Los autos sumariales salieron de manos del inferior con la calificación de homicidio frustrado, por lo que las cosas tomaron aún peor cariz. Hubo pedreas contra casi todas las parroquias y un conato de incendio en las cocheras del obispo. El gobernador dio un bando amenazando con el estado de sitio y el alcalde un edicto apelando a la serenidad del pueblo.
Mamá, que no paraba en todo el día, visitando a unos y a otros, fue a verse con la esposa del presidente de la Audiencia, a la que conocía poco más que de vista, para hacerle ver que todo lo que estaba ocurriendo era un desatino y para informarle sobre el carácter de Modesto, a quien aquella causa podía aniquilar de desesperación; que hablase de ello a su marido a fin de que procurara darle un corte al asunto, antes del escándalo del juicio oral.
Se encontró la pobre mamá —que creía que estas cosas podrían arreglarse así— con una burguesita, renegrida y menuda, helada y formalista, mucho más insignificante y mucho más obstinada de lo que había supuesto, y que, como todos los castellanos, a pesar de su mucho tiempo de vecindad en Auria, continuaba impermeable al espíritu local. Oyó a mamá con ojos de escasa inteligencia, muy tiesa, en el sofá enfundado de una sala de visita que olía terriblemente al barniz con que alguien, que había dejado allí los trebejos, estaba tratando de reavivar el brillo de un viejo piano. El fervor de mamá se melló de inmediato contra la seca cortesía de aquella figurona. Cuando mediaba la entrevista, entró, muy excitado, su esposo con El Miño en la mano, en cuyos grandes titulares se leía: «Horroroso terremoto en Messina». Al ver a mi madre recompuso el gesto y la saludó con extrañeza.
—Usted dispense, me dijeron que estaba aquí sola Doloritas. ¿La señora de Torralba, si no me equivoco?
—Servidora de usted —contestó mamá.
—Beso a usted los pies —y se sentó, muy espetado, en una silla. Se mantuvieron unos segundos así.
—Precisamente —comenzó mamá, un poco aturdida— me he permitido visitar a su esposa de usted, a quien supongo mi amiga, luego de habernos visto muchas veces en casas de común relación, para ver de explicarle de algún modo el carácter de mi cuñado, a fin de que este enojoso asunto no pase a mayores.
El digno magistrado se levantó casi de un salto y la miró severamente.
—Yo le decía —interpuso la aludida, que no había abierto la boca—, le decía que…
—Perdona, Doloritas; estoy yo en el uso de la palabra —la mujercilla lo miró de una forma que se veía a las leguas que lo tenía dominado y que se callaba por guardar las apariencias. Y dirigiéndose a mamá continuó, luego de estirarse los puños—: No ha llegado todavía la instrucción a los estrados que me honro en presidir, porque de ser así no le oiría a usted ni una sola palabra, ¡ni una sola palabra…! Hay muchas formas de cohecho —meditó en voz media el faramallero curial—. ¿Sabe usted lo que es cohecho?
—Soy hija y nieta de letrados, señor presidente. No creo que sea de este caso usar tal palabra —dijo mamá sonriendo, a ver si podía desbravar aquella estúpida gravedad del mequetrefe jurídico—. Sencillamente, creía yo que explicando, con verdad y honradez algunos aspectos del carácter de ese ser un poco elemental que es mi cuñado…
—¡Ni una palabra más, señora mía…! —agregó el capitoste de la justicia local—. Hay un tono de coacción moral en lo que usted dice ¿Qué me va ni qué me viene a mí con el carácter bueno o malo de los acusados, de aquéllos a quienes la vindicta pública arroja al banquillo? ¡La justicia tiene sus caminos inexorables!
—No lo niego, señor presidente, pero esos caminos están empedrados con seres humanos, no con losas. Creo que el conocer la intimidad, el temperamento de un acusado… Precisamente una paisana mía, Concepción Arenal…
—Esas sensiblerías de aficionados a la literatura nada tienen que ver con el cuerpo de las leyes.
Mamá, que era dura de roer, insistió:
—Con el cuerpo, tal vez no, pero con el alma, sin duda.
—Señora, esa polémica en mi casa…
—Es la casa de un funcionario público —agregó mamá, odiando a aquel fantasmón que ayudaba a mandar hombres a presidio como quien manda fardos a un depósito.
El presidente de la Audiencia se calmó de pronto y consideró a mamá con una larga mirada, tras la cual expresó:
—Me habían dicho, mi respetable señora, que era usted de armas tomar en cuanto al liberalismo de sus ideas de usted; mas no creí que alcanzasen tal punto de audacia.
—Las mujeres no tenemos ideas sino sentimientos —dijo mi madre, levantándose—; y ahora es usted quien parece olvidarse de que ésta es su casa. No he venido aquí para que usted me juzgue, sino para que comprenda. Veo que no va más allá de la letra de los códigos.
—Todo eso, distinguida señora, es acracia pura, de la que está seriamente inficionada esta ciudad.
—¡No diga usted tonterías, caballero! —exclamó mamá, echándose por la calle del medio, como vulgarmente se dice. El faraón judicial palideció.
—¿Tonterías? ¿Sabe usted con quién está hablando?
—Ahora sí, lo sé. Con la venia de ustedes me retiro —dijo, saludando a ambos con una inclinación de cabeza.
El magistrado recuperó su avellanada sequedad, que parecía ser la forma de su corrección, y acompañó hasta la puerta a la visitante.
—Tolera usted mal el diálogo, señora de Torralba…
Mamá salió sin contestarle y sin volver la cabeza. Llegó a casa disgustadísima y me contó todo, para terminar diciendo:
—Ya no sé más a quién ver… Modesto está perdido. Parece que todo el mundo esperaba esta ocasión para echarse sobre nosotros.
—La gente del pueblo no es así.
—La gente del pueblo rompe cuatro faroles y se esconde valientemente en su casa en cuanto sale por ahí la guardia civil. ¡Ay, si yo fuera hombre!
Mamá pensaba, en esta ocasión, como todas las mujeres.
Arreció aún más la campaña de El Vértigo en una serie de escritos donde intervenían los editorialistas del grueso calibre doctrinario al lado de los francotiradores y guerrilleros de los sueltos y gacetillas. Por su parte El Eco, hablaba de «incitación ácrata al atentado personal colectivo», a lo que el Tarántula contestó en un artículo, valientemente firmado, con cosas como éstas: «Se nos dice que preconizamos el atentado personal porque descendemos al ágora ciudadana —el ágora era el pestilente Campo de la Feria, en los arrabales de Auria, lleno de boñigas de los mercados ganaderos, que allí tenían lugar cada quince días, y que era donde se celebraban los mítines de "ideas avanzadas"— para defender los Derechos del Hombre y el derecho de un hombre, en cambio, no se llama atentado personal a fraguar la perdición de un dignísimo caballero en las lóbregas covachuelas donde el hollín de los sahumerios clericales macula el peplo augusto de Temis», párrafo, entre otros, que fue juzgado de excelente factura por los entendidos.
Las algaradas del populacho seguían cada noche más ardidas y numerosas, y el alcalde publicó un segundo edicto apelando a la «tradicional cultura del pueblo auriense» y diciendo que «toda la Península tenía puestos sus ojos en la ciudad». A todo esto el asunto de Pedrito Cabezadebarco había llegado al Parlamento, donde los diputados liberales lo aprovecharon para interpelar al ministro de Gracia y Justicia sobre un proyecto de ley relativo a los recursos de alzada, y al de Gobernación acerca de un acta por Huelva, que había llegado muy sucia. Únicamente el solitario diputado socialista trató de coger al toro por las astas e hizo un discurso documentado y sereno, de grandes alientos, donde insertó esta pregunta, que hizo estremecer de emoción a las facciones avanzadas de Auria: «¿Hasta cuándo la alianza de curas, ricos y autoridades va a prolongar la leyenda negra más allá de las fronteras de la patria?» Y había añadido, con trascendente afirmación, que «el caso de este niño martirizado es de los que claman justicia ya no nacional sino internacional». El ministro había contestado concisamente «que todo ello era una maniobra con visos de demagogia electoral, y que los informes de las autoridades competentes, consultadas al efecto, aseguraban que tales hechos eran puras fantasías y que no existiera jamás en Auria niño alguno llamado Pedrito Cabezadebarco». El diputado socialista había recibido algunas felicitaciones por su brillante oración y luego continuaron todos con la ley sobre recursos de alzada y el acta de Huelva.
Mi padre andaba lleno de parches, arañazos y desolladuras, pues se peleaba a diario, a veces hasta con los del propio partido. Al Casino no se podía ir, pues se hablaba del asunto en términos que hacían incapaz el diálogo y hubo, además, sopapinas y escaramuzas, en que los antagonistas se arremetían en el jardín.
Ni qué decir tiene que todo este penoso rebullicio culminó en la rebotica de Ardemira, donde aquellos varones sapientes, cancelando las garantías de su ilustración, se pusieron finalmente a pan pedir y se echaron unos a otros del establecimiento. La táctica de ambos grupos cruzó por una serie de operaciones previas, pues sabido es que la cultura evoluciona con más lentitud que la pasión. Comenzaron por leer los de cada grupo su periódico y comentar, con criterios dispares, claro está, las barbaridades cometidas por las turbas la noche anterior.
—Estoy seguro y lo juraría por los Evangelios, y no digo apócrifos por no agregar redundancias, que esta pedrea al convento de las Adoratrices es pura filfa. Se trata de una provocación de los neos para echarnos encima a los sicarios de la guardia civil —decía don Narciso el Tarántula, navegando, a sus anchas, por los meandros de su retórica espectacular y mirando hacia el lugar donde no estaban los destinatarios del réspice.
—¿Cómo puede alguien, sin ser un insensato, negar que los disparos que ayer se hicieron contra las Carmelitas proceden de armas mandadas de Barcelona y, por lo tanto, de origen anarquista? —exclamaba, mirando también hacia otro lado, don Argimiro, el coronel—. ¡Ahí está el dictamen balístico del armero mayor del Regimiento, en quien creo como en mi padre vivo! ¿Qué hijo del pueblo hubo nunca aquí que tuviese armas de fuego?
—Hace falta cinismo para negar que el alijo de fusiles, destinado a los monárquicos portugueses, salió de aquí, de las propias bodegas del obispo, donde hay toda clase de chafarotes, desde los rezagos de la guerra carlista, hasta los máuseres que mandan, de su fábrica clandestina, los jesuitas de Deusto. ¿O es que nos chupamos el dedo? —insistía, feroz, el Tarántula.
—¡Vaya majadería! —exclamaba, desde los varios codos de su escuálida estatura, el canónigo Brasa, volviéndose a medias.
—¡Señores, señores, que se para la gente en la puerta! —intervenía Ardemira malhumorado, saliendo a la luz de la calle para mirar, al trasluz, los tubos de la presunta albuminuria.
Y los ánimos volvían, por algunos momentos, a su nivel. Mas un día no volvieron.
Interesa, aun a riesgo de parecer demasiado prolijos, a la crónica de Auria, decir lo que la tradición afirma que allí ocurrió. No es nada fácil, a causa del confusionismo que siempre obscurece el criterio histórico, aun en los relatos coetáneos. Los paseantes del espolón de la Plaza Mayor, al ser interrogados, después de la tremolina, por las gentes ávidas de información, incurrieron, desde los primeros momentos, en insalvables contradicciones, que incluso llegaron a salpicar de parcialidad los apuntes del cronista municipal de Auria. Pero manejando eclécticamente los confusos materiales, pudo llegarse a la siguiente síntesis: Sobre las notas finales de una fantasía de El anillo de hierro, pues, por ser aquel día jueves, la banda municipal daba un concierto vespertino en la gradería del Consistorio, oyóse una gran voz, saliendo de la mencionada oficina de farmacia:
—¡Proclame usted que esa indirecta no me está destinada o nos veremos las caras…!
Y otra voz de no menor cuantía:
—¡Soy hombre para usted y para diez fanfarrones como usted!
—¡No dice su mujer otro tanto!
Esta última frase fue seguida de un breve y dramático silencio, y, casi de inmediato, oyóse un horrísimo fragor de cristales y cacharrería, tras el cual, y sin que se hubiese aún mitigado, viose aparecer al pedagogo Villar, con la rojiza barba chorreando algo que parecía ser jarabe de brea, siguiéndole un amasijo de hasta media docena de eruditos que salían zurrándose con increíble brío juvenil, del que sobresalía, por su altura, don Narciso el Tarántula, palidísimo, con el cuello arrancado, como enceguecido por la falta de los anteojos, y por la negrísima pelambrera que la caía engrudada de una materia viscosa, todos ellos, al parecer, perseguidos por el boticario Ardemira, que blandía la mano del mortero de pie como la propia maza de Hércules.
La gente se dedicaba a separar a los contendientes de tan terrible como lamentable combate que amenazaba con dejar a Auria sin la suma de su saber, pero la tarea resultó harto difícil por estar todos ellos impregnados de los más diversos y apestosos elementos de la farmacopea finisecular, tan rica en emulsiones, pociones y jarabes.
La tertulia, honra y prez de aquella ciudad, quedó así disuelta hasta varios años después en que el venturoso hallazgo, casi simultáneo, de una citania celta en tierras de Lobios, de un templo mudéjar en las de la Manchica y de tres aras romanas en Xinzo de Limia —la Civitas Limicorum del Imperio—, vinieron de nuevo a nivelar aquellas altas mentes y limpios corazones en los planos inmaculados de las ciencias históricas.
A todo esto, mi tío continuaba en la cárcel, cada vez más ceñidamente apresado entre las finas mallas de la letra procesal.