Quedamos un buen rato en silencio. Yo estaba muy impresionado, no tanto por lo que aquella historia tenía de eso, de historia, de pasado, cuanto por lo que suponía de futuro para aquel muchacho bueno, secreto y cariñoso, tan brutalmente entregado a un enigma capaz de hundir en la desesperación a otro que no estuviese hecho de su temple.
—¿Por qué no te escapas?
—¿Para que? ¿Y a dónde?
Julio se sonrió con aquella manera tan suya de entreabrir los labios en un gesto casi doloroso. No supe qué contestarle, y agregue:
—¿Te tienen aquí de balde?
—No; eso creí durante mucho tiempo, pero no es así. El viejo Ciprián me dijo que, una o dos veces por año, llega el dinero de mis mesadas y un petate con ropa. ¡Ya ves qué ropa! —y despegó de su cuerpo la holgura de aquellas telas sin forma.
—Así que estás como preso.
—Igual. No me dejan salir al pueblo ni por las fiestas de las Ánimas, que salen hasta los castigados.
Me quedé pensando un rato y luego le dije, con una extraña falta de convicción, casi con un sentimiento de caridad rutinaria sabiendo que no sería posible:
—Ya te sacaremos de aquí. ¡Lástima que mi tío Modesto…!
—Sí, pero ¿a dónde iré?
—Te vienes a mi casa.
—¿No tienes hermanos?
—Es como si no los tuviera…
—Yo, igual.
—No, no, es otra cosa.
Callamos de nuevo. Yo pensaba en cuánto me gustaría tener un hermano como Julio. Nos levantamos a mirar por las grietas. Un sol desganado caía en oblicuas luces frías sobre el jardín, haciendo más entumidas las zonas de sombra blanqueadas por la escarcha, que permanecía sin derretirse días enteros.
—No se oye nada. ¿Qué hora será? Deben de estar merendando. ¡Lo que es hoy nos crisman!
—Contigo no se atreverán, pero a mí…
—Yo te defenderé. Cuando sepan que me tienes de amigo, se andarán con más cuidado.
—¿De veras eres mi amigo, Luis? —hizo esta pregunta con una voz llena de humildad, cercana a la duda. Luego agregó—: Dentro de poco vendrán los nuevos. A lo mejor te haces más amigo de otro… Siempre me pasa eso…
Me quedé un rato mirándole, luego le abracé y le besé en la mejilla. Julio bajó la cabeza metiendo ruidosamente el aire en el pecho.
Oímos, de pronto, crujir las gruesas arenas de uno de los senderos del jardín, bajo un pisar fuerte, de zapatones.
—¡Nos caímos! Nos andan buscando —dijo Julio, asustado.
—¿Qué hacemos?
—Saldremos por detrás del arrayán. Por aquí resuenan mucho las pisadas y nos descubrirían. Claro que nos podemos caer en la poza del riego, pero no hay otra manera… Nos haremos ver algo más lejos. No quiero que se descubra este sitio por causa mía. Los grandes me matarían a palizas.
Salimos arrastrándonos por el boquete de otro canalillo que daba a un estanque de riego, cuyo cauce habían ahondado los escolares para que cupiesen los cuerpos. Rodeamos los bordes resbalosos de la poza y nos fuimos deslizando ocultos tras el seto de arrayán, que terminaba en la glorieta, a unos veinte pasos de allí. El lego Ciprián —¡menos mal que era él el encargado de la pesquisa!— nos dio un grito al descubrimos, y nosotros nos volvimos con falso susto. Luego alzó el hábito y se vino corriendo hacia nosotros, con una cara que pretendía ser adusta, sin resultado alguno.
—¡Buena la armasteis! ¿Qué andabais haciendo?
—Contábamos las hierbas; no falta ninguna —contesté yo con desparpajo.
—¡Ya os darán hierbas! Está el padre director que trina —y sin decir más palabras, trincándonos por las orejas, muy suavemente por cierto, nos condujo hacia el monasterio esforzándose en poner una cara importante, que no le salía por nada. Yo iba contentísimo por el suceso que, al menos, ponía una pizca de emoción en la desesperante monotonía de aquella vida. En cuanto a mi amigo, había vuelto a ser Julio el Callado, con su resignación de animal bondadoso y triste.