CAPÍTULO III

No recuerdo haber tenido, anteriormente, un disgusto mayor con mi madre, ni jamás pensé que semejantes palabras pudieran haberse cruzado entre nosotros con un motivo de tan remota importancia como era la falta o la travesura de un sirviente. La verdad es que ambos habíamos cambiado mucho. Mi carácter se iba perfilando entre los extremos de una parsimonia irónica y unas descargas de agresividad verbal que, ciertamente, no desmentían mi casta paterna. Por su parte ella tendía a no vivir, a postrarse, a renunciar a toda especie de interés por las cosas y por las personas. Se dejaba ir a remolque de los acontecimientos, escasa de palabras y poseída de un creciente humor acedo. Este proceso la iba haciendo centrarse en la exageración de los que habían sido los mejores rasgos de su carácter que, al desproporcionarse, trocábanse de virtudes en defectos. Su valentía se había hecho cinismo y su parquedad se iba pareciendo a la hurañez. En suma, podría decirse que se había masculinizado. Por otra parte, no era lícito oponérsele, pues ello le traía consecuencias que se reflejaban en su salud cada vez más quebrantada. Esto sucedió aquel día en su reprimenda a Blandina. Yo me metí de por medio quitándole de las manos a la criada, que lloraba a desbautizarse, al verse sacudida e increpada. Mamá se quedó sin saber qué decir ante aquella audacia y yo remaché la cuestión advirtiéndole:

—Si continúas con ese genio y, lo que es peor, con esas palabrotas, me iré de casa.

—¿Te atreves a soltar amenazas? —dijo, temblando de ira.

—Ya sabes que yo no amenazo; hago, sencillamente.

—¡Eres bien hijo de tu padre! Bravatas y más bravatas… Haz lo que te dé la gana, yo no pienso cambiar. ¿O es que ni me dejáis el derecho a ser como soy? Aun para sufrir tengo que hacerlo a vuestro gusto…

Empezó a flaquearle la voz, y yo, temiendo que le diese una crisis de llanto, bajé, sin añadir nada, al piso de las tías. Ni aún ahora, que lloraba por cualquier motivo, podía acostumbrarme a sus lágrimas, que, además, ya no eran el blando fluir silencioso de antes sino las compañeras lamentables de sus gritos y de sus descompuestos ademanes. A pesar de que nuestra separación se iba haciendo cada vez más honda, tenía verdaderos raptos de ternura hacia ella, pero se frustraban, apenas nacidos, contra su frialdad y su tono amargo. Era evidente que no había podido superar las injusticias de su vida sin perder el gobierno de sí, cediendo, al fin, al desmoronamiento de su integridad. Por ello también su belleza, que más que perfección física había sido emanación graciosa de su equilibrio interior, se iba desdibujando día a día. Adelgazó extremadamente y se cargó un poco de hombros; sus ojos habían perdido aquella honda opacidad, que los hacía tan dulces, para tornarse inquisitivos, hirientes. No quería ver a nadie de su clase, y su vieja manía de tratar con gentes moralmente proscriptas e irregulares había dejado de ser un simbólico desquite contra la gazmoñería ambiente, para caer en un hábito maniático y molesto, pues a toda hora venían a casa comadres que le traían cuentos, y mujeres obreras de mirar directo, casi desvergonzado, que tomaban parte activa en algaradas y huelgas y que llevaban las banderas de los gremios en las manifestaciones del Primero de Mayo, por lo cual eran motejadas de ácratas por la gente fina y de pendangas y machorras por la plebe. Sólo en estas cosas podía hallar mi madre, si no la calma, al menos la distracción, y en el estarse, horas y horas, sentada al lado del lecho donde la pobre Joaquina, casi por completo tullida, iba dando su lento adiós a este mundo.

Mis dos tías, como ya dije, relegadas a la inactualidad y al desuso luego de la relativa actividad y el pacato uso que de sus vidas hicieran, iban cayendo en una languidez que las hacía más humanas y comprensivas para las flaquezas de los otros, como si quisieran nivelar con ello la poca indulgencia que tuvieran para con las propias o con la remota posibilidad de haber cedido a ellas. También habían envejecido repentinamente. Tan sólo Pepita reñía la batalla por los tiempos y la iba ganando. En los debates que tuvo con sus dos hermanas sobre modos y modas, éstas parecieron consumir sus finales energías y mi madrina cobrar nuevos arrestos. También era verdad que los nuevos tiempos habían dilatado la vigencia de las edades; y así, los jóvenes, lo eran durante un plazo mayor y la madurez había alejado sus límites; con lo cual la tía Pepita había decretado que sus cuarenta y tantos —los tantos seguían discretamente embozados en el misterio— no eran como para echarse una papalina o un manto por la cabeza y para empezar el merodeo de un santo que asegurase la salvación eterna. Contribuían también a levantar su espíritu y a esponjar sus carnes las nuevas lecturas, que nada tenían que ver con aquellas resmas de prosa por entregas, que habían constituido el inadecuado alimento sentimental de su cálido temple de morena, apenas contenido por los convencionalismos. Con todo ello y con la nueva costumbre de dar largos paseos, a pie, por las afueras, su salud había mejorado grandemente; y algunos días, digámoslo con apropiada frase literaria, su otoño valía más que muchos estíos y que no pocas primaveras…

Aunque yo no quería enterarme de nada, no ignoraba que las finanzas de mi familia se habían ido resintiendo hasta una extrema gravedad, a causa de las demandas de mi padre, que seguía viviendo su vida absurda, y de la acumulación de deudas e intereses que ya hacía tiempo devoraban, con exceso, todo cuanto la renta producía, desgajando en ventas de apuro, farfulladas por el tío Manolo, lo mejor del capital. Tuve un grave disgusto cuando supe que las tías cosían, bajo cuerda, para las mejores familias de Auria, a fin de ayudarse. Yo me sentía incapaz de reaccionar, y lo único que hice fue dejar, de la noche a la mañana, los estudios y entregarme a solitarios paseos por las montañas y bosques cercanos.

Mi hermana María Lucila se había convertido, a la vuelta de unos meses, en una mujer hermosísima, con el casco espeso de su pelo castaño, sus ojos verdes y osados y su tez blanca y mate. La hacían aún más atrayente su desdén por las cosas que preocupaban a las muchachas de su edad, su distinción e independencia, y su aire de tranquila formalidad, como quien ya se halla de regresó de las experiencias del mundo. Caminaba y se movía con altivez y gracia, como modelada, a cada paso, por las manos del aire. Cuando hablaba lo hacía con seguridad y riesgo, sin detenerla tema alguno, por vidrioso que fuese, y se oía resonar en sus palabras la audacia y, por veces, la autoritaria pedantería de las réplicas de su hermano.

Eduardo permanecía en Madrid, estudiando la carrera de Ciencias y viviendo por sus propios medios. Desempeñaba un cargo demasiado importante para su edad —andaba en los dieciocho años— en la oficina de unos ingenieros belgas, contratistas de grandes obras, a causa de su versación en los más difíciles cálculos matemáticos. De vez en cuando hacía una escapada a pasarse unos días en Auria. Mientras estaba su hermano, María Lucila parecía revivir con una alegría tan inmediata que, a pesar de poner todos sus esfuerzos en disimularla, no dejábamos de advertirla y de sorprendernos. Parecía otra, con sus ojos enternecidos y sumisos, y la acentuación repentina de todos sus afeites y modos de vestir. Desde que Eduardo llegaba apenas permanecían en casa; todo se les volvía visitas o paseos por las montañas y a lo largo de los ríos, pues según él afirmaba, venía siempre ávido del paisaje natal. Un día, en la mesa, María Lucila afirmó que «en los últimos cinco años sólo lo había visto en total unos ocho meses», lo cual era cierto; pero no por ello dejó de extrañarme cuenta tan cuidadosa y, además, el acento de amargura con que lo dijo, y el aire de excusa con que él la miró.

Del tío Modesto llegaban muy malas noticias. Después de un tiempo de violencias e indisciplina, que le habían hecho pasar casi dos años en las celdas de castigo, había caído en una especie de insensibilidad imbeciloide que tenía muy preocupada a Obdulia. Además, su antiguo mal de orina se había agravado hasta dar en una incontinencia poco menos que perpetua. Cada vez que la barragana aludía al envejecimiento de su hombre se echaba a llorar y afirmaba «que más valdría que nunca le volviésemos a ver». A mí tales noticias me producían pena, pero formaba parte de mi propio embrutecimiento el no hallar un momento para escribirle —al fin yo era el único descendiente legítimo de su casta— dándole ánimos para sobreponerse a su abatimiento.

A raíz de una pulmonía que le tuvo casi en las últimas, Obdulia determinó confiar las heredades de Modesto a manos honradas y seguras e irse a vivir a Ceuta, para estar cerca de él. Y así lo hizo. Apenas venía en las épocas de las faenas principales a ordenar las sementeras, vender el vino y los animales, y cobrar foros y rentas.

Eucodeia, sin más méritos que su pésimo latín y sus barbaridades desde el púlpito, había cazado la mitra de Londoñedo, merced a los oficios de su hermano, profesor de los infantes y hombre de gran metimiento en la Corte.

Don José de Portocarrero no salía de su casa, fulminado por un ataque que le dejó sin movimiento todo el lado derecho, casi sin vista y con la lengua de trapo. Muchas veces tuve ganas de ir a verle, pero tampoco pude reunir la voluntad necesaria, aunque me culpaba, con íntimos reproches, de mi ingratitud.

Mi existencia de parásito se reducía a dar largos paseos por las afueras y a devorar, uno tras otro, sin discernimiento alguno, los estantes de la Biblioteca Municipal fundada por mi abuelo. Los absurdos libracos que habían nutrido su noble espíritu fue lo primero que empecé a leer; mas al poco tiempo retrocedí desencantado ante aquella jerga universalera, seudocientífica e innocua; aquella materia pueril, ambiciosa y contradictoria, entre la que no tenía lugar la literatura de invención, ni la gracia del mundo lírico.

Por aquel entonces empecé a frecuentar el núcleo de los nuevos intelectuales, tan distintos de la candorosa condición de los Tarántula, y de aquellos progresistas decimonónicos, blasfematorios de casino y sabios de rebotica, llenos de generosa y artificiosa pasión por la Escuela y por la Higiene, creyentes del mito de la Electricidad, oficiantes en el ara de la Locomotora:

Velahí ven, velahí ven, tan houpada

tan milagrosiña, con paso tan meigo,

que que parece unha Nosa Señora,

unha Nosa Señora de ferro.

Tras dela non veñen

abades nin cregos;

mais vén a fartura

¡i a Luz i o progreso!

… que a máquina é o Cristo

dos tempos modernos[24].