a su galán Pepín Pérez, que también anduvo por allí curioseando y libando, «que aquella casa se había convertido en algo bíblico, entre el Éxodo y la Adoración de los Pastores».
Se oyeron en el reloj de la catedral los lentos badajazos de las doce, precedidos por el tono saltarín de la campana de los cuartos.
—Tengo sueño. Mañana habrá trajín y madrugón con el entierro. Me voy a la cama, si no dispones otra cosa.
—Me quedo contigo hasta que te duermas. No quiero malacostumbrar a mi honrado padre volviendo tan temprano. Fumaremos el calumet de la paz; el cigarro es el sahumerio natural del sueño imaginativo. «Incensaré tus párpados», etc., etcétera.
—Te advierto que hoy tengo que dormir en el cuchitril de Blandina.
—No creo que me asuste profanando el habitáculo de tu caderuda sierva —agregó, con aquel prosear enfático y novelero, que usaba para la broma, recogido en los personajes paródicos de Eça de Queiroz, a quien leíamos hasta la consunción.
Raspé una cerilla y encendí el velón del cuarto de Blandina. Todavía se consideraba como lujo superfluo el llevar la luz eléctrica al cuarto de las criadas. Era una amplia habitación en el antedesván, con una ventana aguardillada. Los muebles eran desiguales, pero de muy buena factura, pues habían ido a parar allí, desde otras habitaciones de la casa, llevados por el reflujo de circunstancias y modas. Lo más sorprendente de la habitación era la cama monumental en que dormía Blandina: un armatoste regence, de interpretación portuguesa, con la laca del testero chamuscada, y quemada en otras partes. Provenía de un incendio en casa de mis abuelos, del que yo había oído hablar cuando chico. También estaba allí un gran retrato de mi abuela paterna, de muy buen pincel. Aparecía en él un tanto excesiva de carnes, con un mirar provocativo, de mujer de rompe y rasga, y mucho abultamiento de senos asomados al escote; razones por las cuales, sin duda, había ido a parar al desván de donde lo rescató Blandina para ornato de su habitación, junto con aquel monstruoso barómetro de bronce, coronado por una Fama trompetada, de varios kilos de peso, procedente de una Exposición de París, y un álbum enorme de fotografías europeas, del mismo origen, forrado en peluche verde, con cantoneras de nácar calado, que, cuando se abría, dejaba oír una tanda de valses. Contrastando con aquellos lujosos enseres, la pared de al lado de la cama aparecía cubierta de cromos devotos: Sagrados Corazones, Purísimas y Vírgenes de toda denominación, presididas por Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, llena de brinquillos, como un icono, y una gran cantidad de papelería, fijada con engrudo, conteniendo bulas de Cruzada y de Abstinencia y rescriptos de san Antonio de Padua, con su tipografía entrecruzada y misteriosa, como documentos cabalísticos. Las ropas de la cama no correspondían a aquella especie de palestra matrimonial y quedaban cortas, por la cual se veía, debajo de ella, un solemne bacín, como para servicios episcopales, inmensísimo, con algunas desportilladuras en su decoración aguirnaldada de rosas de gamas vivas. Colgada sobre la cabecera había una pila de agua bendita con lamparilla de mariposa, encendida, y una rama de olivo, también bendita, metida en el líquido.
Al otro extremo de la habitación, estaba el camastro que habían armado para mí: un antiguo catre de viaje sobre el que echaron dos grandes colchones que derretían su exceso colgando a ambos lados. Frente a él, impúdico, lucía su loza blanca un pequeño orinal, de niño.
Amadeo se tendió sobre la cama grande, que crujió con restallidos de barco, sólidos y espaciados.
—Veamos cómo descansa tu tetuda doncella.
—No me gusta que hables así, Amadeo; no te queda bien.
—Es una adecuación del estilo; al pecho de las aldeanas no se le puede llamar seno —dijo encendiendo un cigarrillo y dándomelo de sus labios, costumbre embarazosa que había adquirido en los últimos tiempos—. No se entendería nada —continuó, con una veladura rencorosa en la voz, que no estaba justificada por nada—. Ése es uno de los motivos de la perenne ridiculez de las novelas pastoriles. ¿Has leído alguna?
—Sí.
—¿Qué te parecen?
—Nunca me detuve a pensarlo… Son como libros de hadas, escritos en un estilo increíble con la intención de que sea creído.
Me miró de un modo muy particular, y quedó en silencio, fumando a grandes bocanadas.
—Échate aquí, a mi lado; veamos lo que ocupaban de esta carabela dos de aquellos acompasados cónyuges antiguos —la cama crujió de nuevo, con mayor reconcomio, al hundirme yo en su maternal anchura. Quedaba lugar para otros cuatro.
—Realmente se está bien. ¿Por qué le darían tanta importancia al dormir aquellas gentes? —observé.
—¡Al dormir, no, al no dormir! Se instalaban cómodamente en estas blanduras, para dar origen, sin prisa pero sin pausa, a las grandes familias, de las que luego tú y yo seríamos involuntarias víctimas.
Quedamos otro rato metidos en un silencio lleno de tensión. Amadeo estaba en uno de aquellos momentos suyos en que hablaba aturdidamente como para liberarse de algo que no osaba decir.
—Levanta un poco la cabeza —hice lo que me pedía, de mala gana; me pasó un brazo bajo la nuca y continuó con voz trémula casi, secreta—: Así se está mejor —y añadió, lejano—: Si ahora se apagara ese velón veríamos recortarse el perfil de ese tragaluz, con la luna en el suelo, y todo se volvería fantasmas; nosotros también.
—No sé para qué quieres que seamos fantasmas…
—Hay cosas que pueden suceder como si no ocurrieran, siendo y no siendo. Y esto sólo se da en la condición fantasmal.
Me sobrecogió el dramatismo de aquella voz, que ya no le era posible mantener en el tono ligero y cordial de sus paradojas. Estaba, otra vez, más allá de aquel límite en que me era posible entenderlo; en un punto hacia donde una mezcla de miedo sofocado y de ansiedad angustiosa me impedían seguirlo. Transcurrió otro gran rato. Me violentaba que me tuviese así, con la nuca sobre su brazo, pero no me aventuraba a decírselo.
—¡Luis! —su voz sonó otra vez como tras una puerta. Su brazo se iba quedando yerto y temblaba, como sacudido por reflejos nerviosos. Noté, en aquel momento, que se desprendía de la almohada un olor ligeramente cáustico, a pelo y carne de mujer.
—¡Luis! —susurró la voz de mi amigo, desde la vertiginosa distancia de aquella cercanía, casi en mi oído. Yo buscaba mi voz extinta para responderle… Yo quería responder…
Sonaron golpes de nudillos en la puerta. Amadeo se levantó de un salto, pálido, y miró entorno, extrañamente.
—¡Entra! —grité, incorporándome y alisando el pelo con las uñas.
Amadeo salió sin decir palabra, vacilante, casi tambaleándose.
Blandina me pidió permiso para apagar la luz del velón mientras se desnudaba. Yo me había tendido en el camastro, vuelto hacia la pared, pensando en Amadeo con una intensidad dolorosa…
Me di cuenta de que aquello que acababa de caer, con un golpe seco, era el justillo aballenado, librando el tronco de su apretujón. Oí que la muchacha se rascaba los flancos. Me volví sin intención ni precaución alguna, más bien por casualidad. La ropa estaba como agrillada a sus pies y, a la luz tenue de la mariposa, se le transparentaban las piernas bajo la fina camisa, que sin duda era una de mamá o de las tías. Cuando se encaramó para cerrar las contras, el golpe de luna, que daba muy de frente, dibujó al contraluz su cuerpo firme. Luego se arrodilló a rezar, con bisbiseo exagerado y mecánico. Blandina obraba como si estuviese sola. Me volví de nuevo hacia la pared. No lograba sosegarme. Mi cabeza hallábase en el más completo e indeterminado alboroto. Sentía en la totalidad de mi cuerpo un estorbo de ropas como si me despertara después de haber estado muchas horas durmiendo vestido. Blandina encendió de nuevo el velón y lo puso en su mesilla.
—¡Apaga eso! —grité. Blandina obedeció, diciendo:
—¿Te vas a quedar así toda la noche?
No contesté. Al poco rato comprendí que me era imposible conciliar el sueño. Me quité el pantalón a obscuras. Después de un rato, me levanté encendí de nuevo el velón y cogí un folleto de entre el bibliográfico amasijo devoto de la criada, donde se confundían devocionarios, novenas… Era la Vida de santa Marina de Aguas Santas. Estaba escrita en una prosa de cura, sin gracia, sin devoción y sin ingenuidad. La desavenencia entre el padre pagano y la hija cristiana aparecía, en cambio, contada con una fruición de oblicuo incesto, y cada vez que el escriba hablaba del cuerpo de la mártir, decía suciamente: «sus carnes». Tiré el engendro y miré hacia Blandina que estaba con el embozo muy subido, aunque tapada solamente con la sábana, bajo la cual se perfilaban, casi imprudentes, los senos. Pensé en la cruda palabra de Amadeo y no me pareció nada injusta. Sí, aquella fortaleza no podría nombrarse con ningún eufemismo.
—¡Pobre Joaquina! —dejé escapar sin venir a cuento y como interponiendo algo grave entre aquellas presencias y yo.
—¡A todos nos ha de llegar la hora! —contestó, con rutinarismo labriego.
—Pero el que tenga que llegar no quiere decir que se la acepte con satisfacción.
—¡Buen caso hacías de ella! ¡Buen caso haces de todas nosotras…! Entras y sales de esta casa como un ajeno, como un loco… —exclamó, con un tono dolido.
—¿Qué te importa a ti? ¡Duerme, que buena falta te hace! —y apagué la luz. Me puse a pensar en la intención que podría haber en aquella sorprendente queja. Ciertamente la estimaba y sentía hacia ella unos derechos que excedían a la simple relación de amo y criada. Me complacía que mis amigos, al verla pasar, elogiasen su bien plantada figura y su seriedad un poco adusta, y me preocupaba de espantarle los galanes de la puerta. Pero esto había sido desde siempre y formaba parte del sentimiento de exclusividad que yo tenía sobre todas las personas de mi casa. Recordaba bien que, hacía ya mucho tiempo, precisamente el día que habíamos ido al ajusticiamiento de Reinoso, casi me peleo con unos bigardos que la piropearon torpemente, al pasar frente a una taberna. Me pareció que manoseaban algo de mi heredad.
Pasé otro gran rato en estos recuerdos. El reloj de la catedral exprimió dos espesos goterones, precedidos por el agrio rocío de los cuartos, que oí casi desde el umbral del sueño.
—Blandina… Blandina…
—¡Qué! —respondió con voz quejumbrosa adormilada.
—No me dejas dormir… Roncas…
—Yo no ronco.
—Roncas o gruñes o algo parecido que no me deja dormir.
—Sí, a veces se me cae la cabeza de la almohada.
Otra vez desvelado, asfixiado casi por aquella sólida atmósfera del desván, que acumulaba tantas horas de sol, me levanté y abrí, de golpe, la ventana. Al dejarme caer, de mal modo, sobre el camastro, éste se hundió con estrépido. Blandina se incorporó asustada. Mis ojos tropezaron con sus senos, osados, casi mirones. Se le había aflojado la jareta del cabezón de la camisa y estaba aquello allí, con su fuerte nombre escrito en su fuerte curva, bajo la luz que resbalaba del lampadario beato.
—¿Y ahora?
—No importa, me acuesto ahí, contigo —y sin esperar respuesta, sin tener siquiera conciencia de lo que hacía, salté de los despojos de mi yacija, y la abracé furiosamente por la cintura, mientras hundía toda mi cara en el frescor de sus pechos, como un sediento. Sentí contra mi vientre la camisa arrugada… Di un tirón hacia arriba…
—¿Qué haces? ¡Ay, Jesús, qué desgracia! —permanecía con el rostro apartado. Oí, como de lejos, su voz llena de imprecaciones aldeanas…
Cuando cedió aquel terco obstáculo, Blandina dio un pequeño grito y yo sentí que me hundía en algo tibio, blando, viscoso, de dulcísima posesión. Al otro lado de sus gemidos, de su carne y de aquel suave abismo, adonde rodaban abiertas las esclusas de mi ser, oía apartada, agónica, otra voz:
—¡Luis…!
¿Cuántas veces repetí la terrible conmoción, con su final resonancia casi dolorosa? Aquel cuerpo firme, valiente, inagotable, luego de haberse ido abandonando entre súplicas, terminó respondiendo al frenesí para, finalmente, caer en algo que, más que entrega, era fatiga, agotamiento.
Me desperté con una opresión en la nuca. Blandina ya no estaba. Era día alto. Llegaba del primer piso un clamoreo algo asordado. Me levanté y me vestí rápidamente, temiendo lo peor. Antes de bajar, entré en mi cuarto para arreglarme. Me asomé. En la calle estaba ya dispuesta la gente para el entierro. Sin duda el clamor no sería otra cosa que los aldeanos comenzando a desatar su «planto» que resultaría grotesco en la ciudad. En efecto, a los pocos instantes se oyó una desgarrada voz profesional de muchacha, proclamando las excelencias de repertorio aplicadas a la pobre Joaquina, alternando con otra voz más grave y hombruna. A veces intercalaban en el recuento cosas impropias. El desgañitamiento de la sochantre trajo por los aires este dislate: «¡Rosa del alba, flor de las carnes, agua de mayo!», que sin duda correspondía a un «planto» doncel… A cada revoleo de la antífona de las lloronas, seguía un mascullamiento arenoso de los demás, que a su vez iban alzando el gallo. Yo estaba indignadísimo. Me asomé de nuevo y vi que los hojalateros y los vecinos empezaban a asomarse con cara burlona. Una tal María «de los accidentes», que vivía de acarrear agua de las Burgas y que era muy lenguaraz, posó el ánfora de barro en los medios de la rúa, y poniendo las manos en las caderas, gritó hacia arriba, con voz más escandalosa de intención que de texto:
—¡Ey, vosotras…! ¡A ver si vos creéis que estáis en vuestra puerca aldea y no en la capital de la provincia…! ¡Callarse, bodocas, condenadas…!
—¡Ay, ay, ay, ay…! —espeluznaba la voz de la muchacha, flotando sobre la tremebundez de la otra.
—¡Ay, ay!
—¡Ja, ja, ja! —alborotaba abajo la «de los accidentes»—. ¡Hay coña, con las tiples que vienen a despedir a la pobre Joaquina! —y cambiando de tono se dirigió a los pasmarotes que ya le habían armado corro.
—¡Subir arriba, lambones, y echar de allí a ésas! ¿No vos da vergüenza esas cosas del tiempo de Maricastaña en nuestro pueblo?
La Pepita entró en mi dormitorio como una exhalación. En los momentos dramáticos retrocedía lamentablemente hacia sus anteriores retóricas. Se paró a una cuarta de mi cara y dijo señalando el suelo con el dedo que aspiraba a perforarlo todo hasta dos pisos más abajo:
—¿Y bien?
—Ya ves, muy mal.
—¡Cínico, más que cínico! De un tiempo a esta parte no se te puede decir nada.
—¿A qué vienes?
—A que pongas orden en esta casa, donde ya no se puede enterrar a una criada sin hacer genialidades. Tus hermanos se fueron ayer, no sé adonde ni me importa. Eres el único hombre que hay en la casa —sobre la palabra hombre puso un énfasis particular.
—¡Eso es lo que tú sientes, no serlo!
—¡Oh! —no dijo más. Viró en redondo y se fue escarolada en las espumas de su peinador de nansú.
Yo estaba realmente furioso. Me planté abajo casi rodando las escaleras y entré en la saleta del velatorio. Me vi en el espejo, pálido y con los labios contraídos. La imagen me sirvió para acicatear mis escasas dotes de mando.
—¡Ay, ay. Ay! —espeluznaba la zagala llorona, clavándome la voz y el reojo.
—¡Basta ya! —grite—. El que quiera llorar que llore para sí. ¡Aquí no hay más alboroto!
La más vieja de las del «planto» moqueó en un pañolón y dijo, con rápida conformidad, recuperando la voz sumisa:
—Está bien, sí, señor.
Pregunté por mamá y me dijeron que le había dado «un ataque» al amanecer. ¿Al amanecer? Y eran casi las diez. Estaba en su cuarto, asistida por don Pepito Nogueira y por un médico joven, de la última hornada, llamado Rolán.
—¿Por qué no me avisaron? —Blandina se encogió de hombros, con aire de inculpación.
—Otras veces te han avisado y no viniste.
—Eran desvanecimientos sin importancia.
—Sí, para ti todo es sin importancia… Ya le dio tres veces hoy…
Mamá estaba sin sentido, muy blanca, con los labios amorotados.
—No es nada —dijo don Pepito—; uno de esos desmayos que tiene de un tiempo a esta parte.
—No me confiaría yo tanto —repuso el médico joven—; estas lipotimias insistentes, con un corazón bajísimo… Mire esto —y le cedió el pulso—. ¡Con tal de que no tengamos una claudicación…! No parece responder a la medicación alcanforada…
Hablaba el joven con una decisión objetiva muy hospitalera y desagradable.
—¡Ustedes siempre exageran! —refunfuñó don Pepito—. Traed más botellas de agua caliente…
Besé a mamá y volví a la saleta del duelo, aterrado, temblándome las piernas. Acababa de llegar Amadeo afectadamente vestido, como para un entierro principal. Me estrechó la mano tan ceremoniosamente que tuve ganas de darle un bofetón. El cura de la Trinidad, revestido de negro y amarillo, daba vueltas al féretro hisopándolo y mascullando los latines de un responso.
Los aldeanos estaban todos de rodillas y se desprendía de ellos un olor maduro, como de granero. Yo me acerqué al ataúd y Joaquina me pareció un gran hueso tallado. Disfrutaba de la muerte con un rostro tan feliz como nunca le había visto en vida. Me incliné a besarla, y desde antes del contacto ya sentí el frío irradiando de su frente como un aura helada. Murmuré una oración. Cuando me volví, estaba un hombre esperando, con la tapa del féretro enarbolada. En el momento de ir a cubrirlo se vio que alguien llegaba, abriéndose paso a trompicones. Era Ramona la campanera, retirada desde hacía unos años de su gozoso menester por un mal que la obligaba a andar doblada, casi en ángulo. Volvió hacia mí la cabeza suplicante, como si virase sobre un eje horizontal.
—No me consistieron salir ayer aquellas perras —debía de referirse a las monjas del hospital—. Dejáimela ver, pobriña —dijo con voz llorosa. Arrimé una silla y alcé a Ramona como si fuese una criatura, que menos que una criatura pesaba. La presencia de la muerta casi la enderezó, y se puso a gritar y a sollozar:
—¡Corenta años de vernos, día a día, y agora te me vas! ¡Ojala que te pueda ver pronto y para siempre enjamás! ¡Mirai si no es mejor verse como tú te ves, que no muerta en vida, como esta disgraciada!
Sentí que las lágrimas se me desataban ante aquel dolor tan elemental, tan puro. Hice seña al hombre y me llevé a Ramona en vilo, sacudida por el llanto, como una criatura. Cuando la sentaba en el sofá del gabinete se oyeron los martillazos clavando el ataúd.
Momentos después se repetía en la calle asoleada la estampa medieval de los entierros pobres, con sus curas negros, sus pendones negros, sus responsos cantados en alto y a coro. Detrás del féretro, llevado a hombros por cuatro «agarrantes» con hopas negras, iba un señor vestido de negro tocando un fagot.