CAPÍTULO II

Blandina entró muy temprano a traerme el desayuno, con aquella cara reluciente, y aquel pelo estirado y húmedo hasta formar una sola superficie dorada y brillante, recogido en dos rodetes de trenzas, que dejaban al aire las orejas bien modeladas y la nuca blanquísima, tibia y levemente avellocinada. Se inclinó para poner sobre mis rodillas la bandeja y, al igual que otras veces, sentí un aceleramiento de la respiración al ver la rampa inicial de sus senos briosos, apretados bajo la chambra como dos palomos. Ella se puso colorada al advertir la dirección de mis ojos, esta vez más insistente y voluntaria que otras. El contacto con los usos de la ciudad no le había hecho perder del todo su recia planta de montañesa, sino que le había ido superponiendo unos ademanes que ella adaptaba a la condición de su raza, refinando el parecer sin renunciar a lo esencial. Había ido creciendo de zagala a moza cumplida sin perder nada de la sanidad del cuerpo ni del alma, sino dulcificándose de ambos, siendo más suaves sus hablas, más armonioso el compás de su andar, más gobernados y vivos sus gestos, más directa su mirada azul… La anterior risada montaraz, viniera a sonrisa en sus labios gordezuelos y pálidos; y los colores, antes refugiados en lo alto de los cachetes, en preciso redondel, como de carmín pintado, habíanse ido extendiendo y suavizando como diluidos en la blancura mate del rostro. Además, desde la creciente invalidez de Joaquina, que obligaba a la anciana a irse desprendiendo, lenta y forzosamente, del trabajo, como quien se escurre de la propia vida, dos asistentas, una de cocina y otra de limpieza, venían diariamente a ayudar a la joven en los trabajos de la casa, con lo cual el cuerpo y las manos de la joven se beneficiaban al serles evitadas las tareas inferiores.

—Entonces te espero a la vuelta del Jardín del Posío, en la Fuente del Picho. No tardes —le dije.

—No, allí es demasiado lejos y podemos perdernos con tanta gente como irá.

—¿Qué hora es?

—Las seis.

—¿Por qué no salimos juntos?

—Hay que andar con cuidado, pues me parece que tus tías Lola y Asunción también van a ver la muerte, desde el mirador de la finca de los Eire.

—¿Y la madrina?

—¡Dios nos libre, ella viendo esas cosas…! Además, llega hoy, en el tren de las nueve, el catalán y no le vendrá mal quedarse sola.

—¿Qué catalán?

Blandina se puso a carraspear, confundida, recogiendo los enseres.

—¿Qué catalán? —insistí, deteniéndole las manos.

—¿De cierto no sabes nada?

—No.

—Bueno, después te contaré. Date prisa. Te espero en la Fuente Nueva —y dejó allí el capacho de la compra, en la panadería de la Maica.

Un río interminable de gente se encaminaba hacia el campo del Polvorín. Mucho antes de llegar ya tuvimos que acortar el paso, y terminamos por meternos a través de unas viñas y por vadear un arroyo descalzos. Blandina concebía estas operaciones con rapidez y decisión de montañesa, cruzando los surcos sin dañar las sementeras y saltando ágilmente las paredes que se oponían a nuestro camino de atajo. Mas tampoco así pudimos entrar ya en el campo de la ejecución. Retrocedimos, para coger el camino de la Sila, entre altos paredones que cercaban las viñas, y gateamos por las junturas de las piedras de uno de ellos hasta encaramarnos a una heredad. Pegaba ya duro el sol a aquellas horas, y a nuestro paso por los senderos del huerto huían las lagartijas y las graciosas «margaritiñas», como movedizas gotas de lacre. Cuando llegamos a la parte frontera, nos encontramos frente a otro paredón bastante alto, tras el cual se oía un espeso rumor de muchedumbre. El muro era de cantos rodados, nivelados con argamasa. Blandina midió con la mirada su altura e hizo un gesto de vacilación. Los gritos y algazara de la gente atizaban aún más nuestra impaciencia. De pronto oímos redobladas las exclamaciones, seguidas, a poco, de un silencio terrible. Sin duda acababa de llegar el volquete con el reo, y cruzaba entre la multitud. Miró Blandina hacia un lado y otro, y tomándome de la mano, sin decir nada, emprendió una carrera a lo largo del paredón. Unos cincuenta pasos más allá ascendía el terreno hasta hacer el obstáculo fácilmente escalable. Así lo hicimos, teniendo antes que cruzar un matorral de zarzamoras donde nos abrasamos a pinchazos, pero logramos encaramarnos hasta quedar yo a horcajadas del muro y ella sentada con las piernas hacia adentro.

El espectáculo era imponente, sobrecogedor. Nunca en mi vida había visto yo semejante gentío, y aunque luego, en mis andanzas por el mundo, me encontré con aglomeraciones mucho más numerosas, aquella sensación de infinita humanidad no volvió a repetirse. Parecía estar allí toda la gente del planeta. En torno al patíbulo, custodiado por la guardia civil, se apeñuscaban los hombres y los muchachos, y luego por todo el campo y coronando las bardas de las huertas, o subidos a los escasos árboles que bordeaban el río. Entre la parda multitud lucían los vestidos claros de algunas mujeres del pueblo y los brillantes pañuelos de seda de las aldeanas, que habían llegado ataviadas como para una romería. En lo alto del campo acolinado, un poco hacia un extremo, veíanse las ruinas del polvorín, especie de enorme garita de piedra sillar, volada a medias por una antigua explosión. En sus dos tercios estaba el campo rodeado, como por un foso, por el riacho de las lavanderas, tan bajo de caudal que, en caso de apuro, podía pasarse a pie sin hundir más de media pantorrilla en sus claras y rápidas aguas. El cadalso estaba en los medios del desolado lugar, proclamando su horrible desnudez con el escándalo de sus tablas nuevas, que lucían al sol de abril como el tinglado de una cucaña festera. En medio del tabladillo había un artilugio vertical de aspecto siniestro, del que salía un estrechísimo banco, en escuadra, en donde el reo habría de sentarse como montado, dando espaldas al listón vertical, que era propiamente el garrote vil. Éste consistía en una horquilla de metal que se ceñiría al cuello del desdichado. El verdugo haría girar una manivela que, al reducir el metálico corbatín, lo iría estrangulando.

Cuando acabábamos de subir al muro, la multitud aparecía como hendida por una proa, para dejar paso al grupo que formaban el reo y el padre Abelleira, con una mano en alto, mostrándole un crucifijo, metidos ambos en un volquete arenero cuyas cuadernas apenas les llegaban a las corvas, pues iban de pie. Parecían flotar sobre las cabezas de la gente, como los pasos de Semana Santa. De entre el gentío surgían, a los lados del carro, las relucientes bayonetas de la guardia civil. Pasaron muy cerca de nosotros. Reinoso iba esposado, y la brisa mañanera jugaba con su melena y su barba blanquísimas y largas. El padre Abelleira apoyaba su mano izquierda en el hombro del desgraciado, con un gesto de emocionante fraternidad; llevaba al descubierto la cabeza, con la tonsura recién afeitada, y le centelleaban los ojos bajo la frente dura, cortada a bisel, cuando miraba —¡con qué inmenso desprecio!— a la muchedumbre, con el crucifijo de metal en alto, brillando al sol, como para el contrito encandilamiento del reo. En este preciso instante corrió un rumor entre la gente y las miradas se desviaron del volquete atraídas hacia el patíbulo, cuya terrible soledad acababa de poblarse con la presencia del verdugo y de unos funcionarios que inspeccionaron el aparato y volvieron luego a los bajos de la escalerilla. El ejecutor era un hombre de unos cincuenta años, de aspecto saludable y simpático, que se quedó allí y se puso, a su vez, a examinar el instrumento mortal, sin cuidarse de la rechifla con que la enorme masa había acogido su presencia. Blandina, al verlo, se puso muy pálida y empezó a sudar. Yo tuve ganas de bajarme del paredón, pero me dio vergüenza al verla a ella tan resuelta e interesada, a pesar de su notoria emoción. Le hice una especie de cofia, con mi pañuelo anudado en las cuatro puntas, por si era del sol su malestar, pero ella jamás quiso ponérselo y me obligó a que yo me cubriese con él.

Cuando llegó el volquete a su destino, aquellos funcionarios subieron de nuevo, leyeron algo, que debían de ser las últimas for malidades, y Reinoso fue entregado a dos de los del tricornio. Al empezar a subir la escalera, no se supo si por debilidad o por casual tropiezo, cayó de rodillas y los civiles le ayudaron a levantarse. El silencio era tan compacto que pesaba sobre la respiración. Detrás del grupo iba el padre Abelleira, quien, ya en los altos del tablado, le pidió al reo perdón para su verdugo. Luego se separó, con los brazos recogidos a la altura del pecho, sosteniendo el crucifijo, y se quedó en un ángulo arrodillado, sumido en la oración.

El ejecutor cogió suavemente a Reinoso de un brazo y lo sentó de espaldas al listón, atándolo contra él y ajustándole luego el fleje de acero contra el cuello. Hizo después una seña al padre Abelleira, que tuvo que repetir, tan ensimismado se hallaba en su rezo. Parte de la multitud empezó a moverse y a rumorear, pero fue acallada por los chistidos que salían de todas partes. Se había corrido por el pueblo que lo más emocionante era oír el credo final del reo. Mas en este punto se produjo una novedad que desató nuevos rumores, esta vez de desencanto: el verdugo acababa de enfundar la cabeza de Reinoso en una especie de capirote de tela negra. Luego sus movimientos se hicieron mucho más vivos y seguros. A una nueva señal, el cura, puesto en pie, empezó a recitar, con voz alta y clara, espaciando las frases, como si fueran versos: «Creo en Dios Padre… todopoderoso…» Por la forma en que inclinaba la cabeza se advertía que la voz del condenado, repitiendo la oración, debía de ser muy débil, mitigada aún más por el fúnebre capuz.

Blandina sudaba a hilo y se había puesto tan demudada que metía miedo. Contribuía a darle un tono más enfermizo el color verde de los labios, pues había estado comiendo nerviosamente hojas de acedera, que nacían en las junturas de la pared en pequeños ramilletes. Desde que viera llegar al trágico grupo, habíase quedado como hipnotizada, con los iris dilatadísimos, fijos en la escena, mientras hincaba los dientes en un atadijo de medallas piadosas, de metal barato, que llevaba colgado entre los pechos.

Hubo un instante en que el silencio fue de nuevo tan sobrecogedor que llegaron a oírse el cascabeleo del riacho arañándose contra los cantos del lecho, y no sólo las frases de demanda de la oración del cura, sino la sofocada respuesta bajo el capuchón. Al llegar al punto del credo en que dice: «padeció bajo el poder…» el sacerdote cayó de rodillas y el verdugo dio un par de vueltas rapidísimas a la manivela, mientras el cuerpo de Reinoso, como asaeteado por todas partes, se debatió contra las ligaduras, en breves movimientos de inesperada agilidad, para ir luego aflojándose en una creciente laxitud que daba la imagen cabal de la muerte.

El campo del Polvorín se estremeció con un inmenso alarido, y las mujeres empezaron a correr a través del riacho, levantándose las faldas. Todo ello duró pocos segundos. Sentí a mi lado un estertor; y, al volver la cara, vi a Blandina, con los ojos entornados, que perdía el equilibrio y caía desvanecida en medio de la maleza de zarzamoras. Me lancé a ayudarla por entre aquellas compactas varas, llenas de espinas, que me desgarraban la carne por todas partes. Había caído en el sitio peor y no sabía cómo hacer para sacarla de allí. Dar voces pidiendo auxilio hubiera sido inútil, pues nadie me oiría dentro del hortal, si alguien había en él, con la gritería que llegaba del otro lado del muro. Quedó tendida boca arriba, con las enaguas arrezagadas dejando ver, sobre las medias negras, el comienzo de los muslos llenos y firmes. Logré acercarme a ella. La llamé y la sacudí por un brazo, para ver de traerla a conciencia. Una de las veces que le palmeé suavemente la cara, perdió el aire beatífico y púsose ceñuda, como el durmiente tranquilo a quien se trata de hacer acordar. Pero casi de inmediato volvió a su gesto bobalicón y feliz. En vista de lo cual me fui en busca de agua para salpicarle la cara, que era todo lo que yo sabía hacer en casos tales. Anduve unos pasos sintiendo el sudor que me entraba en las heridas, escociéndomelas. Subí a una pequeña elevación del terreno y por el color del césped supuse que allá, a unas treinta varas, bajo un grupo de higueras debía de haber alguna fuente o poza de riego. Efectivamente, había una pila donde estaba una viejecita lavando ropas de niño. Tuve que decirle a gritos lo que ocurría, pues era sorda como un colchón.

—Esto vos pasa por metervos en sitios ajenos sin permiso… ¡Y todo para ver esas canalladas que hacen unos hombres con otros! ¿Qué gusto sacáis de ver ajusticiar a un cristiano? ¿Dónde está esa pillabana? —esto lo decía ya andando hacia el lugar a donde yo la conducía, llevando una jarra de hierro con agua. Yo pensaba en mi casa, no por mí sino por la pobre Blandina, víctima de aquellas terribles reacciones, que, desde hacía un tiempo, acometían a mamá, que le daban por martirizar a la muchachas y que eran mucho más vivas desde que yo sacaba la cara por ella.

La vieja se detuvo en la parte de afuera de la maraña y me dio instrucciones.

—Entra tú, desabróchale la chambra y óyele en el costado del corazón. Si está parado no hay que hacerle; muchos mueren de accidentes. Si le anda, échale, a modo, el agua en la cara y en el pecho. ¡No ha de ser más que el susto, si Dios quiere!

Sintiendo de nuevo la piel abierta por millares de sitios, me llegué a Blandina y le desabroché la blusa, dejándole al aire la tabla del pecho. Luego puse el oído. Estaba muy fría.

—No se oye nada —dije hacia la vieja, con voz asustadísima.

—¡Qué has de oír ahí, hom…! Desabotónala más y tira del justillo para los lados —ordenaba la vieja, con un extraño dejo malicioso en las hablas.

Hice lo que me decía y, no bien acababa de desagujetar los altos del justillo, cuando saltaron al aire los pechos blancos, tersos, surcados de finísimas venas azules, con su pequeño y erecto botón, en medio de una aureola rosa pálido, ligeramente rociada de sudor. Aparté las manos e hice un movimiento para alejarme, asustado.

—Pon el oído ahí, del lado izquierdo —insistió la condenada de la vieja, con voz casi gozosa. Traté de inclinar el cuerpo de Blandina un poco hacia la derecha y con este movimiento debió de sentir nuevos pinchazos, pues volviendo repentinamente en sí, exhaló un ¡ay! dolorido y casi en seguida trató de incorporarse mientras decía con voz llena, recobrada, cubriéndose los pechos con las manos:

—¿Qué pasa? ¿Quién me destapó?

La vieja le habló en el lenguaje regional, tranquilizándola, mientras me instaba que le rociase la cara con el agua fresca y que le metiese en ella los pulsos. Pero ya Blandina había recuperado el uso del sentido, y estaba incorporada, agujetándose el justillo como si tal cosa…