Los «calabozos de rigor» estaban en un desván, a media altura de los tejavanes. En vez de camas había unas yacijas de pelote tiradas en el suelo, sin sábanas y cubiertas con delgadas mantas de moletón. Las necesidades no había más remedio que hacerlas en un caldero algo apartado, dentro de un cajón con un agujero, que los legos vaciaban dos veces al día. Estos calabozos de rigor fueron improvisados en los altos del monasterio y no había allí ningún género de servicios. Como el desván era todo un solo espacio, las separaciones en que estábamos confinados, a razón de cuatro yacijas, de dos y aun de una por «celda», según la severidad del castigo, formábanlas unos tabiques de tablas que no llegaban al techo. El encargado de nuestra vigilancia era un sujeto raro, brutazo y borrachín a quien llamaban el «padre» Servainza, que era el nombre de su pueblo, siendo el suyo propio el de Verísimo, pero no lo usaba porque los chicos se le reían de él. Excepcionalmente en aquella casa, donde todos eran sacerdotes, éste no alcanzara las órdenes completas, y era notorio que le tenían ocupado en aquellas funciones subalternas para no echarlo. El Servainza, a quien fuimos entregados, nos metió de un empellón a cada uno en su habitáculo, muy alejados, como era de práctica tratándose de «cómplices», diciéndonos que quedábamos severamente vigilados; que allí las paredes no sólo tenían oídos sino también ojos, que cuando menos lo pensásemos saltaría la liebre y otras vulgaridades por el estilo, que enunció con aire monótono. Me fastidió el ver que se llevaban a Julio muchas celdas más allá y el comprobar que en la mía no había más que un camastro.
—¿Voy a quedarme aquí, solo?
—Desgraciadamente siempre hay más picaros que lugar. Tal vez el consejo de disciplina te mande pronto con quien te entretengas. Está esto colmado. Cada día sois más de la piel del diablo. ¡Salvajes, más que salvajes!
—¿Y al Compostela adonde lo llevan?
—A la sección de los de balde, un poco más allá. ¡Y, hala, a parlotear menos y a trabajar más! Desde ahora a la cena, aritmética; por la mañana levantarse al alba y duro que te pego con las declinaciones, hasta las diez y sin desayuno, claro está. Ahí tienes con que entretenerte —dijo, dándome los papelorios de los ejercicios y problemas—. Mañana ya se te instruirá.
En cuanto salió el frailazo, con su inocente sadismo profesional satisfecho, lo primero que hice fue encaramarme al tragaluz y echar una mirada al exterior. Correspondía aquella abertura a un sistema de ventilación formado por gran número de buhardas idénticas que recorrían el tejado en sus cuatro aguas, por su parte media, formando un gracioso motivo arquitectónico vistas desde abajo, en su justa perspectiva.
Saqué medio cuerpo afuera; cuatro ventanas más allá estaba Julio el Callado que me hacía señas.
—Ya suponía que te ibas a asomar —dijo, haciendo tornavoz con la mano—. Quería saber si te habían dejado ahí. ¿Estás solo?
—Sí, pero creo que pronto me van a mandar compañía.
—No lo creas, la primera vez lo dejan a uno solo para que se asuste de noche.
—Conmigo se van a equivocar.
—¿Tienes algo contigo, dulces o alguna cosa?
—Tengo algún dinero, almendras y unos cuantos lápices —contesté, extrañado por aquel brote de interés en Julio, que jamás pedía nada.
—Dentro de una hora voy para ahí. Ahora te traerán la cena y luego el Servainza se va a dormir la mona. Hasta luego —y se metió de nuevo en la buharda.
Efectivamente, todo ocurrió con la seguridad a que se ajustaban siempre los datos suministrados por mi amigo, a causa de su conocimiento de las cosas del colegio. No bien comenzó a obscurecer, me trajeron comida, vieja y fría, en una fiambrera, una botella de agua y un vaso. Servainza, luego de indicarme dónde estaba el enorme bacín, miro hacia el pupitre, hecho con unas tablas.
—¿Cómo? ¿Aún no has empezado tu trabajo?
—No, padre; estuve llorando, así que no veía nada. Además, no tengo luz.
—Bueno, no hay que tomarlo tan a pecho. Aquí no hay luz, desde que unos galanes, antecesores tuyos, quemaron una noche los tabiques. Me quedaré aquí, alumbrándote mientras cenas, luego te acuestas, y mañana Dios dirá —exclamó, apestando a vino.
—¿Pero van a dejarme aquí solo y sin luz? —inquirí con falsía de miedo.
—¿Y qué te pensabas, galopín? Así sabrás lo que es faltar a la obediencia. ¡Ya verás lo que es bueno! Alguno hubo que amaneció privado del habla y otros quedaron tartamudos durante días y días… —agregó otras vaciedades de sus aprendidos terrores mientras yo engullía la escasa bazofia; luego se fue, cerrando por fuera con llave. Me asomé de nuevo. Estaba totalmente obscuro. A los pocos minutos apareció Julio, que venía gateando por los hilos de las tejas. Me dio vértigo verle avanzar apresuradamente; un paso en falso o un resbalón y rodaría para estrellarse allá abajo. Pero avanzaba, metido en un fardamenta, con una segura agilidad de tonto de circo. Llegó en un santiamén y lo recibí en mis brazos.
—Chico, me tuviste sin aliento; menos mal que ya estás aquí.
—Pero tengo que volver.
—¿Tan pronto?
—Ahora mismo.
—No valía la pena que te arriesgaras para tan poco tiempo —dije, poniéndome triste, pues me había prometido unas horas de feliz libertad en su compañía. La idea de que íbamos a vernos mucho durante nuestro castigo mitigaba, y casi hacía gratas, todas sus incomodidades. Mi cariño hacia Julio iba adquiriendo la forma de una impaciencia apasionada, más encendida aún frente a la calma de su genio y a la ironía de su carácter tan precozmente maduro. Poder estar con él horas y horas, charlando sin prisas ni testigos, poder reñir por fruslerías, sabiendo que luego tendríamos tiempo sobrado para amigamos de nuevo sin la angustia de las horas intermedias entre el estimulante enojo y la reconciliación…
—¡No entiendes, hombre! Tengo que volver para llevarles cosas a mis compañeros. Estoy con otros tres. Sólo así me dejarán venir sin denunciarme a Servainza. También ellos le compran vino para que los deje trasnochar. Es un trato que hay aquí. El que quiere irse de noche con otros compañeros, tiene que darle algo a los que se quedan.
—¡Ah!
—¿Por qué crees que te pregunté si habías traído algo? ¿Para mí? —inquirió con pena en la voz.
—Sí, creí eso.
—¡Gracias, Luis…! —me acerqué a él y lo besé en la mejilla. Luego vacié en el pupitre los bolsillos de mi pantalón. Total, dos reales en monedas de cobre, tres medios lápices, uno de ellos de dos colores, y unas veinte peladillas.
—Con esto habrá bastante —dijo Julio cogiendo dos monedas de diez céntimos, el lápiz más pequeño y unas pocas almendras—. Vuelvo en seguida. No te asomes; me pondría nervioso el saber que me estás mirando sin poder yo verte.
Se encaramó como un mono vestido, y pronto se perdieron sus harapos en la boca del ventano.
Fue una noche tan maravillosa la que pasamos que durante mucho tiempo me pareció cosa soñada; y aunque luego repetimos los motivos para ser castigados y estar juntos, ya nunca volvió a ser igual. Nos acostamos en la yacija, abrazados y riéndonos por lo bajo, royendo almendras y contándonos cosas del colegio. Como si fuese asunto convenido, sólo nos referíamos a lo que podía causarnos diversión. Al lado había unos mayores que debían de estar fumando, pues a través de las tablas se oía el raspar de las cerillas y se filtraba el picante olor de los «mataquintos». Desde luego, tenían luz. Julio lamentó no haber comprado un cabo de vela que le ofrecieran por una goma de borrar muy usada, o a cambio de dos estampillas de las cajas de fósforos representando toreros. Yo le dije que estábamos mejor así, juntos en aquella obscuridad que resultaría horrible si me hubiese quedado solo, pero que en su compañía era mejor que estar con luz. Cuando había pasado una hora, más o menos, y empezábamos a quedarnos dormidos, oímos que hablaban fuerte en la habitación contigua. Nos despertamos un tanto asustados.
—¿Qué será?
—Se ve que han llegado otros y están jugando a las cartas. Son de la clase de grandes.
El cuartucho estaba tenuemente iluminado por el resplandor de las estrellas, que se colaba a través del cristal del tragaluz. Nuestros ojos, afinados por las tinieblas, habían ido adquiriendo una sensibilidad nictálope, de forma que nos veíamos como a través de un vaho plateado, y con toda claridad cuando nos acercábamos mucho.
—Vamos a ver qué hacen —dijo—. Tápate con esto.
Nos levantamos formando una especie de tienda ambulante con el cobertor del camastro. Julio no tenía camisón y dormía en camiseta y calzoncillos. Y así muy pegados, pues hacía un frío terrible, nos acercamos al tabique. Mientras estuvimos pensando en si levantarnos o no, las voces habían ido bajando de tono. Julio ensanchó una pequeña hendidura de la madera con un cortaplumas. Después de unos minutos, en los que trabajó con infinitas precauciones para no ser oído, la grieta dejó pasar un hilo de luz. Los de al lado habían quedado en profundo silencio. Por un momento pensé que se habían ido de allí.
—Déjame ver, ya se puede —no bien apliqué el ojo a la ranura, retrocedí y me quedé mirando a Julio, asustado.
—¿Qué hay? —murmuró éste, sonriendo, y se inclinó a su vez para espiar.
—¡No, no! —dije, más con el gesto que con la voz, deteniéndole por un brazo. Se enderezó en seguida y me miró fijamente. Al otro lado del tabique se oían, crecientes, unas agitadas respiraciones, casi quejas, y un rítmico golpeteo como de algo batido. Me separé de allí seguido de Julio y nos acostamos de nuevo sin hablar. Luego de una larga pausa, exclamó:
—¿De eso te asustas? ¡Si supieras otras cosas que hacen los grandes…! Eso lo hacen también los chicos.
—¿Y tú?
—Yo también… Si quieres te enseño.
—No, no. Vamos a dormir.
Me arrebujé lo mejor que pude en las escasas ropas, separándome de Julio todo cuanto ciaba de sí el jergón. Un rato después cesaron aquellos lamentos y oyóse de nuevo, al otro lado del tabique, los raspados de las cerillas, los carraspeos y las risas sofocadas. Julio se había quedado tendido, con las manos bajo la nuca y los ojos muy abiertos, mirando hacia las vigas del tejaván.
—Te vas a helar. ¿Por qué no te tapas?
—Me es igual —contestó, sin la menor inflexión en la voz.
El reloj de la iglesia del monasterio dio las tres. Sus redondos badajazos parecían llegar hasta nosotros con la voz mellada por los filos de la escarcha.