En medio del bloque de tedio y desazón en que viví los cuatro años que siguieron, quietos, transparentes, iguales, como enormes masas de cristal, asoman aquí y allá, como moviéndose con vida propia en la aplastante rutina de la vida escolar, unos cuantos sucesos y figuras luchando por sobrevivir en el recuerdo. El padre Galiano, por ejemplo, muy joven, pálido como la cera, con sus ojos negrísimos, cuyo hermoso mirar alternaba entre la violencia y el miedo, que permanecía largos ratos improvisando en el armonio del oratorio chico u observando, muy detenidamente, una flor o un insecto. Los otros frailes no le querían bien, a pesar de que era el mejor de ellos. Sus clases de historia natural parecían hermosos relatos poéticos, y sus ejecuciones en el armonio nos hacían rezar con verdadera unción. Pero los frailes no le querían. Le hablaban con una frialdad distante y no se permitían con él las chanzas, mamolas y arrimones que los más jóvenes cambiaban entre sí, con aquel casto exceso de fuerzas que andaba siempre rezumándole por los rosados cachetes y cosquilleándole en los músculos. El padre Galiano era el único que nos acariciaba las mejillas. A veces tenía desvanecimientos que nos asustaban mucho. Casi siempre le daban al estar tocando el órgano, en la iglesia. Se dejaba caer suavemente, con la frente apoyada en el tablero de los registros. Cuando estábamos allí los cantores, ensayando con él misas, motetes y villancicos, lo auxiliábamos en seguida sin dar cuenta a nadie, pues sus desmayos solían ser muy pasajeros, volviendo pronto en sí y mirándonos sonriente y dulce, como pidiéndonos perdón por haberse dormido. Mas alguna vez le sobrevenían en medio de la función religiosa; y desde el coro de la capilla o desde abajo, cuando tocaba solo, advertíamos el accidente por un acorde, prolongado más de la cuenta, que se iba extinguiendo hasta cesar, terminando en un par de notas desafinadas o en una sola, como una queja ridicula o como un balido. Cuando tal sucedía, un relámpago de ceños pasaba por la comunidad y el organista substituto, un hombrón montañés, gran jugador de pelota, saltaba, como un mono, sobre teclado y empezaba a alborotar con una de aquellas melopeas amazurcadas, escritas para las comunidades industriales por otros clérigos igualmente horros de gusto y de fe. Luego veíamos cómo se llevaban al padre Galiano dos legos, algunas veces apoyado en ellos, por su pie, y otras en vilo, con los ojos cerrados y los brazos bamboleantes, como un herido mortal. Mas esto le sucedía muy pocas veces y estaba sobradamente compensado por las infinitas que nos hacía gozar, soñar y creer con sus serenas melodías.
También recuerdo al padre Manuel Lucena, un cordobés pardo, cenceño, con la cara como tallada en madera, y la sotana siempre llovida de caspa, como si el pelo gris se le pulverizase, siempre tomando rapé que extraía de una cajita de concha y que metía a grandes pulgaradas por las anchas ventanas de su nariz remangada y llena de pelos. Don Manuel era profesor de Religión y sumamente irritable, lo que hacía sus clases entretenidísimas, pues le enloquecíamos con tan monstruosas preguntas sobre misterios y dogmas que le tornaban verde la trigueña piel del rostro. En tales ocasiones perdía la escasa tolerancia que tenía para contestar a nuestras preguntas con las inocentes respuestas del Astete o metiéndose en las intrincadas razones de una escolástica de Seminario que nos hacía reír con sus extrañas palabras difíciles —transverberación, transubstanciación, inmanencia— o se ponía a gritar, como un poseído, mechando el lenguaje sublime con substituciones fonéticas de las palabrotas vulgares, tales como «carape», «riñones», «canastos» y «quoniam», que era la que más nos regocijaba. Cuando la carcajada se hacía general se le aplacaba súbitamente la furia y decía con voz y calma naturales:
—¿En qué íbamos?
—En el libre albedrío.
—Dejemos ese rebumbio, que no está hoy el horno para bollos, y retomemos la Resurrección de la Carne…
El padre director era un tal don Salvador de Santullán, leonés, nacido en alta casa. Tenía varias papadas, aunque no era muy grueso, y un extraño mirar entre tierno y dominante. Cuando hablaba en el púlpito lo hacía maravillosamente —era el único—, con una rica voz abaritonada, llena de plenitud viril y unos gestos de natural majestad y sobrio patetismo. A su lado, toda aquella clerecía daba la sensación de un místico proletariado, sin gracia ni humildad; y si allí no existían, al menos visibles, los conflictos y las hipócritas pugnas y resentimientos que hay en casi todas estas congregaciones, era debido a la neta diferencia que mediaba entre los padres y el director, cuyo trato con ellos era tan altivo y severo como si, en el fondo, los despreciase.
En los oficios de artesanía había algunos padres, catalanes y vascos en su mayoría, que eran los más simpáticos y campechanos. Resultaba muy curioso, a la par que agradable, verlos con el solideo puesto y unas sotanas raídas bajo el mandil obrero, moteadas de polvo o de aserrín, manejando trenchas, garlopas, marretas y gubiones o cazos de cola y bastidores de la encuademación. Los de la imprenta, llevaban delantal enterizo, de tela de mahón, y los de la forja un mandil de cuero. Procedían todos, o casi todos, de las clases populares, y eran muy camaradas y tratables. Cuando iban de jira campestre con sus aprendices, se tocaban con boinas y barretinas, enseñando a los hijos de la región hermosos bailes y canciones en los que semejaban revivir el épico pasado y la armonía colectiva de los admirables pueblos de donde procedían.
La vida en el colegio, como ya se ha dicho, se desenvolvía dentro de unas prácticas de aburrimiento, violencia y ordinariez que tenían mucho de castrense, pues ya es sabido cuanto se parecen entre sí cuarteles y conventos: la misma disciplina indiscriminada, idéntica rutina mortal y el proceso de jerarquización casi siempre ajeno a los méritos personales. Tendré toda mi vida en los oídos, los monótonos botes de las pelotas contra las paredes, improvisadas en frontones, los golpes de las gruesas billardas, el croqueo de los juegos de trompos, las exclamaciones del «a beber», saltando unos sobre el lomo de los otros, con sus disparates rítmicos:
A la una anda la mula,
a las dos anda el reló,
a las tres pariré,
...................................
a las once pican al conde,
las doce le responde…
las carreras, sofocones y risotadas del «marro», y, sobre todo ello, el chiflo de los padres que daba termino a los recreos o que ponía orden en algún incidente, deteniendo la algazara, hasta que una nueva ola de forajidos venía a substituir a los que regresaban a las aulas, con las caras congestionadas, discutiendo todavía sobre las alternativas de los juegos. Nuestra naturaleza, desatada y endurecida en aquel ambiente, se enternecía cada vez menos en las salas, a donde acudíamos lavados, peinados y sin el horroroso delantal gris, que nos daba aspecto de hospicianos, a recibir las visitas, en los primeros días tan anheladas, y las palabras y caricias de familiares y deudos. Después de aquel proceso de embrutecimiento, lo único que de las visitas nos importaba eran los regalos; y así, cuando tendíamos la mejilla para los besos iniciales, ya echábamos una mirada a los paquetes, calculando lo que nos traerían. Cuando el obsequio consistía en libros o ropas, nos poníamos de mal humor.
Allí, en una de aquellas salas llenas de rumores, de perfumes y de risas sofocadas, fue donde reparé, por vez primera, en el que luego había de ser mi tierno amigo de aquellos años. Julio el Callado acudía puntualmente y todas las veces, a la hora de visitas. Tomaba asiento en una banqueta, bajo un ventanal situado a mediana altura, que metía tanta luz en su caleado infundíbulo que, por contraste, apenas se veía a quien allí se sentaba; y allí se quedaba, solo y sonriente, hasta el final. Cuando pasaron cuatro domingos, desde que por primera vez reparé en él —quizá por sus ropas, risibles de tan cumplidas— me di cuenta de que nadie le visitaba. Era un niño silencioso, de sonrisa indescifrable y grandes ojos verdes, muy calmos, pero con un punto de fina ironía en ciertos momentos del mirar. Luego reparé que aparecía y desaparecía de las clases con intermitencias que a veces duraban varios días; los padres casi nunca le preguntaban las lecciones, y le trataban con desafecto, aunque sin rudeza. Yo aprendí a llamarle, como todos hacían, el Callado, que lo era en grado sumo; y, además, porque nadie sabía su apellido. También le llamábamos, aunque con menos frecuencia, Compostela, pues provenía, según tradición del colegio, de la ilustre ciudad; pero él sonreía y permanecía en el silencio cada vez que le pedíamos aclaración sobre ello, que eran muy pocas, pues una de las formas de la felicidad en la infancia consiste en la despreocupación del ser social de las gentes. Llevaba siempre unas ropas holgadísimas, compradas, sin duda, con el propósito previsor de repentinos desarrollos o duraciones inacabables, pero enteramente sin amor al que había de usarlas. Cuando las prendas estaban a punto de caerse a pedazos, que era cuando ya iban coincidiendo con su estatura, y no podían soportar más los parches y corcusidos con que el piadoso lego Ciprián se las remediaba, solía recibir nuevos lotes que anticipaban en un par de años su volumen, con lo que venía a quedar otra vez vestido de mamarracho, subrayada, aún más, la desproporción, por lo nuevo de las prendas. Sus pantalones inmensos, con las culeras caídas, como de elefante o de payaso, y aquellas blusas, sobrándole por todas partes, como derritiéndose sus durísimas telas, acentuaban lastimosamente la finura, en verdad aristocrática, de su porte y la innata gravedad y elegancia de sus modales, que jamás descomponía.
Julio el Callado soportaba las chuflas de aquellos barbarotes sin contestar jamás. A veces hasta miraba tras de sí como si allí tuviese que estar el destinatario de las impertinencias, y de esta forma, el ímpetu cerril de los agresores solía retroceder ante aquella postración y aquel dolor tierno, como de cervatillo herido. Era mayor que yo en años, pero se ofrecía siempre en un tan dulce sometimiento hacia los demás, que me hacía sentirle más chico y excitaba mi afán protector, al par que mi cariño. Un día, cuando ya mis visitas se habían ido, le llamé aparte, le di de mis golosinas, sin hablar palabra, y vi en sus ojos una bondad y una belleza tan extrañas que sentí vergüenza de no haberle dado todo. Este trato mudo de la repartija duró varias semanas. Salíamos de la sala de recepción y en el primer tramo del claustro, que era obscuro, le entregaba las cosas que ya iba apartando para él a medida que me las daban. Encontraba yo un extraño placer en separar las mejores. Julio apenas decía «gracias» con los labios, todo lo demás lo decía con los ojos o con la sonrisa. Un episodio bastante triste fue el que acentuó definitivamente nuestra amistad.
A mediados del primer invierno que pasé allí, me quedé unos días en la cama, con anginas. Era un tiempo escarchado, de sabañones en nudillos y orejas y de nariz goteante en las cátedras de los padres más viejos. Cuando bajó la fiebre, se me ocurrió un día, a media tarde, dar una vuelta por el huerto, pues acababa de salir el sol a través de las nubes algodonosas que anunciaban nieve. En el claustro bajo, al pasar frente al despacho del padre director, vi a Julio, arrodillado dentro de una especie de medio cajón, que le servía de lavadero portátil, fregando las tablas del piso con jabón, un pequeño haz de carqueja y un paño de moletón, empapado. Sólo de verle meter las manos en el agua, sentí frío en todo el cuerpo. Seguí de largo, repentinamente acometido por un sentimiento de vergüenza, mas, después de unos pasos, no pude continuar y me volví, entrando en el despacho.
—¿No hay nadie?
—No. El director se fue esta mañana, por dos días. Por eso me mandan fregar el piso a estas horas —estaba amoratado y tenía las manos rojas, casi negras; en el nudillo de un meñique asomaba su borde blancuzco un sabañón ulcerado, tras una tira de lienzo atada con un hilo de coser.
—¿Qué tienes ahí?
—Nada, un sabañón que reventó. Dentro de un mes tendré así todas las manos. Y a veces los pies.
—¿No los puedes evitar?
—Sí, antes de que revienten hay que untarlos con orinas, pero a mí me da asco —continuaba arrodillado en el cajón, sonriéndome, como si hablásemos de cosas agradables. Su pantalón inmenso, remangado, dejaba ver su piel blanquísima, jaspeada de moretones que le salían al menor golpe y de círculos acarminados del frío.
—¿Quién te castigó a hacer eso?
—No es castigo. Cuando se enferma alguno de los legos, tengo yo que hacer estas cosas. Lo peor es limpiar los excusados de los oficios. A veces vomito —dijo todo esto sin darle importancia, como disculpándose y sin levantarse del cajón. Parecía que estaba hablándome de rodillas.
—¿Por qué no te quejas?
Dejó de sonreír y me miró con estupor; una de las pocas veces que le vi mirar así, pues parecía estar siempre de vuelta de las cosas.
—¿A quién?
—No sé, al director, a tu familia… —no bien dije esto me puse colorado sin saber por qué. Julio se me quedó mirando un rato con una extraña impertinencia, y luego se puso a arañar vigorosamente las tablas con el hacillo de carqueja. Comprendí que había dicho una indiscreción, pero, como no dándome cuenta, insistí en el tono subversivo.
—¡Tienes que protestar!
—¿Y cómo…?
—Pues mira, así… —le di un puntapié al balde, que volcó por el suelo sus lavazas y el repugnante cuajo veteado del jabón marsellés.
Julio me miró maravillado, apoyando las manos en los bordes del cajón. Lo levanté casi en vilo y le sequé las manos con mi pañuelo limpio. Luego, inconteniblemente, lo besé en la mejilla y me sentí tan emocionado que casi se me saltan las lágrimas.
—Vamos para fuera —me siguió, como arrastrado por una irrebatible fuerza, dejando en medio del despacho todo aquel estropicio.
—¿Y después?
—Deja el después.
Nos acomodamos al sol en un ángulo de los muros de la iglesia amparado del norte, de donde salía un troncón de hiedra que cubría la mitad del ábside. Yo llevaba, por costumbre, en los bolsillos una buena provisión de piñonates, turrones y almendras de pico. La imposibilidad de poder comer ninguno de ellos me había hecho elegir los menos adecuados para mi garganta enferma, como para gozarme en su vista. Julio el Callado devoraba los dulces con tanta fruición que, por veces, se le desmandaba la señoril armonía del rostro al desleírsele los dulces entre lengua y paladar. Satisfecha su gula, que dejaba tan al descubierto el intacto niño que bajo su gravedad había, aludió a las represalias que le esperaban por su acto de indisciplina, agravado por la escapatoria. Hablaba como alguien que ya se ha conformado con no querer ni temer nada con demasiada certeza. Se oyó a lo lejos la voz del lego Ciprián, llamándole. Al no responderle debió suponer que andaría por los fondos del huerto y se puso a tocar una esquila.
—Me voy… Me llaman —dijo levantándose. Yo lo hice sentar de nuevo.
—Deja que te llamen. Total, el lío ya está hecho y te castigarán lo mismo. Así que aprovéchate del sol.
—Me castigarán más. ¿Sabes cómo le dicen aquí a no ir cuando le llaman a uno?
—No sé, desobediencia…
—No, contumacia.
Me dio asco oír una nueva de aquellas relamidas palabras de los frailucos.
—¿Y qué pasa con la contumacia?
—Que el castigo es doble. A veces hasta pegan.
Cesó el esquilón. Se oyeron a lo lejos las voces del primer recreo de la tarde.
—Mejor es que me vaya. Se me acaba de ocurrir una disculpa muy buena.
—¿Cuál?
—Que me fui a hacer una necesidad y que alguien tiró el balde mientras yo no estaba.
—¡Vaya una necesidad…! Llevamos aquí más de una hora. ¿Y vas a seguir fregando el piso?
—No hay más remedio.
Quedamos otro rato silenciosos. Julio estaba impaciente y miraba al edificio.
—Tenemos que vernos más veces, pero solos, ¿sabes? ¿Puedes, a alguna hora?
—Si, algunas veces puedo. Te dejaré un papel aquí, en esta grieta, diciéndote, cada vez, la hora y el sitio. ¿Sabes entrar tú solo en la mina?
—Si, pero allí puede ir cualquiera de los que saben.
—A las horas que yo te diga será muy difícil. Tú mismo tendrás que buscar un pretexto.
—Bueno.
Al otro día comenzó a funcionar la estafeta. Supe que le habían castigado a quedarse sin desayuno toda la semana. Traté de cubrir la falta de aquella sucia borraja que nos daban, hecha con cascarilla de cacao, unas gotas de leche y mendrugos de pan, dejándole en el hueco de la pared un refuerzo diario de chocolate. Por aquel entonces empecé a sentir que no era lástima lo que me acercaba a Julio el Callado, sino un nuevo y ya vehemente cariño. Julio era la primera persona, fuera de las de mi familia, a la que amaba. Con este descubrimiento, sentí algo que se asemejaba a una prolongación inesperada del mundo.
Entre la clase de matemáticas, que era la final de la mañana, y la refección de las doce y media, iba yo, en una escapada, hasta la grieta convenida, en los sillares del ábside, tras el troncón de la hiedra, a recoger el mensaje diario de mi amigo. Nos veíamos en algunas clases, de lejos, sin hablarnos, como si entre nosotros se hubiese establecido una complicidad que hacia aún más intenso nuestro afecto. Coincidíamos en pocas y, sin nuestro cambio de mensajes, yo me hubiera desesperado. Más o menos, cuando había transcurrido una semana, el suyo decía así: «Te aguardo en la mina a las dos y cuarto. No tendréis clase de Religión, pues el padre Lucena está ronco y habrá estudio, en cambio, las dos horas siguientes; pero puedes faltar, pues está a cargo del padre Nocedal que no ve nada. Dile a alguno de confianza que conteste a la lista por ti. Tu amigo que te quiere, Julio». Siempre leía varias veces sus papeles por el deleite que las palabras de despedida me causaban.
En efecto, todo se ajustó a sus previsiones. Para hacer las cosas más cabalmente fui yo mismo a contestar a la lista. Luego me deslicé por el corredor de las letrinas y gané el huerto, saltando por una ventana baja.
La cueva del agua se percibía desde lejos a causa del vapor que salía por las grietas de la fuente. El pilón estaba helado y en el pico del surtidor se inmovilizaba un curvo y transparente carámbano, que arranqué y metí en la boca. La mina estaba llena de un vapor tibio y el agua había aumentado de caudal, represada por el hielo exterior, pero las franjas de tierra a ambos lados eran altas y anchas como de una vara, de modo que se podía transitar hasta la pequeña ensanchadura que había unos pasos más allá, en cuyo reborde solíamos sentarnos. Los grandes se aventuraban más adentro, alumbrándose con cabos de vela, lo cual les confería el derecho de contar luego las más absurdas fantasías, afirmando algunos que, siguiendo el curso del canalillo, se llegaba hasta las mazmorras del palacio de Lemos situado a media legua de allá, en la cima de un castro. Por los veriles del hilo de agua, hasta donde alcanzaba la claridad que entraba por los tragaluces de la fuente se veían, arrastrándose con andar contoneado y antiguo aspecto de camafeos, las bruñidas salamandras. Julio aún no había llegado y a mi no me gustaba estar solo, pues siempre me parecía que algo tremendo iba a aparecerse en aquella negrura. Me asomé a un tragaluz para espiar. Los árboles mondos y acristalados dejaban caer lagrimones de luz a medida que el sol iba redondeando en gotas sus escarchas. El césped enderezaba sus briznas al paso del sol, amaneciendo minuciosamente, luego de su entumecida prisión nocturna. Oíase el río a lo lejos, acrecido por los primeros deshielos, rezongando contra los ribazos y muros o al chocar contra las viejas cañotas de los chopos.
Apareció Julio con mirada fugitiva y las mejillas acaloradas de sofocación. Le ayudé desde dentro a mover la losa, y se coló con la pasmosa agilidad de siempre, a pesar de los colgajos de su indumento. Nos encaminamos hasta la primera rotonda, donde llegaba muy cernida y verdosa la luz, y nos sentamos bajo la bóveda de rojizo sábrego, empelusada de arañejas, donde saboreamos junto con las golosinas, el placer agridulce de la desobediencia.
—¿Tienes más ganas?
—No.
—¿Quieres que te dé un beso?
—Quiero… Pero ¿por qué me das besos si no me eres nada? —aquella pregunta, tan lógica, me dejó perplejo.
—Pues mira, no sé…
—¿No será porque te doy lástima?
—No, no, nada de eso.
—Yo también te quiero mucho. Y más ahora, que ya se me va pasando la desconfianza.
—¿Eres desconfiado?
—¡Cómo para no serlo…! Si supieras mi vida… —no contesté nada, temiendo que Julio el Callado retrocediese ante mi deseo, tan visible, de saber. Él quedó también en silencio y se puso a luchar, metiéndose un dedo en la boca, contra un pedazo de mazapán que se le había apelmazado en el boquete de una muela cariada. Se chupó luego el dedo, y no añadió nada más. Me creí en el caso de insistir moderando mucho el tono, como no poniendo interés alguno en la cosa.
—Cuando tengas aún más confianza puedes contarme todo. También yo te contaré lo de mi casa.
—Algo me han dicho. Lo mío no es tan importante… para los demás. Pero para mí es mucho más triste —se levantó, y tomando agua en el cuenco de las manos se puso a enjuagar la boca, durante un rato, haciendo un ruido que me disgustó. Luego volvió a sentarse haciendo entrar el aire en el hueco de la muela con una especie de chistido que resultaba muy molesto de oír. Y sin transición alguna dijo:
—Pues verás… —con voz monocorde, sin resalte alguno, como recitando algo que le era indiferente, empezó a desgranar, sin mirarme, las circunstancias que habían dado con él en aquella leonera industrial y docente, donde no acababa de saber si era criado, si era un pobre de la clase de los de balde o interno de la clase distinguida, pues de todo ello participaba, sometido a un régimen caprichoso y discontinuo.