Habían pasado cuatro interminables años desde el encarcelamiento del tío Modesto y la huida de mi padre, cuando mamá determinó que me quedase en Auria para continuar, en el instituto, mis estudios. Mi destierro había perdido mucho de su aspereza desde que mamá reanudara sus visitas acompañada de la criada Blandina, que se había ido convirtiendo en una joven saludable, muy guapa y de buenos modales, a pesar de los rezagos de su carácter, un tanto montaraz. También solía venir Obdulia, la manceba de mi tío. Fue suficiente que la desgracia entrase en su vida, para que mamá la elevase al rango de persona de su relación, casi de su amistad, con la consiguiente protesta de sus hermanas. Por su parte Obdulia, que había empezado por transigir con el concubinato, llevada de la avaricia, como suelen aquellas aldeanas, había terminado por tomarle ley a su señor, y los acontecimientos que dieran con mi tío en la prisión dejaron en su alma y en su rostro profundas huellas. Cada tantos meses, hacía un largo viaje hasta el penal para verle. Él, por su parte, correspondiendo a tanta lealtad, le había otorgado poder para que corriese con todo, y sólo así pudo salvar buena parte del patrimonio, tan roído por los letrados en las dos apelaciones inútiles a la Audiencia Territorial y al Supremo. Mi padre seguía tan campante instalado en Lisboa, como si hubiese nacido allí, con casa puesta, en la que, según se afirmaba, no vivía solo; con abono en el San Carlos y temporadas de cacería en el Algarve, en las posesiones de un noble portugués de quien se había hecho amigo íntimo. Para sostenerlo en aquel rango me enteré, con gran disgusto, que mamá había caído de nuevo en las garras del tío Manolo y que nos estábamos quedando en la ruina más absoluta.
Cuando estuve en mi casa, en las segundas vacaciones, pues las primeras, como ya se dijo, las pasé en el colegio, negándome a volver a Auria para no tener que soportar a mis hermanos, me encontré con éstos, más insoportables que nunca lo habían estado. Les acordé una somera cortesía, sin ningún género de hostilidad, como si fuesen huéspedes desagradables. No los odiaba, pero les había perdido todo el afecto y me eran mucho más indiferentes que todas las otras personas de mi trato, aun las más lejanas y subalternas. Juzgados con frialdad, como si nada tuviese que ver con ellos, resultaban igualmente odiosos con sus aislamientos y hablillas, sus apartes y besuqueos, su amistad sobona y exagerada y su repelente admiración recíproca, que iba desde lo físico y lo mental hasta los vestidos. Eduardo, que era de una sequedad solemne, no podía abrir la boca para decir alguna de sus pedanterías de estudiante aventajado, sin que María Lucila dejase de subrayarla con aspavientos. Su molesta intimidad alcanzaba tan raros frutos, que cuando uno de ellos se iba de la ciudad recibía carta diaria del otro. Tal estado de nuestras relaciones se prolongó ya hasta el final, inesperado y dramático, que nos alejó para siempre.
Lágrimas de sangre me costó la separación definitiva de Julio el Callado cuando fue dispuesto mi alejamiento del colegio. En las primeras vacaciones que pasé en mi casa había hecho todo cuanto me fuera posible para que los frailes le dejasen venir conmigo a Auria, pero se negaron con una terquedad tan inexorable como si aquel pobre rapaz, condenado a colegio perpetuo y a ser víctima de todas las vejaciones, fuese un príncipe heredero entregado a su custodia. Llevaron su inexplicable rigidez hasta no permitir que yo le enviase ropas. La intervención de mi madre, ofreciendo todas las garantías, fue recibida con una negativa irónica por el director. Le prometí ir a verle cuantas veces me fuese posible, pero él y yo sabíamos que nuestra amistad, que la hondura de nuestro cariño, no podría alimentarse de aquellas entrevistas fugaces y colectivas en la sala de visitas, lejos de nuestras complicidades, de nuestros escondites, que habíamos ido llenando de una tierna tradición que sólo a nosotros competía.
Quedé, pues, de nuevo instalado en mi casa. Habían pasado cuatro largos años. Mi sensibilidad anterior ante las cosas de mi familia y de la ciudad se había mitigado grandemente. La confrontación con los anteriores estímulos me devolvía una imagen del ser más dominada y segura. Llegué a añorar aquel estado de perenne vibración que me hacía uno con las cosas. Ahora resbalaba frente a ellas, casi indiferente. Sin duda alguna aquellos años de separación me habían endurecido, de otro modo no hubiera podido sobrevivir. Por otra parte, mi amistad con Julio el Callado, y mis afectos, aunque de menor significación, con otros compañeros, me había enseñado que era posible amar y sufrir por gentes que no estaban ligadas a uno por la dependencia de la sangre o de la obligación. Aquella libertad electiva me había hecho madurar rápidamente, concretando una experiencia que había anticipado el paso del tiempo.
También la ciudad había ido cambiando en aquellos años decisivos, aunque el fondo de su espíritu continuaba siendo el de antes, pues la generación criada —educada sería mucho decir— en los nuevos usos, que en aquel quinquenio sufrieran una visible modificación, no tenía aún directa injerencia en la vida del burgo, ni siquiera en su propia vida. En el aspecto material la transformación era más evidente. Las diligencias iban siendo sustituidas por líneas de autobuses, los trenes eran más frecuentes; la luz eléctrica era ya un patrimonio público y privado, con lo que la ciudad había perdido aquel íntimo misterio nocturno que la hacía retroceder, llegada la obscuridad, a siglos pretéritos, con sus callejas lóbregas y estrechas y las antiguas arquitecturas llenas de prestigio fantasmal. La instalación de las dos Escuelas Normales había atraído sobre Auria una irrupción abundante y alegre de muchachos y muchachas de la provincia. Las conquistas de la clase obrera, al limitar las horas de la jornada, lanzaban más gente a las calles, prestándoles una animación de que antes carecían. Con la luz nueva, los escaparates abrieron tramos de claridad en la pétrea edificación y lanzaban sus brillos sobre las rúas. El reflujo de los indianos iba urbanizando las afueras, que antes metían sus huertos casi hasta las calles de la ciudad, poblándolas de casas, «villas» y chalets, continuando la presencia del burgo a lo largo de las carreteras. La artesanía de ambos sexos había terminado por apoderarse del «paseo del medio» de la Alameda, antes reservado para la gente de calidad, durante los conciertos estivales de la banda municipal. A su vez, las clases pudientes —señoritos de casta y burguesía comercial— aparecían más confundidos entre sí, tendiendo a la nivelación que iba estableciendo la ruina de los unos y la prosperidad de los otros.
En aquel Auria que iba surgiendo, mis tías parecían seres de otro mundo, con la excepción de Pepita, que decididamente se inclinaba a lo nuevo. Las otras dos, incapaces de adaptarse a los recientes usos, se debatían en un resentimiento criticón lleno de «en nuestros tiempos», «hoy en día», «como ahora se estila», etcétera. Pepita hizo esfuerzos heroicos de cosmética, costura y talle, pero no se movió de la primera línea. Osó salir sin compañía, entre las primeras, desdeñando, incluso, el pretexto de los paquetitos bien visibles, con las letras de algún comercio muy conocido, que era la forma anterior de lanzarse a aquella insólita aventura; aunque solía volver de tales paseos experimentales alborotada de sofoquinas y sacudida por los regüeldos del flato nervioso.
—¡Qué horror! ¡Es el vacío! Parece que una va de una pared a otra…
En cambio, mamá parecía haber estado, desde siempre, esperando aquellas mudanzas y se encontraba como el pez en el agua, saliendo sola cada vez que le hacía falta o que le venía en gana, sin el ceremonial de criadas acompañantes ni la complicación de peinados y traperío que antes se usaban para un «salir», que muchas veces se reducía a andar medio centenar de pasos hasta el comercio de la esquina o la visita «de cumplido», unas cuantas casas más allá de la nuestra.
La invasión de lo que allí se llamó «estilo inglés» y que no eran más que las oleadas tardías, en versión provinciana, del art nouveau, trajo consigo irreparables destrozos y ocasionó la venta malbaratada de piezas riquísimas del mobiliario o la destrucción y abandono de enseres de la ornamentación, que fueron a languidecer en los desvanes o a amontonarse en los chamariles. La ventolera del mal gusto no logró penetrar en nuestra casa, no porque nadie le opusiera un criterio más tradicional, sino porque empezaba a faltar el dinero como para dejarnos contagiar por aquel prurito del cambio de los interiores que trajo la dispersión de los bargueños proceres, de las cómodas, sillerías y camas portuguesas, de las vajillas de Sargadelos y del Buen Retiro, de las lámparas de antiguo cristal francés, del bric à brac reunido por abuelos inteligentes, con sus marfiles, esmaltes, miniaturas y chinerías, y hasta de las alfombras de auténtica procedencia; pues todo ello fue barrido por aquel tifón de la cursilería que venía a equiparar los salones de las antiguas casas con los halls de los hoteles, surgidos a las orillas del naciente turismo burgués.
En el deslinde de aquellas dos épocas, el Estado, siempre en considerable retraso frente a las otras actividades humanas, perpetraba de vez en cuando, en forma de supervivencias increíbles, algunas de las más crueles manifestaciones del atraso del país, casi todas ellas provenientes de una estructura y de un ejercicio de las leyes y de las obligaciones para con el ciudadano, que nada condecían con los tiempos: las cuerdas de presos por las carreteras; el sistema carcelario, con sus mazmorras y su horrenda promiscuidad; el cuartelero, con sus soldados hambrientos y piojosos; el hospitalario con sus sedes en antiguos conventos, con sus santos Roques y Lázaros patronales exhibiendo sus pústulas esculpidas a la entrada de las salas; con su punzante olor a cochambre mezclado con el del ácido fénico, sus «practicantes» de fama sanguinaria, sus médicos desganados y sus monjas rutinarias y lejanas asistiendo a partos y operaciones con sus mandiles sucios y sus uñas negras…
De aquellos días conservo una de estas imágenes. La Audiencia provincial, a cuyas vistas de procesos criminales asistíamos los de Auria como a un espectáculo que por tan habitual ya había dejado de ser excitante, dio un fallo de sentencia de muerte que conmovió a la población. El drama que lo originó había tenido todos los caracteres de una pasión morbosa y sombría que privaba de caridad a su ejecutor. Vivían los protagonistas en unas tierras altas, entre los pinares del camino a la Manchica. Según se describía al autor del crimen, un tal Reinoso, a mí me resultaba difícil situarlo en aquellas soledades de míseros labrantíos, donde las gentes hacían una vida casi primitiva. Porque según las cuentas y lo que luego he visto con mis propios ojos, no era el tal Reinoso un labriego común, embrutecido por la miseria de aquella gleba, sino un hombre instruido, con tipo de señor pobre de la ciudad. Por otra parte, el hecho de haber mandado a su hija única a educarse en las Carmelitas, de Auria, desde los siete años, es decir, desde que quedara viudo, hasta los catorce que tenía cuando de nuevo la llevó a vivir con él, no encajaba en las costumbres comunes a los campesinos. Además, se supo que Reinoso utilizaba jornaleros para labrar aquellas duras tierras. Según los testimonios que llegaron a los estrados, aunque de trato suave y buen pagador, no gozaba de ninguna estimación entre las gentes de la comarca, en primer lugar porque no era de allí; en segundo, porque advertían que no era de su clase, y en tercero porque había adquirido aquellas tierras en una subasta judicial que expulsara de ellas a la mujer e hijos de un emigrante perdido en América, que nunca pudo pagar las gabelas. Por otra parte, la muerte de su mujer había sido misteriosa y repentina.
Desde que la hija había vuelto a vivir con él, la indiferencia frente a aquel forastero se había ido trocando en hostilidad, y andaban ambos en boca de los vecinos de aquellas perdidas aldeas, en vista de que la muchacha no salía ni para ir a misa, y cuando algún jornalero lograba verla, ella huía como espantada. El padre no la dejaba a sol ni a sombra, y las escasas veces que bajaban a la ciudad lo hacían juntos, sin separarse ni un momento.
Cuando desaparecieron de la casa, sin despedirse ni dar cuenta a nadie, algún vecino confió a los otros haberle oído decir a Reinoso que preparaba un viaje para el Brasil, donde ya residiera. Al otro día de la repentina partida, que nadie presenció, había aparecido el perro conejero de Reinoso malherido de una perdigonada que le atravesaba los vacíos, arrastrándose frente a la choza de uno de los jornaleros, bastante lejos de allí. Cuando estuvo curado, el animal volvía, una y otra vez, a la casa de sus anteriores amos, y aullaba lastimeramente, tratando de saltar el alto vallado de pedruscos y arañando la cancela. Una de aquellas mañanas, luego de una temporada de lluvias, el peatón semanal de correos venía sintiendo, desde lejos, agrietando de podre la limpidez del aire montañés, unas ráfagas pestilenciales que atribuyó a alguna carniza de animal por allí tirada. Pero al pasar cerca de la solitaria casa de Reinoso, le llamó la atención el aullar desesperado del perro, aún más furioso a medida que el se acercaba. Como sabía que los habitantes de la melancólica heredad se habían ido, dio la vuelta al vallado y se fue orientando por la hediondez, que se acentuaba, de modo insoportable, en los fondos del huerto. De un golpe de hombro hizo ceder la puerta trasera, y el perro se lanzó como una exhalación a escarbar en una parte en que la tierra estaba más esponjosa, como recién removida, entre unos surcos sembrados. Los aullidos con que el animal acompañaba su tarea se hicieron tan extremados que acudieron unos carreteros de las canteras cercanas, que pasaban, con sus cargas de bloques de granito, camino de la ciudad. No tardaron, a nada de excavar, en hallarse en presencia de unos restos humanos allí soterrados. Tal como era de uso, no quisieron avanzar en la averiguación y fuéronse a avisar al juez, el cual hizo levantar el cadáver que resultó ser el de la muchacha que se suponía ausente. La autopsia comprobó que estaba encinta, de cuatro meses y que había muerto envenenada; y un registro minucioso de la vivienda, dio por resultado el hallazgo de unas cartas donde resultaba patente que no era hija de Reinoso ni de su desaparecida mujer, sino de un remoto amigo americano, de Manaos, que se la había confiado al morir, junto con la custodia y administración de una cantidad bastante apreciable de dinero.
Reinoso fue detenido en tierras de Verín, donde estaba esperando una documentación que le permitiera entrar en Portugal y pasar desde allí nuevamente a América. Acorralado por los testimonios y las conjeturas, no tardó en confesar su crimen, anegado en llanto y diciendo «que nadie entendería nunca la fuerza del amor que le había llevado a cometerlo».
Quienes recordaban haber visto a Reinoso un poco antes de los hechos no querían dar crédito a sus ojos al contemplarlo, meses después, en el banquillo de los acusados. Aquel señor de ojos jóvenes, rostro trigueño, enmarcado por unas patillas largas y meladas, era ahora un anciano encorvado, de pelo y barba blanquísimos.
No tuvo a nadie en su favor. El discurso desganado del defensor de oficio redujo la vista de la causa a unos pocos papeles leídos, sin dar lugar a las brillantes intervenciones de los fiscales y abogados que eran, junto con la torpeza o la zorrería de los testigos, los motivos que atraían el populacho a la Audiencia.
No obstante, la sentencia a garrote vil conmovió a la ciudad, que se sintió deshonrada porque en su recinto se alzase un patíbulo. No había memoria de que allí hubiese funcionado jamás una horca. Algún reo, incluso, había llegado a estar en capilla, pero jamás llegó a consumarse, en Auria, esa bárbara forma de aniquilamiento de un ser humano. Fueron y vinieron telegramas de las entidades piadosas y filantrópicas al Consejo de Ministros, al joven monarca y también al cardenal de Santiago y al primado de Toledo. Pero la sentencia se mantuvo firme. A mamá le hizo una impresión tan extraña que tuvo que acostarse varios días, acometida de una de aquellas flojeras del corazón que en los últimos tiempos le menudeaban por cualquier motivo.
Se alzó, pues, el cadalso, allá en las afueras del pueblo, donde la ejecución sería pública dos días después, por la mañana. La ciudad amaneció con un aire de siniestra preocupación. Todo el mundo estaba agitado. Los talleres y obradores no pudieron funcionar, pues no se había presentado el personal; en cuanto al comercio, permaneció cerrado en señal de protesta por el agravio inferido a la población. No se hablaba de otra cosa y todo lo relacionado con la sentencia venía siendo comentado apasionadamente. La víspera llegó el verdugo de la capital, y tuvo que pernoctar y comer en el cuartelillo de la guardia civil, pues nadie quiso darle alojamiento, y las propias mujeres de los guardias salieron de allí y se desparramaron por el vecindario arrastrando a sus hijos, sublevadas contra la autoridad marital. También se supieron minuto a minuto todas las horas del reo en capilla: lo que había dicho, lo que había comido… Los chicos del pueblo anduvieron incansablemente, excitadísimos, entre la ciudad y el campo del Polvorín, que era un paraje triste y pelado, como lunar, trayendo noticias fantásticas sobre la construcción del siniestro armadijo que los carpinteros agremiados del burgo se habían negado a levantar y que fuera encomendado a unos aserradores portugueses. Por su parte, las lavanderas del riacho que cruzaba el campo del Polvorín, habían levantado sus tendales trasladándose a la cercana represa de la Sila. En la esquina de mi calle hubo una discusión entre el padre del Peste y un aldeano, que había servido al Rey en Ceuta, sobre si el fleje del garrote tenía dientes o no. El aldeano sostenía que «en Ceuta el ver ahorcar era como nada», y que no necesitaba haber venido a «aquel corral de vacas que era Auria», para entender de ajusticiados. La disputa desembocó en una pelea a mojicones sin haber dado de sí ninguna luz documental.
La víspera de la ejecución la gente anduvo hasta altas horas de la noche por las inmediaciones de la cárcel, y en las casas devotas se rezó un triple rosario por el alma del reo. Esa misma noche, en un rápido aparte, Blandina, que se mostraba muy servicial y cariñosa conmigo desde que yo regresara del colegio, me dijo que ella pensaba ir «a ver aquello, de paso que hacía el mercado», y que «si quería acompañarla». Acepté y pasé la noche sin dormir.