Desde hacía unos años, en las planas de los periódicos y en carteles multicolores fijados a los vetustos muros de Auria, comenzaran a aparecer los anuncios de las compañías de navegación. Destacábanse en ellos, con su gracioso exotismo, los nombres de las ciudades de América, que, de este modo, dejaban de ser simples menciones geográficas o motivos fabulosos de la exageración indiana, para trocarse en realidades, casi al alcance de la mano: «Viajes directos a Veracruz y Tampico», «Línea de navegación a Pará y Manaos», «Líneas directas a Río de Janeiro, Santos, Montevideo y Buenos Aires».
En tales carteles la tentación se plastificaba, además, en unos gallardos buques de varias chimeneas, empenachadas de humo y orgullosamente inclinadas hacia atrás como por el ímpetu de la marcha; con las proas afiladas, partiendo en dos las ondas de un mar muy azul, navegando cerca de una costa luminosa en la que un jinete agitaba un gran sombrero de paja desde un boscaje de palmeras. Había otros con buques negros, de una sola chimenea, aunque de aspecto muy poderoso, recalados en puertos que tenían por fondo ciudades enormes y blanquísimas. Con todas estas incitaciones y la apertura de las agencias de embarques, que daban a los viajes de ultramar, rescatados de la apariencia de su riego legendario, el aspecto de una fácil excursión, muchos emprendían lo que resultaba luego durísima aventura, estibados en siniestras calas, comiendo bazofia extranjera y cayendo en manos de traficantes de hombres, al margen de toda aquella protección que prometían las lindas y patéticas declaraciones constitucionales de las repúblicas del Nuevo Mundo.
Aunque todo esto se sabía, veíamos en ello una esperanza, sobre todo los que teníamos por delante un destino incierto, los que no queríamos caer en los mataderos de la guerra africana o dejar los pulmones en los nuevos talleres y fábricas que, dimisores de la antigua artesanía patriarcal, venían a ofrecer al trabajador las brutales formas del desgaste y de la extinción en manos de recientes técnicos, con alma y procedimientos de cabos de vara, que iban convirtiendo al oficial en proletario y al maestro en capataz, trocando la anterior resignación, casi gozosa, del trabajo, admitido sin protesta en razón de su propia fatalidad, en algo abstracto y desalmado; los salarios insuficientes respecto a las nuevas condiciones de la vida; los campesinos estrujados por un ciego sistema impositivo, elaborado en la Corte por mentes esquemáticas que no tenían la menor idea de la realidad económica regional; el desvalimiento de las manufacturas tradicionales que iban siendo abandonadas antes de que se creasen los medios para adquirir los productos ofrecidos por la industria masiva y mecánica nacida en torno a las urbes de reciente creación o ensanche… Todo ello, junto al mal ejemplo de los nuevos indianos, que volvían con sus relucientes centenes de oro y su aire despreocupado y juerguista, lograron que «la sangría emigratoria del pasado siglo se convirtiese en irrestañable hemorragia», como decía un periódico local, y que adquiriese proporciones de catástrofe. Sobre un fondo de costumbres casi atávicas que consideraban el paso a Indias como una solución cuando todas las demás fallaban, las nuevas incitaciones, ayudadas por una época de transición que el mundo imponía a un país retrasado en relación con la marcha del continente, eran motivos más que bastantes para que algunos viesen, al margen de su interpretación milagrera, la evasión emigratoria como la única salida de tanto callejón murado. A ello se añadía, para encandilar aún más las imaginaciones, la invitación a la vida libre, considerada proverbial en América, y la nivelación de las posibilidades, tan difícil en aquella ciudad rutinaria.
El aspecto religioso de la vida en Auria había pasado a términos muy secundarios, y la lucha, tan denodada en años anteriores, había ido cediendo. Ya no se interpretaba como una escandalosa alusión el ser de los de «la cáscara amarga», y, por el contrario, se juzgaba de mal gusto, entre los jóvenes, tanto el mostrarse belicosamente beatos como el militar entre los tragafrailes, demagogos y pintorescos herejes provincianos. Los que habíamos sido educados en las prácticas religiosas cumplíamos con sus preceptos, aunque sin ningún género de especial fervor ni mucho menos derivando de ello consecuencias políticas. Y en mi caso particular, ni aun eso, pues mis asistencias al templo, más que originadas en la militancia de la fe, obedecían a las fluctuaciones de mi humor. Tenía rachas devotas y períodos de total abandono; pero sin dramatismo, sin alternativas de acción y reacción, en la misma línea de discontinuidad que me acercaba y me separaba de tantas otras cosas, de mi madre incluso. Por otra parte, mis aficiones arqueológicas y mis estudios, un poco a la buena de Dios, sobre las épocas resumidas en la varia arquitectura del templo habían ido reduciendo la esfinge catedralicia a las razonables proporciones del conocimiento; aunque, a decir verdad, en el fondo de mi ser, sofocada, mas no acallada, seguía estando viva aquella tendencia a responsabilizarla por todo cuanto de injusto, insólito o negativo sobrevenía, sobre la indefensión de mi vida. Comprendía que aquella atribución supersticiosa, animista, no era más que una infantil reminiscencia, pero no podía —aunque mejor sería decir, profundamente hablando, no quería— desprenderme de ella; sería como tener que encararme con una responsabilidad tan brutal que hubiese terminado lanzándome a la nada. Con todo, mi uso espiritual del templo, sustituido ahora, en cierto modo, por su estético disfrute, era más calmo, más regido por la voluntad.
De estos sentimientos confusos participaba también el tono de mi religiosidad. En mi creciente y lúcido contacto con los espíritus informados, admitía, con cierta irónica tolerancia, todas las paradojas y salidas de cauce que constituían las formas de discusión y diálogo entre los inteligentes de aquella época; mas cuando el agresivo galimatías entraba en el terreno hondo de la fe, me callaba, celando mis convicciones o su borroso espectro, del mismo modo que en años anteriores escondía el secreto de mi relación íntima con el cuerpo de la catedral.
No obstante, esta dramática fluctuación entre la excitación y el tedio, entre lo afirmativo y lo inseguro, de mi vida interior me privaba de toda actividad externa y no me dejaba mirar, cara a cara, hacia el futuro inmediato cargado de sombras. Había días en que la angustia me hubiera hecho gritar por las calles y en cambio otros me los pasaba como mecido en una arrulladora estupefacción hasta la que me llegaba un eco asordado de reproches. Mis estados de ánimo tenían mucho que ver con el girar de las témporas: las primaveras con su repentina suntuosidad, los veranos con las vacaciones en la aldea; el otoño, lento, tibio, con su final subitáneo, al bajarse el telón de las lluvias de octubre, y el invierno, con sus días de diez horas de claridad plomiza, sus campanas de larguísimo son, como perpetuamente de difuntos…
Al irrumpir en mí esta trabajosa adolescencia, me encontré, de pronto, situado entre el desenfreno de las cosas y de los seres, ya mucho más que como espectador, como protagonista. Me sentí más desarraigado de la introspectiva soberbia, para sumarme, para sumergirme, como en una danza sagrada, en un ritmo más general de ansias y repulsas.
Al comienzo de los gozosos paseos nocturnos en la Alameda, que duraban todo el buen tiempo, descubrí, un día, de pronto, las miradas de otras vidas flotando en el aire, llenas de sentido, de comunicación. Las descubrí también en mí mismo. Me sentí en poder de una expectación que ya no nacía de mí, sino que me poseía, que me venía de todo: de los seres y de las otras presencias del mundo que se me mostraban con repentina solidaridad.
¡Qué dulce e inextinguible gozo aquel estrenarse del alma en cada cosa, transformada en posible fuente de amor; en la transmutación de los seres y de los objetos, desde una relación rutinaria o fatal a la libérrima decisión que me permitía crear mundos interiores con aquellos fragmentos! El hallazgo y adopción del ámbito eran una gloria para el alma y para los sentidos, con la condición, casi divina, de ser yo mismo el punto concéntrico, el posible proyecto, la incitación, la ordenación de aquel caos suave en cuya abundancia podía hundirme con sólo desearlo para absorberlo, para reconstruirlo sin descanso, como en esos sueños semiconscientes donde la fantasía puede disponer, dirigir. Eran todas las formas, sonidos y colores ofreciéndoseme, en lentas apariciones, en descubrimientos morosos para que mi voracidad se lanzase sobre ellos, flecha yo mismo, ansiosa, insaciable, acudiendo a cada instante de la temblorosa solicitación… El lento cabeceo de los árboles, el gran río con sus escamas de brisa, la nevazón amarilla de las acacias, el sesgar de las golondrinas por el aire renacido a fruición y luz, el tibio olor a lilas al volver de una calle, desbordadas de un muro; las perspectivas desencantadas, la primera luna de mayo con su andar procesional, su tristeza sacra, su fuego azul entre los pinares, eran cosas que me llevaban hasta el llanto, hasta un contento que parecía entrarme por los límites del cuerpo, empapándolo de una embriaguez desconocida. Faltaba que todo aquello se argumentase en torno a otro espíritu con quien compartirlo, con quien sufrirlo y gozarlo…
De estos días viene mi amistad con Amadeo, que era otro deslumbrado, aunque entre lo que constituía en él su verdadero y limpio ser y la suntuosidad declarada de su espíritu, se interpusiese una especie de ángel aduanero, pertrechado con las más eficaces armas de la versación y también del cinismo. Cuando le conocí estaba aún en la incitante categoría de forastero. Un forastero era siempre para nosotros la posibilidad de confrontarnos con un alma distinta, oreada, sorprendente.
Era Amadeo uno de esos muchachos de patria administrativa, nacidos al azar de traslados y permutas. Tenía hermanos extremeños, vascos y marroquíes. La patria chica de todos ellos la había determinado el escalafón de la Tabacalera, en la que su padre, nacido en Auria, de la excelente y vieja familia de los Hervás, había venido a desempeñar un cargo de importancia. Luego de haber paseado su inadaptación por media península, cumplió con ello el acariciado anhelo de toda su vida burocrática.
Amadeo era alto, armonioso, triunfal. Tenía el pelo tan rizado y brillante como el de un mulato presumido y ojos audaces de muy oscuro azul. Su andar era lento, acompasados los ademanes, y su vestir cuidadoso, casi afectado. Nos conocimos de lejos, en el café, y durante muchos días nos miramos, allí y en las calles. Andaba siempre solo, con un libro en la mano, y alguna vez me crucé con él en una carretera o en la vereda de un monte, donde casi nos saludábamos con los ojos, pero sin hablarnos. Yo sentía grandes deseos de ser su amigo y confiaba en que la casualidad, que en Auria revestía formas casi matemáticas, nos pondría algún día en contacto. Sin duda, era también de los irregulares y rebeldes, pues no le veía estudiar en ningún centro y además trasnochaba sin objeto, como yo, como otros, tal vez por el mismo deseo de sentir en la libertad la plenitud del propio gobierno, sin la autoridad o la curiosidad de las gentes sobre nuestros pasos, sobre la indeterminación tan grata de esos mismos pasos… Una de aquellas noches me lo encontré, acodado en el pretil del alto puente de Trajano, con la vista fija en un punto del firmamento. Era un lugar bastante obscuro, y, más que verlo, lo adiviné por el alboroto de su pelo ensortijado y la dignidad de su perfil, que se destacaba contra el resplandor de las lejanas ampollas eléctricas, a la entrada del puente. Pasé una y otra vez, para cerciorarme, y también un poco intrigado por lo que allí estaría haciendo.
—¡Hola! —me dijo, con toda espontaneidad, al pasar por tercera vez y cuando iba dispuesto a seguir mi camino. Su voz era cálida, rica de intimidad, muy suave, sin dejar de ser varonil, tal vez demasiado grave. Yo me acerqué.
—Estaba tratando de ver quién era el otro extravagante que se queda de noche mirando a las estrellas. Me alegro de que sea usted.
—Pero nada de romanticismo, pura curiosidad científica —su acento denotaba la forastería y podía ser clasificado entre lo que entendíamos en Auria como habla madrileña.
—¿Curiosidad científica, en Auria? ¿Y trato directo con sus cosas, aquí?
—Un cometa no elige sus puntos de observación, afortunadamente para los pobres de este bajo mundo. Apenas si nos van dejando las diversiones estelares —hablaba con sorprendente fluidez y manejaba un lenguaje rico, dócil y tan bien armado que parecía escrito—. Pero dime la verdad —añadió con espontáneo tuteo—; te paraste aquí sabiendo que era yo, para hablarme, ¿no es así? —inquirió, ofreciéndome un cigarrillo.
—Sí, es verdad. Hace tiempo que tengo ganas de tratarte, ya lo habrás notado; pero en este indecente poblacho no existe el hábito cortés de las presentaciones. (Era una de nuestras estratagemas, para congraciarnos con los forasteros, el hablarles mal de la ciudad donde los suponíamos mortalmente aburridos).
—Yo también me fijaba en ti. Tienes una cara y un «alunamiento» muy particulares… Pareces uno de esos muchachos muy elaborados, muy atormentados, muy «hechos», que se encuentran en las grandes ciudades. ¿No eres poeta, por casualidad?
—No, no, de ningún modo.
—¡Hay cosas peores!
—Por las muestras que aquí tenemos deben de ser muy pocas. —Nos echamos a reír de buena gana.
—Bueno, pues a ser amigos —me tendió la mano con un gesto simple y afectuoso.
—¡Cuándo las cosas están de Dios! —nos reímos de nuevo de aquella expresión del beaterío local—. ¿Seguimos o te quedas?
—Vamos a sellar esta amistad a varios millones de kilómetros… Mira hacia allá —nos acodamos en el pretil y señaló un punto del firmamento, hacia el oeste—. ¿No ves allí… como una nubecilla luminosa, como una pluma…?
—No veo nada.
—Sí, hombre —me cogió la cabeza y me la hizo girar suave mente en la dirección de su índice. En medio del fresco de la noche sentí el calor de su cuerpo saliéndole por la manga que rozaba mi oreja.
—Allí, allí, como un alfanje mal hecho, como derritiéndose, entre aquellas tres estrellas grandes.
—¡Ah, sí! ¡Qué hermoso! Yo creí que había pasado aquella noche de jolgorio en que la gente esperaba el fin del mundo en las tabernas. Es muy pequeño…
—Figúrate, la distancia. Además ya está un poco bajo; deben de ser las once. Mañana, a eso de las diez, lo verás mucho mejor; hay norte y estará el cielo como un cristal.
—Volveré y me explicarás…
—Sí, a uno no le queda mal retroceder de vez en cuando hacia la instrucción primaria… Todos los déficit de nuestra cultura nos vienen de la falta de instrucción primaria. Te propongo que lo veamos desde los altos del Montealegre: de paso oiremos los primeros ruiseñores, que deben de estar llegando, si no están aquí ya —efectivamente, era una costumbre de Auria el ir a esperar los primeros ruiseñores a mediados de aquel mes, por la noche, a las afueras.
—¿Cómo sabes tanto de este pueblo?
—¡Oh, llevo aquí años de años, ciclos, edades…! Mi padre es un enamorado de su ciudad natal y he crecido en su adoración, regándome con su dulce nombre… Desde que nací. Yo soy africano, de Tánger, que es una forma muy llevadera de serlo… Mi infancia es la protesta de mi padre contra aquellos solazos, contra aquellas tolvaneras, en defensa de estas brumas y musgos. Además es poeta, por añadidura. Sería como para haberle aborrecido si no pusiese tanta alma en su morriña. Por otra parte, la comprobación no resulta del todo negativa. Ya veremos la gente; el inconveniente de todos los edenes son los bichos… —daba gusto oírle hablar con frases tan rápidas, tan inesperadas, tan de libro. Yo jamás había oído cosa semejante y no me atrevía a contestarle—. Mi padre es «el» Hervás, como decís aquí, administrador de la Tabacalera. Un día, paseando con él, te vi. Ya sé que te llamas Luis y que eres de la familia de los Torralba.
—De los «locos Torralba», te habrán dicho.
—Mi padre, no. A pesar de ser poeta, nació dotado de una seriedad completamente administrativa, que refluye tristemente sobre sus sonetos y décimas, claro es. Pero otros sí me lo han dicho. De los «locos Torralba» —repitió sin énfasis, sin darle ninguna importancia a aquella filiación deprimente.
—¡Buena información y rápida! —comenté.
—¡Hombre! Aquí pegas el oído a una piedra y te cuenta la historia de la ciudad, desde que fue extrema oficina y punto termal de romanos aburridos hasta los próximos cien años.
—¡Imagínate cómo será la gente!
—Peor que las piedras, pues la gente añade…
¡Cómo hablaba! Se veía que llegaba del mundo. Sin embargo, pronto pude comprobar que su implacable inteligencia no ofendía ni restaba nada a su cordialidad, a su contagiosa simpatía. No obstante, sería algo difícil quererle, defendido como se mostraba con aquella brillante armadura mental. Su corazón no estaba, se veía, librado a ningún descuido, supuesto que le acordase a la metafórica viscera la importancia de quienes vivíamos en aquellas brumas, insumidos en nuestra propia substancia. Mas, a pesar de todo, su espléndida sonrisa no lograba borrar una cierta tristeza, o tal vez desconfianza, de sus ojos, que la noche hacía ligeramente morados. En contraste con mi nerviosidad y mi aturdimiento, su mirar largo, apenas sin parpadeos, su dominio y la gracia, un poco gatuna, de sus ademanes, le daban una prestancia de lejanía, de superioridad, de autoridad y quizás de una sombría y trabajosa ternura. Aquella noche tuvo momentos de pasmosa turbulencia verbal, unidos a la más natural y angélica poesía. En la adolescencia se descubre gente así… Luego parece esconderse para siempre en los harapos de la vulgaridad. Esa debe de ser una de las causas de la tristeza de la vida. Uno se va cansando de buscar y de no hallar; y cuando ya no se busca es que se está maduro para la renunciación y el tedio; es decir, para la muerte.