Fuimos las noches siguientes a ver el cometa de Halley, desde los altos del Montealegre. Aparecía sobre los pinares, fosfóreo, curvo, como agorero. Hablábamos incansablemente pero en tono bajo, a pesar de aquellas soledades, como si nuestras voces quisieran establecer una complicidad que no existía en las palabras. En las noches sucesivas, el visitante celeste fue haciéndose más débil, más transparente, como fundiéndose en la masa estelar.
—La próxima luna lo barrerá del todo.
—Y cuando ya no se vea, ¿adónde iremos?
—Siempre habrá un pretexto para acostarse a las tres —y añadió con voz curiosamente transformada en murmullo confidencial—: Tiempo llegará en que no necesitaremos ir a ninguna parte para estar juntos en todas —no me gustó aquel tono que parecía contener una remota amenaza o una promesa llena de peligros.
La noche estaba plagada de rumores inconcretos, regidos por el bordoneo de los pinos, a cuyas agujas llegaba a cardarse el ventalle de la brisa que se rasgaba en ellas, como un cendal finísimo.
—¿Qué miras? —inquirió Amadeo, sonriendo, casi sin voz, recostado en las manos.
—No sé —dije, al mismo tiempo que me percataba de que hacía una largo rato que tenía mis ojos detenidos en la extraña luz morada de los suyos—. Curiosidad científica, tal vez, como tú dices cuando no encuentras otra disculpa. Tienes un resplandor extraño en los ojos.
—Sí, a fuerza de trasnochar acaban adquiriendo el color nocturno. Así son los ojos de los diablos, de los viciosos de la carne y de los gariteros —comentó, con falso acento tremebundo.
Empezóse a oír a lo lejos una nota larga, metálica, como una queja. Amadeo se incorporó lentamente. La queja se resolvió en tres golpes de risa, secos, precisos, propagándose en anchos ecos por el aire.
—Ahí lo tienes —dije yo—. Es el primero del año. ¡Brava puntualidad!
—¡Calla! —ordenó secamente. De nuevo la voz poética, elegante, sufriente, se extendió por la noche, apenas declamando lo que parecía su pesar con una contención exquisita. De lejos respondió otro canto. No se interrumpían uno al otro nunca. No se mezclaban. Era de una gran dignidad aquel permitirse el recitado entero de la estrofa.
—¡Qué altivez, qué soledad perfecta!
—¿Nunca oíste ruiseñores?
—Naturalmente, pero al lado de éstos eran como mirlos. Parecían trabajar para los observadores, como las hormigas de Twain. Los ruiseñores del sur están anunciados en las guías de turismo y parecen prestarse a tanta vileza. Estos son más sobrios, más orgullosos, menos divos. Cantan para sí; ruiseñores del arte por el arte —no me gustó aquella injerencia de las paradojas en un ínterin de belleza tan cierta, tan inocente, casi cruel.
—Hay momentos en que también tú hablas como si tuvieras espectadores.
—Naturalmente, naturalmente. Aunque no haya nadie. Yo soy siempre mi mejor público; pero no creas, nada fácil, nada tolerante…
Se oyó un crescendo de lamentos que iba abriéndose en espiral, prolongando las notas, como abarcando toda la cúpula nocturna.
—¡Ese animal va a morir! No se canta de esa forma si no es para morir.
—A veces caen muertos.
Después de una queja final, en la cima de la prodigiosa tesitura, el canto se rompió en seco, como acuchillado. Amadeo se quedo un rato en silencio, positivamente emocionado.
—¡Qué belleza, Luis! —exclamó tomándome una mano. Por primera vez le veía inferior a las cosas, como buscando ayuda—. No sé cómo podéis vivir entre todo esto, sin disolveros. Es peligrosa esta tierra.
—Ciertamente; vive tanto que no deja vivir —se volvió hacia mí, sorprendido.
—Resulta muy inteligente eso que has dicho.
—No me hagas caso. Son cosas que se me escapan. Muchas veces tengo que volver sobre ellas para entender lo que quise decir. Es como si me las «soplasen» al oído.
—Y a lo mejor es así.
Eran las dos de la madrugada. Bajamos del Montealegre, cogidos de la mano, en silencio. Comprendíamos, sin decirnos nada, que la menor palabra podría resultar inoportuna o excesiva. A la puerta de mi casa quedamos un rato mirándonos en silencio.
—Hoy me cuesta trabajo separarme de ti —dijo Amadeo, con la voz incomprensiblemente velada.
—¡No será por mi amenidad! Yo sí que podría decirlo. ¡Me enseñas tantas cosas!
—¡Amenidad, enseñanza! Horrendas palabras que me permiten despertar… Has hecho bien en decirlas, así puedo despegarme más fácilmente. Hasta mañana, a las tres, en el café.
Y dio la vuelta sin esperar mi respuesta y sin estrecharme la mano. Era la primera vez que se iba sin hacerlo.
Subí preocupado. Casi siempre, al despedirnos, Amadeo dejaba temblando en mis oídos conclusiones misteriosas; parecían mensajes de una interior desazón que yo no lograba esclarecer. Era como si me acusase indirectamente de algo.
En el cuarto de mamá había luz, circunstancia que ya me había extrañado otras veces, al llegar de mis nocturnas correrías, pero no entré para no exponerme a sus reproches. ¿Qué haría levantada a tales horas?
Me acosté y tardé mucho en dormirme. Repiqueteaban en mi cabeza las frases de Amadeo; sobre todo las más elusivas, las lejanas, las de menos sentido. Se oían los chorros de la Fuente Nueva tamborileando sobre el parche del pilón. Oí los primeros pregones matinales, que habían ido perdiendo su antiguo candor para trocarse en utilitarias melopeas…
Al día siguiente en el café, en los grupos de gentes letradas, —«los intelectuales», como empezaba a llamárseles— reinaba una visible excitación. Estaban constituidos por una mezcla de escritores, periodistas, profesores nuevos del Instituto y de la Normal y por todo género de lectores y de aficionados a las artes y a las letras, pertenecientes a la burocracia del Estado. Los poetas y escritores eran inéditos en su gran mayoría, y la base de su crédito era puramente referencial. De muchos de ellos, nadie había leído nada y todos los síntomas de su presunto genio se quedaban en chalinas y melenas, por lo cual les llamábamos «poetas bajo palabra de honor».
También asistían algunos de los viejos profesores y literatos que iban allí para no querer enterarse de nada nuevo y para refunfuñar de todo.
El motivo de la nerviosidad excepcional que aquel día los agitaba, era el concierto que a la noche siguiente —anticipándose en varias fechas a la anunciada, por circunstancias imprevistas en su gira— habría de ofrecer, en el Teatro Principal, la Orquesta Filarmónica de la Corte. Por vez primera iba a ocurrir en Auria un acaecimiento de esta naturaleza.
Los que habían asistido a esta clase de espectáculos, en la Capital, impugnaban ardorosamente el programa, motejándolo de «ramplón y provinciano». Pero los que nunca se habían visto frente a cosa semejante —yo entre ellos— hallábanse llenos de expectativa, y sólo el amor propio literario les impedía dar suelta a las preguntas que se les agitaban en el buche; pues el programa discutido por los que ya estaban «al cabo de la calle», incluía a los grandes dioses sobre los cuales, nosotros, los ignaros, apenas teníamos referencias biográficas: Mozart, Beethoven, Wagner… (algunos de los «enterados» pronunciaban Guañer).
Amadeo, que era un oyente muy versado y sensible (¡qué no sabría aquél!), defendió el programa con tan agobiantes argumentos que, en contados minutos, puso punto final a la discusión. Luego me habló, con abundancia y entusiasmo, de las obras que íbamos a oír. Su descripción del viaje de Sigfrido persistió más fecundamente en mi espíritu que la música misma, y la Séptima sinfonía tuvo en él un glosador poético y documentado.
Confieso que al entrar, la noche siguiente, en el teatro, me hallaba en un estado de desasosiego tan anómalo, que parecía miedo.
Acostumbrado a la música con un destino, lógica en su servidumbre, destinada al canto o a la danza, que desde niño había oído en templos, teatros de zarzuela o a la banda municipal, cuyas ejecuciones no iban más allá de las tandas de valses, pasodobles y selecciones de música de escenario, me desconcertó, al comienzo, la aparente arbitrariedad y albedrío de aquellas sobrecogedoras sumas de sonidos, con sus reiteraciones infinitas, sus minucias instrumentales, su fuerza y delicadeza increíbles, sin secundaria relación con nada, sin más objeto que el ser en sí mismas. Mas no tardé en caer en una especie de plenitud interior —en cuanto dejé de «querer entender»—, cuyo más acentuado deleite me venía, no tanto de las obras en sí, cuya unidad de relato renuncié a perseguir por imposible, sino de aquellos movimientos del conjunto, de aquella abundancia y matización del sonido, de aquella afinación que no parecía cosa de este mundo, especialmente el canto de las cuerdas tan perfecto, tan compacto y unido cual si se oyese un sólo instrumento de infinito caudal, y la autoridad, sin estridencia, de los instrumentos de viento que semejaban gargantas humanas y que, anteriormente, en bandas y capillas, me habían parecido siempre un poco ridículos o intrusos.
—Me parece que es la primera vez en mi vida que oigo la música —dije, en un intervalo, a Amadeo.
—Claro que es… Entre aquel ruido de que hablaba Napoleón, que tenía tímpanos de timbal de caballería, hasta esto, hay una serie de fragores intermedios que no son todavía la música, aunque mucha gente crea que sí. Sin duda, el oír es un aprendizaje como otro cualquiera. ¡Lástima que aquí tengas tan pocas ocasiones! Pero es ya de buen augurio ese color que se te ha puesto. No a todo el mundo se le cambia el ritmo respiratorio en su primer contacto con ese ser angélico que es Mozart.
—Sin embargo no lo entendí.
—Lo entendieron tus visceras, tus células. De ahí pasan las cosas, muy lentemente, a la conciencia, luego de una serie de destilaciones intermedias. Y si no pasan, tanto mejor para un poeta. Es mucho más poesía el indescifrable estado poético que los versos. Yo no escribo por eso: por precaución.
—Pero, ¿de dónde sacas tú que yo soy poeta?
—De ti.
Al comenzar el poco sostenuto de la sinfonía, Amadeo buscó mi mano y la mantuvo apretada en la suya. Antes del allegreto habló, muy divertido, de la pedantería local que aplaudiera dos veces donde no debía. Entre los equivocados, que se quedaron luego corridísimos, estaban dos de los que habían impugnado el programa en el café.
—Hay gente a la que el haber estado en Madrid cinco o seis meses, atiborrándose de chotis, de Aranceles aduaneros o de Geografía postal, deja irreconocibles para siempre.
Al terminar la sinfonía, Amadeo tenía la cara verdosa y la frente cubierta de sudor. Salimos al pasillo del «gallinero» y fumamos un largo rato sin decir nada.
—Ahora viene Wagner. No te preocupes por entenderlo, pues él mismo lo dice todo… y algo más. ¡Qué gran coleccionista de superficies! Sin embargo, no olvides lo que te expliqué sobre la muerte de Isolda. El amor vuelve a los hombres hacia adentro. De no haber existido las ancas de la Wesendonk nos hubiéramos quedado sin esta estupenda pregunta al sentimiento. En el arte romántico siempre asoma la nariz de alguien, o las ancas… Es igual.
Volvimos cuando estaban ya afinando. Me asombré de que hubiera en Auria tanta gente que supiese de música como para intervenir con tanto ardor en las discusiones, arriesgándose en tantas réplicas, loas o distingos. Lo tomaban tan a pecho y trataban del caso con tan confianzuda proximidad como si aquellos hombres augustos, separados de nosotros por siglos o decenios, fuesen sus amados padres vivientes o sus cotidianos enemigos.
Gozaba yo observando a mi tía Pepita, invitada por los Cardoso a su palco, con su aire de no entender nada ni importarle nada, en el que la acompañaban, con perfecta solidaridad, las otras, revirándose todas, agitando abanicos y perendengues en los intervalos y sosteniendo, durante los ardores wagnerianos, el mismo aire pensativo, lánguido como de retrato, que habían adoptado para todo el programa. Los Cardoso mantenían su aspecto de familia real enlutada y se consultaban con los ojos para terminar los aplausos exactamente con el mismo número de palmadas.
Mis hermanos se hallaban en las primeras filas de butacas, tan cogidos del brazo y prendidos del mirar que me dio vergüenza.
No se movieron durante todo el concierto, no miraron a nadie; Eduardo no salió en ningún momento. Estaba en Auria desde hacía tres días, en una de sus «escapadas», como él decía con intención graciosa que casaba muy mal con su aire adusto y reservón. Cada vez que volvía de la Corte venía más vestido de persona mayor y hablaba con voz mas hueca. Debía de ganar un gran sueldo, pero en casa no se notaba. Al contrario, de vez en cuando se llevaba alguna «chuchería», como él les llamaba para restarle importancia: una miniatura, un reloj antiguo o un grabado «para tener contentos a los jefes». Una vez que le encontré tomando las medidas al bargueño de mamá, le miré de tal modo que no volvió a posar los ojos en él.
Salimos del concierto deseosos de aislamiento y soledad. Yo advertía que acababa de cruzar el umbral de algo que iba a tener radical importancia en mi vida. Sentía una grata levedad corporal y estaba excitadísimo, con muchas ganas de decir algo, pero no sabía qué.
—¿Qué te pareció? —dijo Amadeo, cuando llegábamos al café de la Unión.
—¡Sublime! —me quedé pensando en aquella ramplonería, pero no me fue posible dar con otra palabra. Tomamos chocolate, salimos de allí cerca de la una y caminamos al azar, dejando andar los pies a su antojo. Hacía calor. Cruzamos el barrio de las fuentes termales, llamadas las Burgas, envuelto en un vapor gris con olor ligeramente sulfuroso. Al final de la calleja, en el gran lavadero, más de medio centenar de mujeres, como transfundidas en aquella bruma caliente, armaban la cháchara y el canturreo, golpeando la ropa y moviéndose como fantasmas a la luz pitañosa de las escasas ampollas eléctricas metidas en rejillas de alambre, llenas de telarañas. Cruzamos por el puente del río Barbaña y ascendimos por la colina frontera. Nos detuvimos en lo alto, bajo un soto de robles. Asomaba tras la montaña la luna como un lento balón pulido, dejando en sombra el lugar donde estábamos, y lanzando sus haces sobre el panorama de la ciudad. Me di cuenta, por vez primera, que desde allí debían de tomarse aquellas vistas que luego se vendían en postales dobles: «Auria: Vista general». Brillaba la ciudad con sus cubos pétreos embadurnados de plata agrisada.
Amadeo se soltó a hablar como tomando la conversación por el medio. Devolvía la música en palabras perfectas. Yo le escuchaba recostado en su voz, tibia, envolvente. ¡Qué pasión, qué ímpetu ponía en cuanto iba diciendo! Sin duda, aquélla era su verdadera vida. Comprendí, de pronto, aquel aire de despertado con que acogía mis preguntas respecto a las cosas del diario azacaneo: a su familia, a su «porvenir». ¿Qué tenían que ver con él aquellas cosas?
Su voz poseía la sabiduría innata de los tonos, la ciencia de la penetración, de la intención al margen de las palabras.
Frente a aquella réplica de estaño con que la ciudad reflejaba el entusiasmo de la luna, la catedral se esfumaba en el conjunto, aplastada por el mando uniforme del color. Hubo un momento en que quise contarle a Amadeo mis viejos terrores y conflictos. Él los entendería como nadie, mejor que yo mismo. Mas ¿para qué iba a enajenarlos, a vaciarme de aquellos recuerdos que eran lo más mío, lo único mío de mi infancia? Eso era exactamente lo que más temía de Amadeo. Tenía sobre mí tanto poder que nada le costaría dejarme sin mí en cuanto lo desease. Pero ahora no era un poder mágico ni una misteriosa tiranía. Allí estaba a mi lado, recostado en el césped, fuerte y vital, como esas estatuas yacentes que están desmintiendo con su vida al sepultado bajo ellas. Estaba a mi lado, con los tibios palpos de su voz; con la fulguración de su espíritu que iluminaba sin deslumbrar; con aquella vida que dejaba vivir, que ayudaba a vivir.
Envuelto en la secreta fuerza del sitio y de la hora, me sentía como perdido en un placer que no sabía ya si era del alma o de los sentidos. Ni me di cuenta de que Amadeo también había callado.
—¿Y tú qué piensas hacer? —exclamó, bruscamente.
—¿Cuándo, ahora?
—No, no; en la vida; en eso que llama mi noble padre, con frase terrible, «las obligaciones de la vida».
—Ah, no sé. ¿Y tú? —inquirí a mi vez, un poco asombrado por la injerencia de tales cosas, tan fuera de su costumbre en nuestros coloquios.
—Pues mira, tampoco lo sé. Mi honrado padre quiere que me prepare para unas oposiciones a las Carreras Especiales del Estado, ¡ese horror! Figúrate tú, yo de telegrafista en Tenerife, discutiendo con mis camaradas sobre las leyes de Canalejas o sobre el puterío local.