El desasimiento de mi vida anterior, tan insufrible, tan doloroso en los primeros tiempos, me fue luego sirviendo para mitigar aquel aniquilante dualismo que me hacía imposible la existencia en mi casa, condenándome a vivir la vida de los otros en mucho mayor grado que la mía. Por primera vez sentía que ya no era uno, forzadamente solidario con las cosas que me rodeaban, sino uno y distinto entre ellas. No hacía nada, aunque a veces me lo reprochase la conciencia, por hurgar en los recuerdos ni por establecer una voluntaria continuidad con ellos. Mi vida crecía en otra dimensión, y los problemas anteriores se iban cuajando en su verdadera responsabilidad; empezaba a sentirlos más como espectáculo que como propia naturaleza. Pareciera que, a medida que los iba ordenando en la mente, los fuese expulsando del corazón. Esta lenta configuración y predominio de la conciencia me iba, pues, centrando en mí mismo, separándome de aquella relación, involuntaria y fatigosa, que me había tenido como disuelto en lo ajeno; y la primera aventura de tal liberación, aunque ello parezca contradictorio, había estado ya como contenida en la inclusión, dentro de mi juego vital, de aquella primitiva ligazón que me había tenido como apresurado en la dura permanencia del templo, en su perpetuidad implacable, en su estabilidad. Pero aquella tétrica coyunda con la catedral y su imperio sin respuestas también tendría que ser cancelada, tanto en el poder de su presencia material cuanto en la sutileza de sus símbolos, que me habían ido envolviendo, penetrando, hasta inmovilizarme.
Mi vida en el internado, vista desde esta interpretación lejana, fue algo así como un período de disciplina de la voluntad, de germinal soberanía, y también de aquietamiento del contorno. El primer contacto con una forma del deber que, a pesar de su rigor, me daban la imagen, la cabal sensación de poder aceptarlo o rehuirlo. Por debajo de aquel pueril mecanismo de los quehaceres escolares yo sentía, no obstante, el trazado de una senda: un cauce por donde ir contra la porción fatal de la vida, una inicial entereza frente a los embates obscuros del odio y del amor. Más tarde, esto no ocurrió sin muy dolorosas experiencias.
Durante mis primeros meses del colegio, los asuntos de mi familia habían ido de mal en peor. Por lo pronto, me enteré que mediaba una orden rigurosa de que yo no volviese a Auria hasta que terminase el proceso de mi tío, ni siquiera en el período de vacaciones, lo que significaba el año largo que siempre suele mediar entre las primeras actuaciones y el juicio oral. Mama había enfermado seriamente. Por consejo terminante de los médicos se había ido a pasar una temporada, sin determinación de plazo, a casa de la prima Dosinda, una soltera rica, de la rama de los Andrade, que vivía en una gran casa de labor, allá en las tierras de Larouco, en el paisaje austero y grandioso de la cuenca del Bibey, donde la soledad y la lejanía del mundo son casi perfectas. En la correspondencia que entablamos yo la animaba a quedarse el tiempo que fuese necesario y le pintaba mi vida con los colores más felices.
En cuanto a mi padre —no he conocido nunca a nadie para quien fuera más verdad el dicho: «lejos de la vista, lejos del corazón»—, en los primeros meses de mi confinamiento venía cada domingo y cada día de fiesta, y las despedidas eran tan tiernas que parecía no poder vivir sin mí. Después fue substituyendo su presencia con regalos y cartas, en las que yo advertía, desolado, a medida de que mi ortografía se aseguraba, que la suya dejaba bastante que desear. Y finalmente con telegramas, tan insólitos en aquel sitio, que un día exclamó un alumno: «¡Pero, chico, a ti se te muere un pariente cada ocho días!»
En cuanto al proceso, ninguno de mis visitantes era muy explícito. Todos, incluso el parlanchín Carano, que me traía los regalos de mi padre, mantenían una ceñuda reserva cada vez que yo preguntaba qué le podía ocurrir a Modesto. La peor era la tía Pepita, con su necia puerilidad de siempre, entregada al juego de los misterios.
Cuando estaba cumpliéndose mi primer año de permanencia en el colegio, un domingo de aquellos estuve particularmente inquieto, como si presintiese que algo nuevo me iba a llegar con las visitas. Me tocó ayudar a misa y nada hice a derechas. A la comida no pude probar bocado esperando con gran ansiedad la aparición del lego a la puerta del refectorio anunciando con gratísima frase, una de las pocas agradables que allí se oían: «¡A lavarse, para visitas!» Y, al fin, apareció.
Bajé corriendo la gran escalinata y me dirigí al salón de la planta baja, donde había algunos sofás rojos, sillas de rejilla y cuadros de santos y personajes de la orden, presididos por el del Papa, sentado, echando la bendición. En medio de la sala había un gran brasero apagado, muy pulido, con campana calada. No bien crucé el umbral me quedé parado en seco. Mis tías, por primera vez juntas en una de aquellas visitas, componían el retablo de su gesto memo, las tres con iguales mantillas, con los mismos polvos de arroz, con la misma ojera papuda. Las tres llevaban una casaca igual, color canela, con pasamanería castaña y hombro militar. Las diferencias empezaban a la altura de las corvas, pues hasta allí alcanzaba el casacón. La cubiche llevaba una pollera escarolada, punzó, con muchas alforzas, ton sur ton, y bota baja de tafilete color vino; la gibosa una falda de lanilla color rata, escalonada en lorzones guarnecidos de raso morado, y botitas de cartera, de cuero barnizado, tirando hacia el amarillo limón, con interminable botonadura; en cuanto a la tía Pepita, lucía una saya ceñida, color castaño obscuro, con anchas listas de terciopelo de seda, formando juegos de ángulos agudos, y zapatos bajos de charol con tacones Luis XV.
No bien me echaron la vista encima, la cubana se convulsionó con toses de la falsía social y me enderezó los impertinentes de cristal de ventana, pues maldita la falta que le hacían y sólo los llevaba como supervivencia del lucimiento colonial; la jorobeta, luego de un paripé de vuelta en sí, empezó a mover el abanico, aunque era invierno, con una velocidad de ala de mosca, y Pepita vino en mi busca, con largos pasos imperiales y sonrisa babiona, señalándome desde lejos con el regatón del paraguas, moviendo la cabeza al compás del tranco. Me dio un beso untado de cremas y casi en seguida caí en las babas de las otras.
—¿Y mamá?
—Bien, gracias.
—¿Cuándo vuelve?
—Resulta patente que es un viaje de Indias el regresar de aquellos destierros donde fue a esconder su dolor —adobó la cursi.
—Sin que yo sepa hasta hoy lo que ayí se le perdía. A eso, le yamaba mi finao política del avetrú —sentenció la ex-coronela.
Se sentaron en un sofá y yo permanecí de pie, ante ellas. Con todos aquellos colorines, remeneos y gallipavos, las cotorronas atraían la atención de mis compañeros cuyas mamás y parientes, más cautelosos en hablas e indumentos, las miraban dándose del codo, pues como no eran de Auria no estaban al tanto de aquel ceremonial que a mí mismo me tenía volado. El estilo de la sociedad de Auria consistía en un constante removerse, en una animación ociosa, infatigable y cuanto más inconsistente mejor, lo cual obligaba a tener almacenados gran cantidad de palabras y ademanes superfluos para servir a aquel hormiguillo y azogamiento de tantos gestos y vocablos inútiles. La tropicalera, que añadía a los dengues nativos los que trajera de las islas, destilaba incansablemente, sin ton ni son, su jarabe de pico, equivocando sistemáticamente el énfasis y confundiendo los refranes, que remataba siempre con finales que no les correspondían. La chepuda chirriaba sus insignificancias con un tono que sonaba siempre a insidioso, y la Pepita lanzaba contra las crujías del salón abovedado las pompas y filos de su voz.
—¡Jajá!
—¡Qué ocurrencia!
—De hoy más…
—Lo creí a mandíbula batiente.
—Cada uno ha de mirarse.
—Y Dios por todos.
—Ya lo desía er difuntito: er que mucho abarca mangaj verdej.
Y todo ello con un tintineo de dijes y cadenas, un enfilar de impertinentes y un exhalar de cosméticos y pachulís que hacían pasar a los frailes frente a nosotros, escorados y recelosos, sin pararse, saludando con la voz saliéndoles de los altos de la nariz.
Se consumía la hora de las visitas y el estólido aquelarre seguía barbullando a más y mejor sin dar de sí nueva alguna.
—¡Vaya, vaya!
—¿Percibiste?
—Ni por pienso…
Cuando faltaban unos minutos me planté de nuevo frente a ellas y las mire en silencio, una a una, mas no se crea que con aire alterado, sino más bien con gesto que una persona inteligente interpretaría como desdeñoso, casi burlón. Ellas se miraron entre sí con una sonrisa cómplice. Yo apreté los puños hundidos en los bolsillo y me puse a silbotear, como si tal cosa. Fue aquí donde Pepita, caída en la trampa de su juego, empezó a sofocarse con su propia impaciencia.
—Se aproxima la hora, ¿verdad, hijo? —exclamó, saliendo por alguna parte.
—Faltan unos minutos —dije muy tranquilo mirando el reloj que estaba frente por frente a ellas. Quedaron un rato así, a ver quien era el primero en soltar prenda. Yo no cejaba un punto en la impertinencia de mi mirada. La coronela, que era siempre la que menos podía contener la garla, dijo, de pronto y como hablando para sí:
—¡Crío desentrañao! Ni un po ahí te pudraj pa preguntá por su gente…
—Sus razones tendrá —terció la chepas.
—Tal como reza el adagio: quien pregunta lo que no debe oye lo que no quiere —yo continué con mi silbo y eché otra mirada hacia el reloj. La Pepita bizqueó hacia las manecillas de su saboneta y contrajo los labios.
—Bueno —dije con pausada cachaza—, ya es la hora. Creo que debéis iros si queréis encontrar coche que os lleve a la estación.
La cursi no dio más de sí y desencadenando su registro de leona enjaulada, aunque en sordina, para que no la oyese el resto de la concurrencia, rugió hacia mí:
—¡Eres el más ingrato de los nacidos! —y pegando la vuelta, anduvo unos pasos como para irse. Como nadie, ni las hermanas, la seguía, volvió sobre ellos y se sentó. Yo estaba pasmado por todos aquellos movimientos tan arbitrarios, a pesar de conocerla tan bien. Sacó un pañuelo del manguito y se limpió no sé qué del borde de un párpado. Temiendo que fuese a darle un histérico me acerqué.
—Créeme, tía, que no entiendo nada de lo que dices ni de lo que haces —le observé de buen modo.
—¿Qué actitud es esa de estarnos mirando durante todo el tiempo con ese aire de inquirir con los ojos…? ¿Por qué no preguntas humildemente lo que quieres saber?
—No, nada, me llamó la atención el que vinieseis las tres juntas; creí que había ocurrido algo.
—¡Ahí está el quid! —resopló la jorobeta—. ¡Listo es como un rayo!
—¡Cállate tú! —intervino de nuevo la flatosa, cambiando el diapasón—. Las causas exceden quizá al discernimiento de la criatura.
—¿Po qué no lo ha de sabé? ¿Acaso no é machito? Ya va pa hombre, ¡qué embromá! —atizó la otra.
—¡Me crispan tus giros, Asunción!
—Y a mí me cargan tuj tapujoj… ¿Po qué no ha de sabé er chico que la do vese que vinijte sola te siguió tu trovadó?
—Asunción, me llevas a la ira inútil, sabiendo el daño que luego me hace.
Las tres locas se enfrascaron en una discusión de cuchicheos. Yo estaba en el caos. El resultado de todas aquellas maniobras era el quedarme sin noticias de lo que me importaba. El lego bedel tocó un esquilón poniendo fin a las visitas. Las tías quebraron el cotilleo y yo las miré con repugnancia. La jorobeta y la coronela iniciaron el desfile con mucha ceremonia, ajustándose los arreos, tirando por las mantillas hacia la frente y acomodando el ruedo de las sayas, y se encaminaron hacia la puerta exterior, que era donde nos despedíamos. Ya me pesaba el haber entrado en el juego de sus disimulos y no haberlas interrogado francamente. Me quedé unos pasos atrás, al lado de Pepita que tosía en seco, buscando la desmandada voz como para decirme algo. Al fin dio con el tono bajo para murmurar, torciendo la boca hacia mí:
—No quise agobiarte con aciagas nuevas delante de ésas, pero haberlas las hay.
—¿Mamá?
—De rechazo alcanzarán a la infeliz.
—Habla de una vez —dije con la voz entrecortada, achicando los pasos.
—Modesto sigue en la cárcel en un estado que fluctúa entre el estupor y la desesperación más negra. En todo Auria se dice abiertamente que hará alguna enormidad. Y tu padre, ídem de lienzo —añadió, con inesperado giro familiar. Hablábamos rápidamente para aprovechar el brevísimo plazo que nos quedaba luego de haber desperdiciado casi dos horas.
—El juicio oral, que será en estos días, acarreará más ciertos sinsabores. El pueblo está soliviantado, la Curia furiosa y Su Ilustrísima impertérrito, ¡así reviente! —concluyó, cayendo otra vez en el lenguaje villano. Y luego, como queriendo rehabilitarse, añadió—: ¡Oh, implacable destino!
—El destino es ese afán del tío Modesto y de papá de querer llevarlo todo por la tremenda.
—¡Somos hijos de las circunstancias!
—¿Vienes o no? —chilló la gibosa desde la puerta, con la voz llena de maldad, pues adivinaba la conversación entre mi madrina y yo, interpretándola como una infidelidad a aquella estúpida conjura del silencio.
—Adiós, hijo mío —me besó repetidas veces.
—Cuando le escribas a mamá dile que venga a verme, aunque tenga que hacer un sacrificio. También yo lo hago no escapándome de aquí.
Salieron las tres cloqueando, repulgándose las prendas con aire agallinado y cabeceando a un lado y a otro, como queriendo saludar a una multitud inexistente.
Cuando me volví desde la puerta estaba Julio el Callado, metido en la exageración de sus ropas, solo, en medio del salón ya desierto, esperándome, con su mirada noble y perruna.
—¿Puedes llegarte, de un salto, hasta la mina?
—Creo que sí.
—Toma, esconde esto —y le alargué un paquete lleno de las excepcionales golosinas que me mandaban las Fuchinas y que no quería compartir con nadie que no fuese aquel ángel triste.
—¿Era alguna de ellas tu mamá? —preguntó dulcemente, mientras sepultaba el envoltorio en los abismos de su indumentaria.
—No, eran tías.
—¿Tres tías? ¡Qué suerte!
—No creas… Anda, vete.
Desapareció como por ensalmo. Le vi un instante después brincar sobre la balaustrada del claustro, con agilidad increíble, metido en su fardamenta de tonto de circo, y desapareció en el huerto corriendo por la avenida de cipreses.