Llegamos en seguida al Casino y mi padre encargó algo para cenar. Modesto se estaba lavando. Volvió con un pegote de tafetán sobre la ceja, no queriendo hacer caso del cirujano Corona que quería, a toda fuerza, examinarlo. Papá lo llamó aparte y le informó de lo que acabábamos de ver. Cuando hablábamos de esto, se armó un gran revuelo y se apagaron las luces de la timba. Salieron de allí todos pálidos como muertos, tratando de aparentar actitudes naturales en la sala de juegos de baza, donde nosotros estábamos; otros se fueron a la biblioteca o a los retretes. Fue algo tan teatral y exacto como si estuviese ensayado. Había corrido el rumor de que llegaba la policía; todos supusieron que por el juego, pues hacía muy poco que acababa de entrar en vigor un decreto prohibiéndolo. Casi con la noticia apareció el inspector acompañado por otros dos sujetos, que eran de la policía secreta, conocidísimos en todo el pueblo. Se dirigieron en línea recta hacia nosotros.
—Don Modesto —dijo el inspector, muy serio—, no tengo más remedio que interrogarle en mi despacho.
—Estoy a las órdenes de usted.
—Perdone estas formalidades tan penosas —y haciendo una seña hacia los agentes, éstos se pusieron a cachear a mi tío Modesto, que apretó las mandíbulas como haciendo un esfuerzo para contenerse. Al meterle la mano en el bolsillo interior de la zamarra, uno de ellos hizo un gesto de sorpresa y extrajo de allí un raro artilugio que brilló siniestramente. Se oyó una exclamación en todo el gran corro de los socios que presenciaban la escena. Se trataba de un arma canallesca conocida con el nombre de «llave inglesa»[23] cuatro anillos de acero unidos entre sí, terminados en sendas protuberancias, como puntas de diamante, que se metían en los dedos y que formaban pieza con una especie de asa que se ocultaba en la palma de la mano. Era un arma cobarde y extremadamente prohibida. Mi padre y mi tío palidecieron horriblemente.
—¿Qué hace eso ahí? —pudo decir Modesto con voz ahogada.
—La cosa es clara; cuando el Carano tiró la zamarra alguien te metió eso en el bolsillo —aventuró el cirujano Corona—. ¿No recuerdas que apareció unos pasos más allá?
El tío, con una voz llena de pesar y al mismo tiempo de entereza, dijo hacia el inspector, señalando al numeroso grupo:
—Estos caballeros me conocen todos, algunos desde que nací. Apelo a su testimonio moral para que digan si me creen capaz de usar semejantes recursos.
Una exclamación unánime siguió a las palabras de mi tío y algunos se adelantaron y le palmearon en los hombros. El ambiente era de irreprimible indignación.
—Tampoco yo lo creo —declaró el inspector—. Desgraciadamente, en materia legal, las certezas hay que probarlas. Haga usted el favor de acompañarme.
Se lo llevaron, seguido de casi todos. A mi padre no le dejaron salir. Se dejó caer en un sillón, demudado, pronunciando una terrible y escueta blasfemia.
¡Qué días de gran disgusto los que siguieron a estos lamentables sucesos! Mi tío, después de la declaración sumaria no quiso permanecer detenido y prácticamente se fugó de la inspección de policía, abriéndose paso a puñada limpia. Agravó aún más su situación el hecho de haber recibido a tiros a la guardia civil, cuando fue a buscarle, dos días después, al Quintal de Doña Zoa, donde se había refugiado. No podía concebir aquel hombre, perteneciente a una antigua casta arbitraria y mandona, que oponía a cualquier forma de coerción la violencia de una desatada fuerza natural, que por defender lo que consideraba justo, hubiese que someterse a intervenciones que a él le parecían abstrusas y vejatorias, no tolerando que existiese otro código entre hombres de honor que su directa capacidad de lucha y aguante. En todo caso aquellas trapacerías e intromisiones de esbirros y jueces, estaban bien para actuar entre la plebe campesina o cuando se trataba de la desvalida chusma de villas y ciudades.
Tuvieron que aquietar su resistencia por medios brutales y traerle a Auria fuertemente esposado. Luego se negó a recibir a su defensor y no quiso tampoco prestar declaración alguna, manifestando, apenas, ante el juez que «aquello había sido una pelea entre varones y que nada tenían que entender en el asunto las gentes de toga; pues así como Eucodeia había quedado hecho cisco, lo que demostraba que Dios le había negado la razón, otro tanto pudo haberle sucedido a él, sin que, en tal caso, se le hubiese ocurrido acudir a los interminables rasgueos de los rábulas para que dirimiesen; y, finalmente, que la justicia no era otra cosa que el refugio de los capones, de los intrigantes y de las mujerucas, y que a él no le salía de los redaños contestar nada». Y no hubo quien lo sacase de ahí. Por su parte el dignidad que, sin duda, era de la misma laya, cuando volvió del agónico soponcio, que le tuvo conmocionado dos largos días, con un pie en el camposanto, declaró más o menos lo mismo, salvo, claro está, la capciosa alusión de mi tío al juicio de Dios, pero afirmó que «no se prestaba a enjuagues y que tan buenos y bien puestos tenía él los pantalones como los del hidalgo; que ya se verían las caras en cuanto él rehiciese la suya y que todo el favor que podían hacerle era el desentraparlo pronto para que finiquitasen, entre ellos, el asunto». Y tampoco salió de ahí a pesar de los requerimientos de su letrado y de los recados, cada vez más enérgicos, de Su Ilustrísima que le mandaba dejar el embrollo en manos de la justicia secular para no darle más alas a la escandalera, que a fin de cuentas sólo aprovechaba a liberales y masones. Y como el navarro se mantuviese irreductible, obtuvo un certificado del médico forense y mandó, sorpresivamente, a Eucodeia a que fuese a serenar su ánimo en la quinta episcopal de Esgos, con dos ensotanados guardias de vista, instruidos con órdenes muy severas, haciéndole representar en el sumario por letrados de la Curia, «a causa de su momentánea inutilidad física y de su evidente turbación moral».
A todo esto la ciudad estaba conmovida y agitada por tan principales acontecimientos. Mediara una tregua tácita mientras Eucodeia fluctuaba entre la vida y la muerte; mas apenas zafó del peligroso marasmo, la polémica se desencadenó como un turbión. Tal como ocurría con todas las cosas en que la opinión entraba en disparidad, el campo de la lucha quedó pronto escindido: de un lado, las clases populares y buena parte de las ilustradas; del otro, la alta sociedad aliada a los maragatos, como siempre que se trataba de cuestiones de iglesia o de política. Eran argumentos válidos para el pueblo y para los cultos, la forastería del sacerdote, la condición de nativo de mi tío y su campechanería, un poco bárbara, en la que el pueblo reconocía algo substancialmente suyo; sus reacciones, siempre valerosas y señoriales, en favor del débil; su inagotable generosidad y, finalmente, la propia nobleza de la causa que defendía en la que diera la cara por un hijo del pueblo que, además —pues ya el asunto se había hecho público—, era su hijo natural. Por su parte, las clases altas y el maragaterío del comercio de paños adoptaran la causa del canónigo, en primer lugar porque era la del obispo; en segundo, porque era la de las fuerzas vivas reaccionarias, en realidad, las fuerzas muertas; en tercero, porque el origen de todo ello estribaba en un granujilla insignificante y, en resumen, por el antiguo odio, mezclado con el miedo, que unos y otros tenían al tío Modesto, ya que por un motivo o por otro, nadie se había librado de la ruda franqueza de sus comentarios.
Pero donde la polémica hizo verdaderos estragos fue en el seno del ilustre Orfeón Auriense, a causa de la hibridez política de sus elementos, y en la rebotica de Ardemira, donde tenían su reunión las celebridades locales, igualmente híbridas, unidas tan sólo por el sutilísimo hilo de su alto saber especializado, y que integraban miembros de la Comisión Provincial de Monumentos, Paleografía y Numismática, de la Junta Céltica y Epigrafista Romana —cuyos miembros eran, en más de un aspecto, enemigos solapados de los anteriores— y de la Junta de Estudios Románicos, separada, en lo corporativo, de las otras dos por un desprecio recíproco que apenas se contenía bajo la capa de la buena educación indispensable en la secular convivencia. De todos estos fuertes y prestigiosos grupos, la primera chispa brotó en el Orfeón que, por ser de gente más joven, tenía menos capacidad simuladora.
Se ensaya, con grave empeño, el Carnaval de Roma, obra de dificultades casi insuperables, que estaba fijada como «de concurso» para el certamen regional de las Fiestas de Tuy. Como compensación de este tremendo bloque polifónico, preparábase, para la de «libre elección», el «grácil epigrama musical», como le llamaba el director, titulado: ¡Oh, Pepita!, de facilidad más aparente pero en el cual la inagotable capacidad de matiz que imprimía a su masa el maestro Trépedas, alcanzaba resultados pasmosos.
El primer incidente relacionado con la polémica que agitaba al burgo se había producido cuando se ensayaba el solo de Arlequín, que, en la obra, representaba cantarse frente al convento donde había profesado Colombina, y cuyo patetismo sonaba contra las armonías, a boca cerrada, que simbolizaban a los frailes del monasterio frontero, incitando al amador a entrar en la vida expiatoria.
Dos segundos tenores se habían hecho repetidas señas con el codo, mirando a uno de la cuerda de bajos, que era de la Adoración Nocturna, al parecer para comentar una falsa entrada del mismo. Las señas luego se convirtieron en miradas y en sonrisas propagándose a la cuerda de los segundos que pertenecía, casi totalmente, al Centro de Sociedades Obreras. Tal hostilidad ocular se fue extendiendo a los flancos de la cuerda de barítonos, que estaba acaparada por el gremio de ebanistas, y halló su pronta respuesta en la de bajos, en la que pululaban los reaccionarios de toda índole; con lo cual, al terminar el ensayo de la parte final de la ciclópea partitura, el observador menos experto se hubiese atrevido a afirmar que el ambiente se hallaba caldeado. De todas maneras continuó el repaso, con la tradicional disciplina que había hecho del Orfeón Auriense una entidad sin igual entre sus congéneres. Algo debió de pescar el Trépedas, con su oído de músico y su mirada de lince, porque no dio tregua alguna entre ambas piezas; y así, apenas acalladas las armonías sublimes de la obra ejemplar, en la que se debaten, con tan grandiosa elocuencia, lo sacro y lo profano, en el ámbito de la Ciudad Eterna, golpeó el diapasón contra el atril, lo acercó gravemente al oído y se fue a darle el la a los bajos, que eran quienes empezaban el galantísimo scherzo que daba entrada a la obra de libre elección.
—¡Vamos, señores! ¡Ejem! «Oh, Pepita», «Oh, Pepita» —cantó un instante, recitando las notas del comienzo. Y corriéndose a la cuerda de segundos, sin dejar de tararear, les dio su tercera armónica con un largo—: «¡Oooooh, Pepitaaaaa!» Y vosotros —cantó dirigiéndose a los barítonos—: «Oh, pepepepé; pepepepé…» ¡Vamos, a una! —y bajó la batuta.
A los pocos compases, el bajo reaccionario pifió de un modo lastimoso, y los dos tenores del Centro de Sociedades Obreras se dieron de nuevo al codo desfigurando su nota al sonreírse. El aludido con el juego de las señas, abruptamente desacatado, se salió del rígido redondel humano y se fue hacia ellos, mientras la masa musical se deshilachaba hasta quedar, aquí y allá, las voces ridiculamente aisladas de algunos que, por estar metidos en el papel de la solfa, no se dieron cuenta, en el primer momento, de lo que allí se venía.
—¿Tengo monos en la cara? —prorrumpió el bajo, encarándose con los otros.
—Hombre, así en plural… no —contestó uno de los menestrales, con aquel rápido ingenio auriense, que le había valido a la ciudad el deprimente remoquete de «Andalucía occidental».
—¿Qué pasa ahí? —intervino el Trépedas, adusto.
—Este, que entró mal en el «oh», y porque le hemos mirado…
—¡Yo entro cuando me da la gana —exclamó el otro, airadísimo—, y no habéis de ser vosotros los que, en materia musical, me enseñéis dónde me aprieta el zapato!
—¿Ves cómo tú mismo declaras que cantas con los juanetes?
—¡Orden, orden! —gritaron algunos.
—¿Para qué coño estoy yo aquí? —alborotó el Trépedas, furioso, tirando la batuta al suelo—. ¿Quién os manda meteros en camisa de once varas? ¡Vamos, cada uno a su sitio! —ordenó con graves ceños en su cara de león de escudo, blandiendo el diapasón y tomando la batuta que alguien le devolvía. Pero los otros continuaban discutiendo. No se conocía un caso igual de indisciplina en la historia de la ilustre masa. En esto se oyó más alta la voz de uno de los ebanistas.
—A ver si te crees que es igual cantar que rezar…
—Eso es una provocación —gritó el adorador nocturno.
A medida que avanzaba el incidente, el coro perdía la colocación de sus seis cuerdas para adquirir la más simple de su ideología bilateral, donde todas se redujeron a dos bandos, con sus elementos vocales mezclados incultamente.
—¡Basta ya! —insistía Trépedas, predicando en desierto—. ¿Qué es lo que realmente importa en esta casa del arte?
—Es que yo no puedo pasar porque me digan que desafiné.
—Yo no te dije eso, sino que eres desafinado de nacimiento.
—De voz y de ideas —insistió otro.
—¡Señores, señores! —intervino finamente el vocal de turno, que había llegado desde el ambigú, donde estaba jugando al codillo—. ¿Cómo podemos consentir que resquebraje nuestra hermandad, artística y estética, la indecencia de la política? —concluyó, prodigando esdrújulos para imponerse por las vías de la superioridad intelectual.
—¡Indecente será usted!
—¡Orden, orden!
—El artículo tercero de nuestros reglamentos…
—¡Váyase usted a la porra…!
—Insisto en que es una provocación…
—Llámale hache…
—Ya me lo diréis al salir.
—Al salir, al entrar y dentro.
—¡Siiilencio! —rugió el Trépedas, haciendo vibrar tanto la batuta que se la veía como un abanico.
La masa coral quedó un instante aplastada por el grito. El director se coló por la rendija de aquella tregua e insistió en las grandes palabras.
—¿Nos hallamos aquí para reñir por futesas de la actualidad o para cumplir los eternos mandatos del arte? ¡Dejarse ya de pamplinas! Estamos a dos semanas del certamen. ¿Adónde irá a parar el crédito de nuestra culta población y de este coro, vencedor en cien lides…? ¿Qué digo en cien? ¡En cientos…! Cada uno a su sitio… —cogió al bajo amistosamente por la nuca, y lo incrustó, todavía muy enfurruñado, en su cuerda. Los ánimos se fueron aplacando y cada uno volvió a su lugar, mientras el maestro, atusándose una patilla, daba de nuevo el tono golpeando el diapasón contra el borde del atril.
—¡A ver esos bajos! Con mucha insinuación, ¿eh?, con muchísima insinuación. «Oh, Pepita; oh, Pepita…» Vosotros ahí: «¡Oh, Pepita, oh, Pepepepepiiiita!» Vamos, ¡a una!
Y de nuevo las armonías, unificando las almas con su exquisita marea, dejaron el coro hecho una balsa de aceite.
Mas a la salida, los odios, artificialmente mitigados por la coordinación orfeónica, recuperaron su liberación, y hubo aquellas noches y otras muchas, discusiones y puñetazos en la plazuela del Trigo, con el funestísimo resultado de que la masa coral no pudo presentarse en el certamen de Tuy, llevándose el premio el orfeón de Lugo, ignatamente dirigido por el músico mayor de la banda del Regimiento.
En cuanto a la botica de Ardemira, las cosas fueron todavía, si cabe, más lamentables, por tratarse de personas de mayor entidad. Aquellos señores llevaban toda su vida metidos de hoz y coz en las tareas de la ilustración, y aun cuando muchos de ellos eran, declaradamente, de la cáscara amarga, no dejaban de coincidir en muchos aspectos de la vida local, al margen de sus ideologías. Sus pendencias, si algunas había, tenían más bien origen en los criterios que unos y otros sustentaban sobre la prioridad espiritual de las épocas históricas. Los medievalistas sostenían que el Renacimiento había sido un pandemónium de frivolidad y de paganía que desvió el destino de una Europa empapada de la idea de Cristo, y llamaban a los celtistas coleccionadores de croios y de ferranchos, o sea de pedruscos y hierros viejos, en el lenguaje regional. Por su parte, los humanistas murmuraban de los del medioevo, diciendo que eran frailes corruptos disfrazados de eruditos, y fanáticos llenos de citas del bajo latín; y los celtistas, a su vez, decían de unos y otros, con displicente orgullo, que no pasaban de ser una especie de memorialistas de la sabiduría, sin sentido histórico de ninguna especie, cuyas lucubraciones flotaban sobre lo fundamental como pajas en la superficie de un arroyo. Y así iban tirando.
Parte de unos y de otros se habían inclinado al bando de mi tío o al contrario, por razones invariablemente laterales, de política o de religión, que nada tenían que ver con el asunto en sí. Por su lado, El Vértigo arremetió contra todos ellos, «por su pasividad verdaderamente de intelectuales», en un crepitante artículo titulado, con dos generosas faltas en la ortografía francesa: «Je acuse», enrostrándoles el haberse negado a firmar un manifiesto contra la Curia eclesiástica.
El eco que en la culta rebotica halló la cuestión fue, como ya hemos dicho, por demás lamentable. Desde casi dos generaciones atrás, veníase discutiendo, como materia franca y comunal, en tan ilustre areópago, acerca de temas cuya actualidad languidecía o se reavivaba, según las estaciones. En el verano, cuando sacaban las sillas al espolón de la plaza, sobre cierta traducción local de la «Epístola a los Pisones», y sobre si eran o no poesía las «Odas a la imprenta y a la vacuna», de don Manuel Josef Quintana. En el invierno, cuando la tertulia era adentro, al lado del brasero, casi todo el consumo de temas giraba en torno a «las filosofías religiosas», como decía el señor de las Cabadiñas, con denominación que se le antojaba redundante al canónigo Brasa, quien proponía que se dijese «aspectos religiosos de la filosofía». En tales ocasiones, los diálogos eran edificantes y elevadísimos, aunque, de vez en cuando, se colasen otros motivos que los conducían hacia la pasión y el moderado enojo, como eran ciertos puntos de la política nacional o la tesis de si la espada que tenía, en su pazo de Alongos, el señor de las Cabadiñas, representaba un gótico harto primario o un románico muy tardío, pues todos desechaban la teoría visigótica de Vicente Alcor, arqueólogo e historiador de la nueva escuela, y la de Primitivo Montero, otro jovenzuelo geógrafo, poeta y ocultista, que decía, simple y osadamente, que se trataba de una falsificación hecha en Leipzig, y que él podría traer en seguida, por catálogo, cuantas hiciesen falta, a cincuenta duros desenmohecidas y a cincuenta y cinco con moho.
En cuanto al asunto de mi tío con Eucodeia —que tal vez no era otra cosa, decían los medievalistas ante la sonrisa desdeñosa de los otros, que «un regazo inconsciente del pleito secular entre el burgo y la Iglesia Mayor que regía toda la vida medieval de Auria»— apuntó desde los primeros comentarios como sumamente agresivo y peligroso, y se trató de contenerlo con inauditos esfuerzos por parte de todos los bandos del saber, confinándolo, poco a poco, en aquellos términos del noli me tangere, que eran el sumidero de las probables iracundias y el archivo de las posibles desavenencias y en cuyo tácito establecimiento todos se hallaban de acuerdo. Mas fue inútil. A medida que iba creciendo la marejada de la discordia popular, íbase acentuando, entre aquellos claros varones, un reconcomio divisionista, más visible en lo que se callaba que en lo que se decía, que tampoco auguraba nada bueno, pues había tomado el peligroso camino del lenguaje metafórico e indirecto.
Un día de aquéllos, después del yantar, se adivinaba, a través de las idas y venidas, de las vueltas y revueltas del diálogo, que éste iba a centrarse en el penoso motivo. Uno dijo, de pronto, sin venir a cuento, que «el código napoleónico era una antigualla para todo espíritu realmente progresista», y don Narciso el ateo, se metió en unos laberintos dialécticos con el canónigo Brasa, para llegar a la sorprendente conclusión, que enfureció al dignidad, quien le llamó, lisa y llanamente, burro, de que «la escolástica y la teología moral eran la momificación del Evangelio». Otro sonó más allá, cerrando contra un coronel numismático y de muy malas pulgas, mientras citaba a gritos a Comte y a Descartes, oponiéndolos, nunca resultaron claros los fundamentos, a san Agustín y a Tertuliano; luego cantó un himno a ambos Reclus y otro a Pi y Margall, con pareja inconsecuencia. De cuando en cuando el maestro Villar, que era ordinariamente muy callado y circunspecto, movía lentamente su cabeza de estopa para expedir, con la inmovilidad labial de un ventrílocuo: «Dice Condorcet…» Don Argimiro el registrador, que representaba allí algo así como la corporización oficial del patriotismo, se sulfuraba con toda aquella «apestosa cultura de extranjis», a lo que replicaba el Tarántula, con ironía feroz, que «Ambrosio no era precisamente de Tamallancos y que tampoco tenía la menor noticia de que Atanasio, Jerónimo o Tomás, hubiesen nacido en la Saínza o en Rabodegalo», y que, «en cambio, eran de casa los Torquemada, los Arbués, los Loyola».
Cuando las cosas se agriaban demasiado, el boticario Ardemira llegaba desde el fondo del laboratorio, gesticulando con la caja de hacer sellos, para preguntar que «dónde le dejaban el sentido universal y civilizador del catolicismo», o para protestar de «las eternamente sofísticas afirmaciones del liberalismo», mientras agitaba unos meos espumosos en un tubo, mirándolos, de cuando en cuando, al trasluz.
Juan Bispo, el fiel «mancebo» que, desde treinta años atrás, venía moliendo genciana en el enorme mortero de cobre de la oficina de farmacia de Ardemira, estaba maravillado y afligido por aquel nunca visto desorden. Su certero instinto popular le hacía presumir que aquel andarse por las ramas no era otra cosa que el tránsito por los finales baluartes de la buena crianza para llegar a la lucha en campo abierto.
Los parroquianos que entraban a comprar harina de linaza, purgas o jarabes para los romadizos y «trancazos» de la estación, quedábanse atónitos viendo a aquellos graves caballeros gritando corno verduleras, a ambos lados de la gran redoma de cristal tallado, lleno de hermosa agua azul sulfato de cobre, de pie, bajo el arco de ebanistería culminado por la estatua de Hipócrates. Todos demoraban unos instantes, luego de despachados, para asistir en silencio al verboso pugilato, menos la Garela, una aguadora muy popular y mal hablada, que entró a comprar pomada de cebadilla, por habérsele abierto a un hijo suyo la piojera, quien exclamó, saliendo:
—¡Ancla, salero, que también llegó a estos momias la trapisonda del cura y el señorito…! ¡No sé qué nos dejan para nosotros…!