Historia folletinesca de Julio el Callado
He aquí lo que contó Julio el Callado, reconstruido ahora lo más fielmente posible:
Todos los años anteriores a su ingreso en el colegio, Julio recordaba haberlos vivido con una tal Rufina, a quien llamaban «la de las hostias», que, según ella misma le decía, le había criado a sus pechos y le tenía con ella desde que sus padres se fueran de la localidad, aunque jamás le detallara quiénes habían sido ni cuál era su paradero. Rufina era una mujer alta y grave, que pasaba días enteros sin decir palabra. Tenía una historia, nostálgica y vulgar, de novio perdido en la emigración y de hijo muerto a los pocos meses de nacer. Su padre había sido sacristán de monjas y de él quedárale el oficio de hostiera y aquella pequeña casucha terreña en el camino del Conxo, cerca de la urbe apostólica, con una pequeña huerta en torno, que ella misma labraba y donde criaba, para venderlos, un par de gorrinos cebotes, sacados adelante con las hortalizas y con las latas que traía penosamente, en equilibrio sobre la cabeza, desde las casas de la ciudad, llenas de desperdicios de mesa y cocina, que exhalaban, en el verano, un acre olor de residuos fermentados. Rufina era lenta y diligente, al mismo tiempo, y ponía cierta ensañada prolijidad en todo lo que hacía; jamás le había conocido parientes ni amigos y, de vez en cuando, al atardecer, se quedaba grandes ratos, arrimada contra un peral que había frente a la casa, silenciosa, quieta, con los brazos cruzados y la mirada perdida. Como la vivienda estaba sola, un poco apartada de la carretera, lejos de los caseríos, no tenía siquiera la obligación de mantener relaciones de vecindario; no obstante, cuando alguien la requería para echar una mano en caso de desgracia, enfermedad o mal parto, acudía con prontitud y buena cara; y, dentro de su limpia pobreza, practicaba la caridad, tanto con los pordioseros de aquella comarca como con los peregrinos pobres, que pasaban, procurando alivio para el cuerpo o paz para el alma en procura de la tumba del Apóstol Santiago, amigo íntimo de Dios, que, hacía veinte siglos, había llegado desde las arenas a buscar también la serenidad y el sosiego en aquellas brumas florecidas, en el borde final del mundo pagano que él había transitado con ardiente ademán de lucha.
Durante los dos últimos años que Julio pasó con Rufina la hostiera, solía venir una señora guapísima, perfumada y vestida, inútilmente, de trapillo, que le traía ropas y golosinas y lo besaba, disimulándose para llorar. Venía «de parte de su madre», y le prometía, cada vez, que ésta vendría también a verle «algún día», aunque a Julio no le importaba poco ni mucho que viniese o no. Durante el poquísimo tiempo que allí permanecía aquella dama, pues se veía a las leguas que lo era, y muy principal, a pesar de los disimulos del indumento, mostrábase muy inquieta, sobresaltándose y levantándose al menor ruido y exigiendo, a cada momento, que saliese Rufina a echar un vistazo a la carretera. Las entrevistas solían terminar cuando a la señora le daba una especie de «repente», que nada tenía que ver con ninguna exterior alarma, y se iba asustadísima, saliendo las más de las veces por la parte posterior de la casucha, enfangándose en la corraliza de los cerdos, cuando estaba de lluvia, y dando un penoso rodeo por sendas de labranza y anegadizas corredoiras, como para ponerse a salvo de espías y seguidores, al parecer, imaginarios. Julio recordaba el sonido de plata de los duros que la dama entregaba a Rufina en un breve aparte, a la salida, entre los últimos y agitados cuchicheos y recomendaciones de la despedida. Cuando se decidía a salir por la puerta del frente, Rufina emprendía antes una descubierta, por los treinta o cuarenta pasos que separaban la casa de la carretera; miraba, desde un ribazo, a un lado y a otro y canturreaba una copla de seña que sonaba rarísimamente, pues no cantaba jamás. La dama se embozaba en una especie de toquillón, que llevaba en todo tiempo, y salía apresurada, con paso menudo, moviendo, al pasar, las coles de tallo que avanzaban como inmensas flores monocromas sobre la veredilla.
Un atardecer, y cuando el plazo transcurrido desde la última visita no autorizaba a esperarla, aparecióse la señora mucho más agitada que de ordinario. Le puso una mano en la cabeza y se quedo un largo rato mirándole con mucha preocupación. Luego se puso a hablar con Rufina refiriéndose, al parecer, a un largo viaje; ésta la escuchaba sin dejar de trabajar en las hostias, pues se acercaba el precepto pascual y estaba agobiada de encargos. La señora no hacía más que levantarse y sentarse en el sillote bajo de enea, que estaba al lado de la puerta de la cocina. De pronto, le atrajo hacia sí y abrazándole estrechamente —cosa que anteriormente no había hecho nunca— le cubrió de besos y de lágrimas, haciendo movimientos negativos con la cabeza, como quien se ve obligado a tomar una penosa determinación. Rufina, ante aquellos transportes, carraspeó varias veces y la miró con mucha intención. De pronto se levantó, con repentina alarma, e hizo seña a Rufina, mientras le limpiaba a él la cara con un pañuelo perfumado. La hostiera recogióse el mandil espolvoreado de harina y fue a hacer su exploración. Cuando se quedaron a solas, dijo la dama:
—Estaré algún tiempo sin venir a verte, pero cuando regrese conocerás a tu madre.
Julio no supo qué contestar, pues estaba acostumbrado al silencio y a la falta de rapidez verbal de su ama, y se puso a pensar en que ésta tardaba más tiempo que el habitual en dar su cantiga de seña. La dama miraba a un lado y a otro, no se sabía si asustada por lo mismo, pues su estado natural era siempre el miedo. De pronto, viose que Rufina se aparecía, por la parte de atrás, por el huerto, agachada, como ocultándose bajo las viejas cepas. Entró demudada y la barbilla le tembló cuando pudo hablar.
—¡Av, doña Herminia, somos perdidas!
La señora se volvió con un movimiento rápido, como instintivo, y cubrió la cabeza de Julio con las manos abiertas, apretándolo contra el vientre.
—¿Qué?
—Hay dos caballeros, allí, bajo las acacias, preguntándole al cochero… Lo tienen cogido por los brazos y arrimado contra un árbol.
—¿Te vieron?
—Creo que no.
—Vámonos de aquí, pronto. Acompáñame hasta el camino de arriba.
La señora lo besó de nuevo llamándole «hijo mío» y se fueron por donde había venido Rufina en procura del camino de carro, que pasaba por los linderos de la pequeña heredad. Los tacones de la dama se hundían hasta desaparecer en los surcos blandos, donde las habas lobas asomaban ya la tierna sortija de sus primeros brotes. Apenas había dejado de verlas, Julio oyó voces sofocadas. Estaba entrando la noche, y un hinchado cielo bajo de invernía apoyaba sus odres en la caperuza del monte Pedrido. En la cocina brillaba el hornillo donde borbolleaba el cazo de la pasta ácima. Los rumores y sofocados quejidos fueron acercándose y aparecieron en la corraliza ambas mujeres fuertemente atenaceadas de los pulsos por dos caballeros jóvenes. El que parecía mayor tenía el rostro enmarcado por una barba corta, negrísima y puntiaguda y el otro con bigote y cejas también muy negros, a ambos les brillaban los ojos, con un fulgor que no conseguía ser cruel, y tenían los dos un porte distinguido y una voz armoniosa y semejante. La señora trató de zafarse, y el de la barba, que era quien la traía, la sujetó de nuevo apresándole un manotón de ropa a la altura del seno. Ninguno de aquellos movimientos, tan rudos y desordenados, parecía condecir con la calidad de sus autores, que semejaban estar entregados a un juego impropio. En esta disposición entraron. El más joven traía sujeta a Rufina con blandura, pues ésta no pensaba en debatirse contra su apresor y todo su afán venía reflejado en la inquietud de su rostro. Sin embargo, fue la primera en hablar, por cierto con voz que yo nunca le había oído tan entera y valerosa.
—Esta es mi casa. ¡Suéltame o grito!
—¡Cállate, alcahueta! —exclamó el caballero mayor. Luego, enderezando a la señora contra la pared sin soltarla y obligándole a levantar la cabeza, prosiguió—: ¡Confiesa o te mato!
—No tengo nada que confesar.
—¿Dónde está tu hijo?
—¿De qué hijo hablas, insensato?
Julio apenas había tenido tiempo, al verlos llegar, de acurrucarse entre la alacena y la artesa, más no tanto que su pelo de mazorca no devolviese, en resplandor dorado, el reflejo del hornillo. El más joven de los caballeros lo descubrió y soltando a Rufina, pidiéndole que trajese luz, cogió al chico por un hombro y lo puso en presencia del señor barbado. La dama se desprendió de un tirón y se abrazó a Julio sollozando, arrodillada en el suelo. Rufina había vuelto con un candil encendido.
—¿Para qué más? —dijo el hombre aquel, con un tono repentinamente suavizado, casi doloroso. Y luego, separándolos bruscamente, alzó la cara de Julio, tomándola por el mentón y lo miró largamente, paseándole el candil por las facciones.
—No tengas miedo, no te va a pasar nada. ¿Cuántos años tienes?
—Siete.
—¿Cómo te llamas?
—Julio.
Se volvió hacia la señora, que se había dejado caer en el sillote con la cabeza entre las manos.
—¡Hasta la audacia de haberle puesto el mismo nombre! ¡Pécora! —y retornando al chico, insistió—: Julio, ¿qué?
—Julio… nada más.
—Tienes razón —dijo en este punto la señora—. ¿A qué seguir negando? Haz de mí lo que quieras. Sólo te pido, en nombre de nuestra religión, que tengas piedad de esta criatura.
—¡Cállate, víbora! Demasiado sabes que tengo mejores entrañas que tú.
Quedóse un rato como sumido en hondas reflexiones, y luego exclamó, dirigiéndose al otro:
—Ya ves, hermano, cómo era todo verdad… —y agregó hablando hacia Rufina, con voz perentoria—: Y usted, si es que realmente quiere al muchacho, ni una palabra de todo esto. Hágase cargo de mi situación… Desde antes de mi casamiento se me advirtió de la existencia de este niño. ¡Esta infeliz fue una cobarde y yo un ciego! Por otra parte, mis hijos… En fin, excuse nuestra violencia y quede todo entre nosotros…
Hablaron unos momentos aparte los dos caballeros, luego volvióse contra la luz el mayor y sacó una cartera del bolsillo, de donde extrajo unos papeles que dio a Rufina enrollados.
—Tome usted. Ahí van diez mil reales. ¿Tiene usted parientes?
—Una hermana viuda, en tierras de Iria Flavia.
—Váyase usted un tiempo con ella, dos o tres meses, para evitar averiguaciones. Tiene usted que irse en seguida, mañana mismo. Hágalo por el bien de todos. Cuando usted vuelva ya se le compensará con mayor suma. Y no olvide que una indiscreción puede perdernos y dar en la ruina moral con dos familias antiguas y honradas —miró un momento a la señora y agregó—: Honradas hasta hoy…
Su voz había adquirido de nuevo un tono triste, pesaroso.
—Vete a buscar el coche. Y si crees que el viejo Manuel puede irse de la lengua… —dijo hacia el otro.
—¿Cómo se te ocurre pensar eso cuando él nos enteró de todo?
—Llevas razón; uno está ofuscado. Acercad el coche sin encender los faroles y despide al de ésta.
Rufina apenas podía disimular su turbación. Durante los anteriores diálogos se había ido, como si las cosas no fuesen con ella, a extender la pasta de las hostias sobre la loseta pulida y apenas se había vuelto para recibir el dinero y para prestar aquiescencia con un movimiento de la cabeza, cada vez que el señor la aludía. Pero los movimientos de sus manos, de ordinario tan exactos y seguros, se le desgobernaban, vacilando, indecisas, sobre la rutina del quehacer. Permanecimos todos en silencio, oyendo gemir a la señora. Al poco tiempo nos llegó el tintineo de las colleras.
—¿Os vais a llevar al niño? —inquirió con voz temblona y sin alzar la cabeza.
—No hay otro remedio.
La señora sollozó con más fuerza, como conteniendo una desesperación que pugnaba por liberarse en alaridos. Rufina abrió la tapa del arca y envolvió la ropa del chico en un limpio pañolón remendado.
—No, no —dijo el caballero reparando en ella—. Nada de impedimenta. Ya se le comprará otra.
Cuando estuvo de vuelta el que había ido a buscar el coche, Julio, abrazándose a su ama, comenzó a dar gritos y puntapiés negándose a salir de allí. Los cerdos gruñeron en su cubil y las gallinas alborotaron agitadas. Rufina trató de calmarlo, diciéndole que pronto volverían a verse, que había que resignarse… pero su voz estaba llena de ira y sus ojos estrenaban unas despaciosas lágrimas que no influían en su acento, rodando por sus mejillas, lentas, como sudadas, y sus brazos le estrechaban con una rudeza casi dolorosa que las palabras de resignación no conseguían aflojar, como si quisiera contradecir con ellos lo que sus labios hablaban. La dama tenía un rostro tan alterado que no parecía la misma; era un semblante hocicudo, rojizo, como repentinamente animalizado. En un arranque se precipitó sobre Julio y lo abrazó y éste correspondió al abrazo, sorprendiéndose de la emoción que le sobrevino, asaltándolo de lágrimas, cuando menos las esperaba. Lo que había sido en brazos de Rufina protesta y rebelión, contra la ceñuda voluntad de aquellos intrusos, era ahora un blando fluir del llanto que resultaba casi placentero en los de aquella mujer, tan suave y dolorida. Ellos, después de cruzar una mirada, salieron hacia la corraliza.
—¿Qué va a ser de ti, hijo mío? Pero adonde quiera que te lleven yo te encontraré. ¿Le quieres al niño? —exclamó poniéndose en pie, sin soltarlo, dirigiéndose a Rufina.
—No tengo otro hijo.
—Hay que averiguar que intentan hacer con el. No repararé en ningún sacrificio.
—Piense en que tiene otros…
—Aquéllos ya cuentan con protección. ¿Me ayudarás?
—Debe ser mucho el poder de este caballero.
—¿Cuento contigo?
—¡Dios nos ilumine!
Entró de nuevo el señor barbado y ordenó, con voz mas calma y precavida:
—Hay que darse prisa, podría llamar la atención el coche ahí parado y sin luces.
La señora dijo con acento humilde:
—¿No tengo derecho a saber qué piensas hacer con él?
—No tienes más derechos que a mi piedad. Te debes a tu casa y a tus dos hijos legítimos. Tienes mi palabra de que nada le faltará y de que será educado de acuerdo a su rango. Ya veremos lo que se hace en el futuro. ¡Vamos!
A los pocos minutos de rodar el coche por la carretera empezaron a verse los faroles de los arrabales de la santa ciudad. Julio nunca había estado de noche en ella y le pareció deslumbradora. Detuviéronse frente a la puerta cochera de un caserón de piedra, donde descendió la dama sin dejar de llorar. Lo besó de nuevo y fuese con los puños apretados contra las mejillas en un gesto de gran desesperación.
—Yo me quedo con ella para evitar cualquier desatino —dijo el señor de la barba—. Espéranos en tu casa, estaré allí dentro de un par de horas, pues saldremos esta misma noche y debo disponer algunas cosas. Además, quiero que el cardenal me dé una carta de su puño y letra.
—¿Y qué le dirás?
—La verdad cruda y desnuda. ¿A quién mejor que a él? Tiene inteligencia y caridad para entenderla. Además, es un buen amigo nuestro.
El coche rodó unos minutos más y se detuvo frente a la puerta de otra gran casa, que debía ser el palacio patrimonial de ambos hermanos, con una gran piedra de armas en el dintel. Entramos, cruzando un patio largo y húmedo, y subieron por una escalera de piedra, hasta llegar a un rellano y luego a un ancho pasillo alfombrado que los condujo a una habitación de techo altísimo, de maderas talladas, donde había grandes estanterías colmadas de libros y una estufa de carbón ardiendo en un ángulo. Daba la habitación a una galería, cuyas paredes y techo veíanse invadidos por una enredadera de hojas grandes y duras, como de cera, por la que anduvieron unos pasos para alcanzar una especie de antecámara tapizada de rojo y llena de enormes muebles, donde lucía su fuego de troncos una chimenea coronada por un bello cuadro de santos. Por la puerta abierta de este aposento veíanse otras salas grandes y tristes llenas de enseres ricos y aparatosos. Del techo de la inmediata pendía una gran lámpara de cristales donde se reflejaba el fuego de la chimenea con aéreas chispas rojizas. Tampoco allí se detuvieron. El señor joven le hizo entrar en otra estancia sin luces donde su voz resonaba extrañamente, mientras le decía, encendiendo una lámpara de mesa:
—Quédate un momento aquí y no te muevas hasta que yo vuelva. Siéntate.
Julio se hundió en una butaca tan blanda que parecía ir a dar con las posaderas en el suelo, y allí se mantuvo, con las piernas colgando. El señor salió y oyóse una campanilla en la habitación próxima. Al poco rato, le llegaron las siguientes palabras del caballero, dichas a otra persona:
—Que preparen, enseguida, una canasta con comida fiambre para tres personas y para un día y medio.
—¿Vinos también?
—Sí, y una botella de cognac. ¿Qué hay de cena?
La otra voz recitó, monótona:
—Sopa de arroz con rojones, vieiras y pierna de cordero al horno. Como verdura, fondos de alcachofas gratinados y ensalada de morrones asados. Como postre, compotas y pastas de dulcería.
—Trae platos dobles de todo, tengo un invitado. Despliega esa mesa de ajedrez, pues comeremos aquí. No debe entrar nadie; así que deja todo junto en esa otra mesa, al calor de la chimenea. Yo serviré.
Su voz era escueta sin dejar de ser amable. La otra persona se retiró luego de decir, también someramente:
—Está bien, señor.
Julio oyó, después de un plazo larguísimo, las voces de otras dos personas y el tintineo de platos y cubiertos. Al pasar otros largos minutos volvió el caballero muy peinado, con la cara más fresca, envuelto en una especie de ropón morado del que pendían dos borlas, y que le daba un vago aspecto sacerdotal.
—Vamos, Julio —le ordenó, al mismo tiempo que le acariciaba la mejilla con unos dedos muy blancos y ligeramente perfumados. En el paso de la habitación al gabinete de la chimenea, lo llevó suavemente cogido por la nuca. Cuando iban a sentarse en una pequeña mesa cubierta con mantel blanquísimo, con un candelabro de cuatro bujías en medio, se desvió a la mitad del trayecto y le hizo entrar en una sala de baños maravillosa, que era la primera que Julio veía en su vida, donde el caballero le hizo lavarse bien las manos en un lavabo al que caía el agua humeante, dando una vuelta a unos grifos de metal pulido que representaban animales indescifrables. Luego secóse en una toalla cuyo roce apenas se sentía. El caballero le peinó con sus propias manos y volvieron al gabinete donde comió abundantemente, y más a sus anchas cuando advirtió que el otro no le miraba nunca, después de haberle servido el plato. Lo único que le llamó la atención fue que le mezclase el vino con mucha agua, pues en casa de Rufina lo bebía siempre puro. Finalizada la cena, le hizo quitarse las botinas, que eran las nuevas y le mandó que se acostase en un sofá, tan blando que le parecía haber quedado suspendido en el aire. Luego le tapó el cuerpo con una manta que abrigaba sin pesar más que una sábana; después encendió un habano y se fue. Julio pensó que de buena gana se quedaría, de por vida, en aquella casa, un poco temible, en verdad, con todas aquellas pinturas y con aquellos espacios inmensos, llenos de cosas fantásticas y gigantescos, si contase con la compañía de aquel señor cuyas manos transmitían cariño y cuyos ojos resplandecían de seguridad y comunicaban serena y fuerte confianza. Cuando había entrado en un silencio sin calma, que contradecía la estabilidad y el extraño sosiego de aquella mansión sin voces ni ruidos, el señor le despertó tocándole apenas un hombro. Estaba otra vez allí el hermano, con un aspecto mucho más abatido que antes, y ambos vestían trajes distintos a los anteriores. El de la barba abrió un maletín y sacó de él una capa de paño azul muy cumplida y una gorra de visera de un género velloso.
—Ponte eso.
Julio obedeció, y sintióse repentinamente protegido por la tibieza de aquellas ricas prendas, que había visto llevar a los señoritos. Luego el caballero menor le arrolló al cuello una bufanda de lana espesísima al mismo tiempo que decía: «¡Pobre criatura! ¡Qué guapo y qué discreto es!» Cuando oyó aquello Julio casi se emocionó y tuvo ganas de besar aquellas manos de dorso cubierto de pelos negros, pero se contuvo.
Subieron los tres a un faetón tan grande como una diligencia, con asientos y respaldos muy mullidos, y pesados caloríferos de hierro para los pies. El correspondiente a Julio estaba levantado sobre una especie de cajón envuelto en una manta, atención que agradeció en silencio como había agradecido las otras. Pronto el coche estuvo fuera de la urbe, subiendo y bajando cuestas, tirado por cuatro caballos, rodando en la obscuridad, hasta que empezó a amanecer en medio de unas montañas altísimas y pardas en cuyas cimas iban encendiéndose lentamente una especie de quietas y grandiosas hogueras rosadas. Cuando el día aclaró un poco más. Julio pudo ver, desde aquella altura vertiginosa, la carretera que bajaba en curvas repetidas y muy pendientes, hasta un valle cuyas aldeas apenas se percibían como pequeños montones de piedra. Le pareció que los frenos tendrían que arder y saltar en pedazos y que el coche rodaría, desbarrancándose sin remedio por tales precipicios. Después de aquel viaje recordado entre los jirones del sueño y el sabor de las viandas que le hacían comer con reiteración casi molesta y medio dormido, llegaron a un parador solitario, en medio de una tierra hosca, azotada por un viento constante y retaceada de nieve, donde comieron de lo que llevaban y algo caliente que allí había. Apenas terminaran cuando apareció una diligencia de ocho caballos con gran estruendo de campanillas. Mientras cambiaban los animales, trasladaron al nuevo vehículo los efectos y despidieron al cochero con palabras familiares. Pronto partió al galope el galerón, cuya berlina ellos ocupaban exclusivamente, y durante lo que restaba del día pasaron por pueblos llenos de gentío y por parajes extraordinarios. Lo que más asombraba a Julio eran los abismos que de pronto se abrían bajo su ventanilla o el paso de los grandes puentes tendidos de una montaña a otra sobre la profunda vena plateada de los ríos.
Cenaron en otro mesón, en las afueras de un pueblo de casas muy nuevas, de piedra blanca y de tejados rojos. Mientras comían, en el primer piso, se oía abajo el trajín del cambio del ganado, operación que era acompañada por pintorescas expresiones de los mayorales y cascabeleos de colleras. Al mediodía de la siguiente jornada, la operación y la comida se repitieron en otro pueblo de gente muy alegre y expresiva, como si estuviesen de fiesta, en el empalme de tres carreteras. Cuando salían del yantar ocurrió un suceso extrañísimo. Oyéronse unos estampidos a la altura de las primeras casas del lugar y en seguida apareció un vehículo sin caballos que avanzaba, dejando tras de sí una espesa nube de humo y polvo. Detúvose el extravagante carricoche a la puerta del mesón, entre las gentes asustadas que lo miraban desde cierta distancia. El zagal de la diligencia dijo, con aire enterado, que era «un coche de fuego y que él ya tenía visto muchos». Descendieron una señora, con la cabeza envuelta en espesa gasa, y un jovencito con unos anteojos enormes alzados sobre la visera. En lo que semejaba ser el pescante iba otro señor blanco y pecoso, con bigotes rubios, también con gafas, envuelto en un amplio gabán de piel clara que le daba aspecto de oso polar. El mismo zagal añadió: «Es un francés. Los franceses son casi los únicos que saben manejar el coche de fuego. Yo pienso aprender; pues los condes de Cela tienen un portugués, y lo que hace un portugués también lo podemos hacer nosotros». Los dos caballeros, llevando a Julio de la mano, dieron una vuelta en torno al raro artilugio que expedía un olor penetrante a algo dulzarrón y aceitoso. El caballero mayor dijo, retorciéndose el bigote:
—¡Valiente disparate! ¿Qué te parece?
—Que no se impondrá.
A eso de media hora de haberse puesto la diligencia nuevamente en marcha, se oyeron de nuevo los estampidos y viose venir por la carretera el vehículo aquél, que acompañaba ahora su marcha con unos agudos toques de clarín. El mayoral sofrenó el tiro con un diestro golpe, mas, así y todo, al pasar el «coche de fuego», los caballos se alborotaron en una espantada que por poco da con el vehículo en la cuneta.
—¡Así vos parta un rayo! —gritó el mayoral, y quedó luego murmurando una retahila de palabrotas que hicieron exclamar a un clérigo que iba en la diligencia:
—¡Cállate, Serafín, ya está bien!
—¿Qué quiere usted, don Santiago? ¿Vamos a consentir que estos aparatos del c… nos echen de las carreteras?
Unas leguas más abajo volvieran a encontrarse con el extraño vehículo, pero esta vez tiraba de él una pareja de bueyes guiados por un aldeano viejo que cruzó con el mayoral un guiño cazurro.
Por la noche dieron vista, desde un alto, a una ciudad, al parecer muy grande, sobre la que semejaba haber caído una lluvia de estrellas que titilaban como cosa de magia.
—¡En verdad, es sorprendente el alumbrado eléctrico! —exclamó el caballero mayor, sacando la cabeza por la ventanilla.
—Sí que lo es, y de una gran comodidad —terció un viajero que parecía ser de la ciudad aquella.
—Aunque peligroso, según dicen —planteó el menor de los acompañantes de Julio.
—No hay atajo sin trabajo —repuso el otro, con acento ligeramente picado.
—¿Cuándo lo tendremos nosotros, en Santiago? —preguntó el cura.
—Los liberales lo prometieron para cuando sean gobierno —dijo el caballero de la barba.
—Entonces podemos esperarlo sentados —sentenció el clérigo con una fina sonrisa que los otros glosaron con una mirada de aprobación.
A la mañana siguiente llegaron al colegio. Por la forma en que los padres los recibieron, se vio que estaban advertidos.
Desde lo que queda dicho habían transcurrido cuatro años, y Julio el Callado no había vuelto a saber nada de la dama, de los caballeros y, lo que es todavía más increíble, de la propia Rufina.