CAPÍTULO III

Los sucesos se precipitaron en pocos días, desatando su carga de fatalidad. Pude seguirlos a través de noticias casuales y fragmentadas, aunque muy precisas, que llegaban hasta mi destierro escolar desde los más diversos orígenes. Conversaciones de los frailes que hablaban a medias, entre sí, como hablan los mayores creyendo que los chicos son idiotas; algunos, de las clases de grandes, que me preguntaron, entre incrédulos y maravillados, «si realmente era mi tío aquel señor de Auria que se peleaba con los obispos». Uno de estos muchachos, hijo del notario de Lemos, fue el encargado de concretarme los sucesos mediante recortes de los periódicos que su padre recibía.

Al domingo siguiente de la visita de mis tías se apareció Joaquina. En todo aquel año había venido un par de veces la pobre, luchando con su falta de vista y con la decrepitud de su cuerpo, que apenas podían sostener los claudicantes zancos de sus piernas descarnadas. Envuelta en sus perpetuos lutos, estuvo todo el tiempo de la visita sentada a mi lado, casi sin mirarme, con mi mano entre las suyas, enfrascada en el relato de las cosas más próximas, más del día anterior, presentadas como si ya fueran espectros de sí mismas, en relatos desfigurados, antiquísimos, leyenda casi, todos mechados de «ojalases», «diosdirases» y otros ensalmos de su lenguaje ultratumbal, destinado a detener o a desviar, con sus distingos e imprecaciones, con sus confianzas dudosas en el hado disfrazado de divinidad, los zarpazos de aquel oculto terror aldeano, céltico, telúrico, de aquella difusa moira occidental, borrosa, animista, trasfundida en la esencia y raíz de los sucesos y los días, con implacable señorío sobre los vivientes y su medio, también cómplice, también implacable, sin pasividad. Los ojos cuajados de la anciana parecían andar siempre buceando en lo eterno, y toda vigencia de lo actual trocábasele en continuidad superior al tiempo. Su respuesta a estos solapados embates de lo real, que hacía de su habla una perpetua oración desconfiada, originábase en la condición expiatoria que ella atribuía a este inacabable y miserable paso por la vida, flanqueado por los males que mandaba un Dios, al que, tal vez, no fuese nada fácil amar, pero al que había que temer y que aplacar.

Por ella supe que el juicio oral tendría lugar en aquellos días y que «todo estaba en las manos del Señor». Se fue un poco antes del obscurecer y me concedieron permiso excepcional para acompañarla hasta la estación. Durante todo el trayecto fue llorando y diciendo que «su corazón estaba muy triste y que no veía más que desgracias en el futuro».

Cuando regresaba me vieron unos externos en la calle del Cardenal y me entregaron, con mucho misterio, una hoja de El Vértigo que tronaba por todas las bocas de cañón de su ingenua retórica. No tuve paciencia para esperar a leerlo en el colegio y me detuve frente a la luz de un escaparate. Entre las marañas de la divagación doctrinaria se leía lo siguiente: «El augusto equilibrio de la balanza justiciera amenaza sucumbir bajo el peso del obscurantismo más inquisitorial…» «Las tenebrosas fuerzas de los enemigos del Progreso, ocultas en sus teocráticos tobos, se agitan contra la acrisolada honradez y varonil coraje de nuestro convecino don Modesto de Torralba». (Ni mi padre ni mi tío se habían puesto jamás aquel ridículo de). «El cieno amaga con alcanzar las gradas ecuánimes, o que debieran serlo; cubrir las sillas curules de la magistratura con su estercórea marea y ahogar a sus ocupantes con las emanaciones de las solfataras ultramontanas, que no de otro modo pueden calificarse los editoriales, es un decir, de El Eco, esa deshonra del periodismo local. El jurado popular —¿popular?, ¡ja, ja!— ante el que se verá la causa, que tiene suspensa y apasionada a toda la población y en cierto modo a toda la Nación, reúne en su conjunto a las mentes más ocluidas por el error fanático que pudieran hallarse en nuestra tan amada cuanto desdichada ciudad. En los centros levíticos, los minúsculos torquemadas provincianos, mueven las fauces ávidas de escándalo, ya que no pueden reclamar sangre como sería su deseo. ¿Sangre, hemos escrito? Tal vez sea esta palabra una siniestra, aunque involuntaria, profecía. El pueblo se halla soliviantado y su ira es la de Dios; del Dios de la inmanente justicia, no del desfigurado sayón de sus perpetuos falsarios. ¡Pues bien, a éstos les decimos, respaldados por el pueblo, que cumpliremos con nuestro deber, caiga el que caiga en la demanda! Si a esto se llegara, la población de esta benemérita ciudad viviría horribles horas de confusión y luto. ¡El lunes a la Audiencia! ¡Es una cita de honor!»

De toda aquella faramalla sacaba yo en consecuencia que el juicio oral tendría lugar una semana después. Tan distraído estuve en aquellos ocho días que me aplicaron más castigos y me pusieron más faltas que en todo el tiempo que allí permanecí. Por las noches, me acometían no sólo pesadillas insoportables, sino alucinaciones durante el duermevela. Todo ello coincidía, además, con la más absoluta falta de noticias directas. El domingo anterior a la vista de la causa no vino nadie. El lunes amanecí con fiebre. Los frailes empezaron a alarmarse por mi falta de apetito y de interés en las cosas de la vida escolar; pero como estaban al tanto de todo, disimulaban en lo que era posible, aunque algunos de ellos no dejaban de dispararme alguna hipócrita ironía. El jueves siguiente, en la alta noche, estaba yo completamente despierto madurando un plan de fuga que le propondría a Julio el Callado, cuando se oyeron unos fuertes aldabonazos que resonaron en la parte baja del edificio y lo llenaron todo de ecos agrandados. De noche desataban la esquila de entrada para que los borrachos y los rapaces del pueblo no la hicieran sonar por chiste. Casi todos los de aquel dormitorio, que ocupábamos unos cuarenta muchachos, se despertaron, y oíanse, en la obscuridad, exclamaciones y conjeturas de cama a cama. Los más, hablaban de incendio y empezaron a levantarse precipitadamente. El recio aldabón seguía golpeando casi sin tregua. El lego Valentín, encargado del dormitorio, tan asustado como nosotros, no se atrevía a imponer silencio. Encendió un farolón y se cruzó en la puerta, esperando. A poco de comenzados cesaron los porrazos del aldabón, pero ya no había quien nos calmase hasta saber la causa. Unos minutos después apareció el padre Samuel, que era el subdirector, muy nervioso y demudado. Le acompañaba, portando un velón de cuatro mechas, el lego José, un joven aldeano que hacía de sereno. Cuchichearon con el encargado del dormitorio y se vinieron todos hacia mi cama.

—¿Tú eres Luis Torralba?

—Sí, padre.

—Ponte la ropa y acompáñanos.

Me puse el pantalón y me envolví en una manta. Salimos a los pasillos del claustro alto y pronto llegamos al rellano de la gran escalera, donde ya estaban los frailes, casi en su totalidad, muchos de ellos en ropas menores, cubiertos, como yo, con las mantas de la cama, alumbrándose con palmatorias. Cuando nos acercábamos, abrieron el corro y cesaron el rumor que los tenían muy de cabezas juntas en tomo al padre provincial que se hallaba de inspección en aquellos días. Las luces movedizas echaban las sombras, agitadas y concilieras, contra las cales de techos y muros, metiéndose unas en otras como cuerpos de diferente densidad que no perdiesen su contorno con la mezcla. Abajo, en el patio de la recepción, iban y venían otras sombras y otras luces, que al iluminar las caras de los clérigos les daban el extraño aspecto de cabezas flotantes. A llegar me consideraron un instante; luego dijo el padre director:

—Mi opinión es que debemos acceder.

—¿Y quién le conoce? —inquirió el provincial.

—Yo. No hay duda alguna que es él. Conozco bien a los dos hermanos, de cuando estuve en la Casa de Auria. Son unos bárbaros capaces de cualquier cosa. Hay que abrirle sin más.

El padre Rafael, con el susto pintado en su cara chata y andaluza, agregó:

—Cuando lo columbré por la mirilla, al levantar el farol, me pareció ver, en el arzón, la boca de un trabuco.

—Déjese de pamplinas —medió el padre González, que era el profesor de Física, nacido en la provincia de Lugo—. En nuestra tierra la gente de honra no usa esos aparatos que usan en la suya los bandidos.

—Dispénseme, padre, pero sé bien lo que digo.

—¿Y qué? También aquí aparecerán, si el caso llega —cortó el padre director—. Usted decidirá, ya que, por suerte, le tenemos aquí —el aludido, que era el padre provincial, se quedó breves instantes muy preocupado y mirando a unos y a otros. De pronto se oyeron nuevos y más fuertes porrazos que invadieron el monasterio como su galopada de ecos.

—Abran —ordenó el provincial—. Bajen algunos con usted, padre Rafael.

Cuando íbamos a iniciar el descenso, dispuso rápidamente:

—Ustedes aquí, por si acaso. Apaguen las velas; José y Valentín que traigan escopetas y que se aposten ahí, pero sin descorrerles el seguro. ¡Cuidado con hacer tonterías! ¡Vamos! Venga usted también —dijo al director.

En medio de la gran escalinata nos encontramos con otros frailes que subían.

—¿Se le abre?

—Sí. No pasará nada, pero quédense por ahí, arrimados a la baranda. Apaguen las luces.

Ya en el portal de entrada, el padre director se adelantó solo y habló por la mirilla hacia afuera. Tras unas breves palabras rechinó la llave y se abrió enteriza la gran hoja de la portalada. Las luces de los frailes se proyectaron hacia afuera y allí estaba mi padre, montado en un caballo de gran alzada, envuelto en un largo y antiguo carrick gris de dos esclavinas. Parecía un cuadro. Llevaba altas botas de montar y la cabeza tocada con un pasamontañas con visera de género y anchos barboquejos sueltos a lo largo de los carrillos. Más atrás estaba el Carano, tiritando bajo una manta con franjas de colores vivos, con otro caballo de la rienda. El grupo se recortaba contra un cielo cristalino, hirviente de limpios luceros invernales y en el suelo escarchado como una alfombra de cuarzo.

—¡Ya era tiempo! Muy buenas noches, señores. ¿Dónde está mi hijo? —exclamó echando pie a tierra.

Me arranqué de las manos del lego para caer en sus brazos, en el momento preciso en que iba a estrellarme contra las losas, pues no había visto el escalón que moría en la acera. Nos abrazamos estrechamente y me besó en los labios. La parte alta del carrick estaba cubierta de escarcha, sus labios ardían.

—Padre González —dijo adelantándose hacia el grupo—, sabía que estaba usted aquí y que daría la cara por su viejo amigo.

—Así fue, Torralba, y muy honrado con ello. Supongo que se comportará usted, como caballero que es, a la altura de nuestra confianza —respondió el aludido.

—Quiero pedirles ahora que me dejen un rato a solas con mi hijo. Me voy por mucho tiempo, ni yo mismo sé por cuánto.

—¿Por qué no esperó usted a que fuese de día? —preguntó el padre provincial, un tanto molesto por la prescindencia que de él se hacía—. Yo soy el provincial…

—Lo ignoraba, padre. Pero cuando se pide una cosa por gracia, no hay que andar con preguntas; se concede o no. Si yo ejerciese un derecho no me humillaría como lo hago.

El provincial, que no las tenía todas consigo, sin duda impresionado por la entereza de aquella voz, hizo una seña para que todos se alejasen y añadió, con entonación más suave:

—Supongo que nada le ocurrirá al niño. No olvide usted que está bajo nuestra custodia. Sería un gran trastorno que usted intentase llevárselo.

—Comprometo mi palabra de honor.

—No se hable más. Pasen ustedes a la sala. Tienen media hora.

—Tú, Ciprián —dijo el director a otro lego—, enciende allá luces y trae a los señores algo de comer y de beber.

—Gracias, llevamos.

—¿No pasa su acompañante?

—Es un criado. Quedará al cuidado de las bestias. ¡Tú, Carano, métete al reparo y echa mano de una botella de ron que va ahí! Vuelvo en seguida.

—Queden con Dios.

—Hasta luego, padres, y muy agradecido.

Fuéronse los frailes, deslizándose sobre sus pantuflas, dejando un velón en el banco de entrada de la sala de visitas. Lo único que del grupo se oyó durante unos instantes fueron los zuecos claveteados del lego Ciprián mordiendo las losas, cada vez más lejanos. El lego Valentín encendió dos palmatorias, las puso en la repisa del gran retrato de san Francisco de Sales y se quedó allí a cierta distancia. Mi padre y yo nos sentamos en un sofá.

—¡Estás grande, hijo mío, da gusto verte! —empezó diciendo, mientras se quitaba el pasamontañas, enjugándose un repentino sudor que apareció en su frente palidísima.

—¿Pero qué ocurrió para que vengas así?

—Ya no tiene remedio, hijo; a lo hecho, pecho. Fue una burrada, como siempre, pero… —quedóse un rato con la vista fija y añadió—: Uno no hace más que burradas. Créeme que al ver cómo te vas haciendo hombre me da vergüenza por ti, sólo por ti. Antes las hacía y no me importaba nada de nadie. Pero ahora… Al cabo de media docena de años más habrá ahí un hombre hecho y derecho.

—Pero, papá, ¿para que vienes así, de noche y como escapado?

—Es que ésa es la verdad, escapado. Pero lo principal es que, dentro de lo factible —añadió como volviendo a un pensamiento fijo, que le hizo bajar la voz—, ésos tuvieron lo suyo, sobre todo Eucodeia, por charrán y farsante. ¡Y que no fue tanto como debió haber sido! Pero te tengo a ti, y eso acobarda.

—Pero ¿qué pasó? —exigí cada vez más excitado—. ¡Supongo que no habrás hecho una muerte!

Continuó el soliloquio, desentendido de mi pregunta, mientras liaba un cigarrillo con las manos temblorosas.

—Se cebaron con Modesto, ésa es la verdad. Eucodeia, que parecía un hombre, intrigó luego cuanto pudo para que el proceso resultase de consecuencias aún más mortificantes de lo que se esperaba. El obispo resultó un hipócrita de marca mayor; nos hizo carantoñas de imparcialidad hasta el último instante, y cuando faltaban dos días para la vista, se fue a su pueblo o a un rayo que lo parta… En cuanto al tribunal, el presidente, que ya lo tenía yo bien apretado, se enfermó de mentira, y el marrano de Cardoso se enfermó de verdad, ¡así muera!, con el miedo. Pusieron allí a unos testaferros que recusaron a nuestros jurados y metieron incondicionales. ¡En fin, una carnicería, una verdadera carnicería! Contábamos con el pueblo, pero en cuanto los civiles salieron a la calle no se vio alma viviente en ella. Todos igual, ¡un asco! Éste es el resultado de un año y medio de trabajos y gestiones en los que me quemé la sangre viendo a uno de los míos en prisión. ¡Hasta a ti te olvidé, hijo mío! Acumularon todas las agravantes y dieron una sentencia inicua. ¡Total, ocho años de presidio!

—¿Qué el tío va a estar ocho años preso? —exclamé aterrado.

—Cuando le leyeron la sentencia se puso como loco y de un brinco saltó hasta la mesa del tribunal, pero se le echó encima la pareja de los civiles y lo tumbaron allí, en los estrados, con la boca rota a culatazos. ¡Si llegan a tenerlo sin esposas…! Yo no estaba… afortunadamente. Los amigos lo impidieron y me presté a ello. ¿Qué podía uno hacer contra aquellos criados revestidos de jueces? ¡Pobre Modesto! ¡Ocho años al penal de Ceuta!

Este nombre sonaba trágicamente, sentimental y populachero, con su alusión a bandidos y caballistas, a asesinos de crimen pasional y a gitanos de la truhanería penibética, y no parecía tener nada que ver, ni aun en la linde de las mayores inconsecuencias, con las personas decentes de los burgos, que delinquían por sentimientos que no eran los primarios del hambre y del sexo, sino los muy respetables de la honra y la hombría.

Mi padre permanecía fumando en silencio, acodado en las rodillas. Yo adivinaba que algo mantenía en reserva, principalmente por las alusiones ya aventuradas, como al descuido, en su continuado monólogo, que no entraba en su manera de hablar habitual, y luego por su aspecto evidentemente fugitivo. Sabía yo, además, que aquellos hermanos de caracteres superficialmente distintos, estaban identificados por una raíz común en el modo de reaccionar y unidos por una ternura sin expresión pero bien trabada en la masa de la sangre.

—¿Y tú qué hiciste? ¿Te quedaste así? —pregunté con una especie de tono acusador, para que hablase de una vez.

—Primeramente, cuando ya resultó claro que el negocio estaba guisado y que mi hermano se iba a perder, fui de unos a otros pidiéndoles que recapacitasen, que la cosa no era como para destrozar a un hombre de bien, que había armado todo aquello, no por intereses personales, sino para defender a un crío de cuya filiación paterna ni estaba seguro… ¡Cómo si nada! ¡Pero no les arriendo la ganancia para cuando se vea libre! No es de los que olvidan… Por más que no creo que salga de allí. A ese hombre le arden las entrañas o le revienta el cerebro cuando se vea reducido a prisión por tanto tiempo. ¡Pero todavía no estoy muerto yo! —estas palabras las dijo poniéndose en pie y con un tal vozarrón que el lego Valentín dio un respingo. Yo me había ido quedando exangüe a medida que asimilaba las terribles noticias.

—¿Y tú qué hiciste, papá? —insistí con voz dura, deseando ya la brutalidad del relato que mi padre estaba esquivando, no sabía por qué.

—Nada, Luis, o casi nada… por desgracia. Uno se gobierna en los momentos que no debiera, en los momentos en que uno tendría que dejarse ir como un huracán. Y en vez de hacer las cosas en forma, hace burradas. ¡Si uno se dejara ir…! Pero no; uno se pone a hacer con la cabeza las cosas que debiera hacer con el corazón. Total, una burrada; más ruido que nueces… Me comprometí sin resultados definitivos. Ahora se estarán burlando…

—Papá, se nos acaba el tiempo y no me has dicho nada.

—El juicio duró tres días… Por las dos sesiones anteriores, por la declaración de los testigos de cargo y por la innocuidad de las deposiciones de los de descargo, se vio que la cosa estaba perdida. Los correligionarios se portaron como indecentes gallinas. El informe del defensor, que fue un alegato magnífico de Porras, apenas se oyó por los rumores y silbidos del beaterío. Luego la sentencia, después de las conclusiones del presidente de la Audiencia al jurado, que fueron de una perfidia y de una ilegalidad sin precedentes El resto ya lo sabes. Me trajeron la noticia al Casino y me quedé como te podrás suponer.

La palabra de mi padre se iba acelerando, evitando matices y pormenores, como pasando de largo frente al hecho principal en lo que a él competía.

—Sin decir una palabra a nadie, me fui a casa de Modesto y luego a la fonda, a coger algún dinero y a disponer cosas… Después me dirigí a la catedral. Tuve que esperar dos horas mortales, por allí escondido. Cuando ya estaban todos rebuznando, salí de mi escondite y salté el barandal del coro con unas intenciones de hiena, te lo confieso. A pesar de la poca luz me reconocieron y hubo una espantada general de canónigos. Y eso que yo iba sin armas. ¡Qué animalada, qué estúpida imprevisión! El primero que me hizo frente fue el pobre Portocarrero, al que no tuve más remedio que tumbar de un golpe en el estómago. ¡Pobre don José, allí quedó sin menearse! Eucodeia, que era la pieza que yo iba a cobrar, saltó como un corzo del escaño, y quiso huir, mientras yo despachaba a Portocarrero; pues la verdad es que me tuvo trabado unos instantes, con su fuerza de gañán. Pero lo hizo tan mal Eucodeia que se fue de bruces. Se ve que su destino es ése. Cuando se levantó yo estaba ya a su lado. Me eché a él y le di cuantas pude, que no fue cuantas quise. Pero a mano limpia, que ésa fue la tontería. En el momento hubiese dado lo que no tengo por un arma. ¿Qué se podía hacer a mano limpia contra semejante hastial? Rodamos por allí, con mucha ventaja de mi parte, zurrándonos de lo lindo. Los otros me tiraban encima cuanto tenían a mano. Pero así y todo lo hubiese dejado por muerto si, en uno de los vuelcos que dábamos, no se me hubiera venido encima el facistol que me abrió una brecha en los altos del cráneo, aflojándome los brazos y borrándome el sentido. Así y todo, cuando lograron quitarme de encima de la bestia, me hice cargo de que, desde hacía ya un buen rato, le estaba golpeando el testuz contra las losas, como quien maja en frío. Y debía estar ya ido, porque no hacía resistencia alguna. Y allí quedó, librándose de su puerca sangre otra vez.

—¡Eso es! —salté, como disparándome. Mi padre me miró con cierta sorpresa, como si no hubiese esperado aquella aprobación, y siguió, con acento casi divertido:

—Lo notable es que todo fue con música, pues el organista, yo no sé si por miedo o por acallar la zalagarda, echó a volar todos los fuelles del instrumento, que aquello era un trueno.

Yo me callé, imaginando la escena, saboreándola y añadiéndole pormenores. Veía a mi padre saltar la verja con la agilidad con que brincaba sobre los vallados campesinos, y penetrar a la carrera en el recinto litúrgico donde los dignidades alternaban sus antífonas entre las ricas tallas, en la suave penumbra; paladeé con deleite el susto de todos ante aquella irrupción, figurándome la soberbia canonical repentinamente aplebeyada por el revoleo de los puñetazos y el estruendo de los bofetones. Porque más que la tunda a Eucodeia, lo que estimulaba mi íntima alegría era la humillación inferida al templo mismo. Cada vez que su terrible autoridad sufría un desmedro de poder, en cada ocasión en que dejaba al descubierto un lado vulnerable, yo me sentía con algo de mí mismo recuperado, como si naciese un poco más. Era la certeza de que su dura mano helada no podía detener el valiente pulso de la vida. Deseaba ahora poder quedarme a solas, para volver, una y mil veces, con la imaginación sobre el caso y extraerle todos sus gratos zumos.

—¿Te hiciste mucho daño, papá?

—No sé, creo que no. Sin embargo, aunque en poca cantidad, vine perdiendo sangre todo el tiempo. Menos mal que cayó la helada.

—¿Y cómo has podido salir?

—Como era de suponer, me echaron encima todo el cuartelillo de la guardia civil y avisaron a las empresas de coches. El Carano consiguió buenos caballos en un alquilador. Nos echamos al monte, atajando por caminos de sierra y sendas de cabras hasta llegar a Sober, casi sin dejar el galope. Allí cenamos en un mesón y me restañaron con un emplasto hecho de azúcar moreno y telarañas de cuadra, que me libró del molestísimo hilo de sangre que venía manando sin tregua. ¡A ver qué encuentras tú ahí! Me empieza a tirar…

Alcé un velón y vi, entre su hermoso pelo dorado, una profunda desgarradura del cuero que le bajaba desde la coronilla hasta detrás de una oreja, con los bordes apenas cubiertos por el coágulo, apelmazado y rezumante, que formaba la sangre, el azúcar derretido en ella y el plastrón de las telarañas. Al cogerle la nuca para bajarle la cabeza, noté que estaba ardiendo de fiebre.

—Sí, debes curarte lo más pronto posible. ¿Quieres que diga algo aquí? Hay un padre muy buen enfermero.

—No, no… Sería alborotar las cosas. De éstos no hay que fiarse. Lo mejor será que tome el portante en seguida. Son capaces de denunciarme.

—¿Y qué piensas hacer?

—Dejarte ya, hijo mío —dijo, levantándose de nuevo y encasquetándose penosamente el pasamontañas. En aquel momento sentí hacia él, renovada, toda mi antigua ternura y tuve ganas de abrazarle y de llorar—. Antes de que raye el alba tengo que estar en Quiroga, donde el párroco de San Martín es un viejo amigo y camarada de cazatas y viajes; con él estuve en Roma. Es un buen sujeto. Me dará caballos sin preguntarme nada. Tal vez descanse algo allí. Y ya veré cómo alcanzo la marca portuguesa, sin salir de las serranías… Por tierras de Sanabria, por el Invernadero, no sé, no sé… ¡Hijo mío, tengo que irme!

Se levantó y se acomodó el carrick, cuyo amplísimo ruedo le llegaba hasta los pies. Nos estrechamos en silencio y nos besamos en los labios. Los de mi padre ardían. Salimos hasta el portal precedidos de Valentín, que nos alumbraba con el velón en alto. Mi padre le alcanzó dos pesos de plata. «Nos está prohibido», dijo el lego. «Échalos en el cepo del santo de tu devoción. Y dile a los frailucos que disimulen, que ando apurado».

Al abrir el gran portón aparecieron los caballos que estaban con el morro metido en el fardel del pienso. Apoyado en uno de ellos estaba Carano, el maletero, que me sonrió, más que con la boca, con su único ojo, osado y maligno, mientras libraba a las cabalgaduras del taleguillo. De la nariz de las bestias brotaron chorros de vapor en los que se hacía como polvorienta la luz del velón. Brillaban con saña los luceros y caía de lo alto el blanco drama de la helada a destiempo, con su cándida furia destructora.

Unos instantes después los dos jinetes se perdían, sin borrarse bajo la sombra de los grandes negrillos decorados por el centelleo estelar.

Yo me sentí perdidamente triste, como abandonado. Por las mejillas empezaron a caerme lágrimas tan calientes como jamás supuse que hubiese nada tan caliente dentro del cuerpo. Valentín me cogió de una mano y cerro la puerta.