Mi padre mandó recado a casa para que me enviasen mi capote y alguna otra ropa, pues pensaba retenerme unos días. Aquella tarde la pasé deliciosamente en la templada atmósfera del Casino, con su excitante olor a tabaco y la agridulce sensación que me causaba el oír hablar a aquellos señores mezclando a sus razonamientos, que se volvían iracundos al menor motivo, palabras sucias y blasfemias tan rebuscadas que causaban más risa que indignación y que soltaban sin darle la menor importancia, como elementos normales del coloquio. Mi padre acabó por emprender una interminable partida de tresillo. Me fui a curiosear por otras habitaciones en las que también se jugaba. En una muy larga había una gran mesa de forma vagamente parecida a una guitarra donde dos señores, ceñudos y callados, daban cartas de un enorme montón, a otros sentados en torno, quienes ponían unos discos multicolores, manteniendo las cartas tapadas. Según los casos, los discos eran como raspados del tapete por unas palas largas, que se llevaban también las cartas, o acrecentados por los señores del centro, que tiraban otros frente al ganador, en graciosos revoleos del nácar. Todo resultaba muy sorprendente al verlo unos instantes, pero en seguida aburría, pues era siempre igual.
Rugía en los jardinillos un helado noroeste. Los plátanos de la Alameda del Concejo se doblaban como vencidos por una fuerza silenciosa, pues dentro de la sólida estructura de piedra del viejo palacio, en la que estaba instalado el Casino, apenas se oía el vendaval. Durante mucho rato estuve pegado a los vidrios de la galería viendo caer las ráfagas del agua oblicua, transparentadas por repentinos temblores de luz. Más allá del café de La Unión, las casas se perdían en borrosas siluetas, como evaporándose en grises esfumaturas. A eso de las cinco de la tarde, luego de haber cruzado por entre las grietas de la cerrazón unas extrañas luces hiperbóreas, de un verde licuoso y matices asalmonados, anocheció de pronto y la cellisca empezó a caer aún más rabiosa, acabando en una lluvia de apretados haces como si el cielo fuese a fundirse con la ciudad.
Mi padre, haciendo una tregua, vino a buscarme para que tomásemos chocolate. A mi lado estaba Enrique Goyanes, empleado del Ayuntamiento, mirando también el estropicio meteorológico.
—Me parece que hoy se le agua a mi hermano la función. ¡Este pueblo, en invierno, es un bacín!
—No te creas —dijo Goyanes—; estas noroestadas se van como vienen. Con un poco más de norte limpia todo en unos minutos. Mira —y señaló a un punto del horizonte donde, en medio de la sombra casi nocturna, acababa de abrirse una brecha luminosa, como la puerta de un horno de metales en fusión.
Los soportales de la calle del Cardenal Cisneros ofrecían un aspecto conspiratorio y un tanto teatral. Cada pilaron del soportal abrigaba en su sombra a unos cuantos caballeros de capa y de bimba; sombras ellos mismos en aquella obscuridad que hacía aún más maciza el farol de petróleo iluminando semicircularmente un trecho breve de la calle, que no alcanzaba, en todo su ruedo, a media docena de pasos. Soplaba el viento helado y, por momentos las bruñidas losas de la calle relampagueaban con los lampos lunares que se metían por entre las nubes, delgadas y veloces. A cada tramo de las repentinas luces del cielo, los murmullos de los del soportal se interrumpían, como denunciados por aquella fosforescencia que todo lo encendía de vivísimo azulplata.
Mi tío estaba acompañado solamente por el Carano, su espolique de turno, frente a la entrada del callejón de Santa María. Era un pasadizo estrechísimo, en forma de gradería, de unos cuarenta escalones que bajaban hasta la plaza de la Verdura, flanqueado por el muro de Santa María la Mayor y por una casa también muy alta de unos carniceros llamados los Sordos. Ni el templo ni la casa tenían ventanas que diesen al callejón. Mi tío permanecía allí a pie firme, sin moverse, apenas resguardado del helado viento, que aguzaba sus filos en aquella esquina de un modo criminal. Yo me sentía muy protegido bajo mi capa de aguas y el vuelo de la de mi padre, que me tenía abrigado contra su cuerpo, protegiéndome las orejas con sus manos Siempre ardiendo.
—¿Qué llevas ahí? —le había dicho, cuando cruzábamos la plaza del Trigo, el cirujano Corona, un hombre muy distinguido, de rostro noble y ajudiado.
Yo asomé la cabeza a la altura del talle de mi padre.
—¡Vaya mala ocurrencia la suya, traer al pequeño a estas zalagardas!
—No está de más; se crió entre sayas y hay que endurecerlo.
A las once y minutos, se vio aparecer a Eucodeia en el ruedo del farolón. Su alta y poderosa silueta ya resultaba visible a lo lejos, y el pisar firme de sus borceguíes resonaban en el silencio de la calle. En los altos se oyó el chirrido de algunas fallebas que se descorrían con precaución y hubo entre los del soportal un rumoreo de aviso. Los falsos conspiradores asomaron el ansioso perfil por las aristas de los poyos. Mi tío Modesto salió de donde estaba, tirando con fuerza la colilla del puro que levantó, al caer, un florón de chispas, y se plantó en medio de la rúa, frente a la entrada del pasadizo, con las manos metidas en los bolsillos de la zamarra y la gorra hundida hasta los ojos. Su respiración, denunciada por el humoso aliento que le salía en dos chorros de las narices, era profunda y tranquila.
Sin duda alguna Eucodeia había sido advertido, pues un instante después de haber pasado bajo la luz del farolón, se vio a tres bultos, que venían tras él, quedarse pegados al muro de Santa María que daba a la calle del Cardenal Cisneros, quizás por si la agresión era múltiple; cosa totalmente desusada en Auria, donde las peleas eran siempre de hombre a hombre.
Eucodeia avanzaba solo, alto y firme, con una varonil prestancia en el paso, que no alteró su compás en ningún momento. Al pasar frente a mi tío éste le detuvo por un hombro, con firmeza pero sin brusquedad. Apenas llegó a nosotros el rumor de unas palabras que cruzaron en voz baja. El canónigo las interrumpió separando a mi tío de un recio empujón en medio del pecho, e inmediatamente dejó caer en brazos de alguien, que había salido de las sombras del portal, y que resultó ser Hinojosa, el manteo y la teja, mientras mi tío hacía lo propio con su gorra y zamarrón en manos del Carano.
El cura peleaba prodigiosamente. Tenía agilidad y músculo de antiguo pelotari e infatigable empeño de fanático. Se acometieron una y otra vez con furia de animales. A mí me parecía que tendrían que caer muertos tras cada uno de aquellos golpazos que sonaban unas veces con la seca violencia de una estaca quebrada y otras con el bronco eco de un timbal. Mas parecían no sentirlos. Aquel forcejeo de valientes, inmunes, según se veía, a la reciedumbre de las embestidas, prestaba a la pelea la grandeza de un terrible y noble juego cuya prolongación se deseaba. Papá, muy excitado, gesticulaba siguiendo con sus brazos la adivinada trayectoria de los golpes de su hermano.
Mi tío quería sacar a su adversario de la calle y empujarlo hacia las gradas del pasadizo, pero su táctica era tan visible que el navarro siempre quedaba de frente al callejón. De cuando en cuando, desaparecían tras el ángulo de la última casa del soportal, en un trozo muy sombrío, y entonces se denunciaba la pelea por los golpes asordados, por las interjecciones y los entrecortados resuellos.
En uno de los regresos al círculo de luz pringosa, se vio al canónigo demudado y con los cantos de la boca y el mentón llenos de sangre. Por primera vez se le notaba a la defensiva y miró ansiosamente hacia los bultos rezagados en la sombra. Hizo un mal movimiento para cubrir la retirada, pero antes le dio a Modesto un puntapié en una tibia, que sonó como una caña rota. El Carano tiró la zamarra y se destacó, enarbolando un grueso palo de tojo. Las transgresiones a las tácitas leyes de la pelea autorizaban la intervención.
—¡Nadie se mueva! —gritó mi tío—. ¿Conque ésas tenemos, criminal? ¿A patadas, como las muías? —y se fue de nuevo hacia él con tal ímpetu que se les vio meterse en la boca del pasadizo, abrazados. De inmediato se oyó un grito y pudo percibirse claramente un cuerpo que rodaba por la lóbrega gradería. Y ya no se oyó más. Todos habíamos salido al medio de la calle. Mi tío surgió de las sombras del callejón Con sangre en un pómulo y en la ceja del otro lado. El Carano no encontraba el zamarrón y pidió cerillas; la prenda fue hallada en lo obscuro, unos pasos más lejos, lo que provocó la extrañeza del golfante, que aseguraba haberla dejado en la grada del soportal, allí mismo. En lo alto de las casas volvió a oírse el suave correr de las fallebas. Luego todo quedó en silencio. Cuando empezábamos a dispersarnos, con la consigna de vernos de nuevo en el Casino, viose llegar, muy afanada, a una pareja de guardias municipales.
—¿Qué pasó aquí? —demandó, con voz que pretendía ser autoritaria, el más pequeñarro, uno que era casi enano, a quien llamaban el Milhombres.
—¿No lo veis? Una conspiración contra sus Graciosas Majestades —contestó alguien, sin detenerse siquiera.
Mi padre anduvo unos pasos con los demás y luego se fue quedando rezagado. Cuando estábamos algo distantes del grupo principal, donde iba Modesto, me dijo:
—No hay que dejar a ese hombre así. Yo no estoy ofuscado.
—Le acompañaban algunos.
—Sí, pero yo no dormiría tranquilo sin saber los resultados. ¡Vamos!
Cuando llegamos a los bajos del callejón deliberaban los sigilosos acompañantes del cura, frente al cuerpo exánime de éste, que había rodado hasta quedar atravesado en las últimas gradas con la cabeza hacia abajo. En el punto donde el cuerpo se había detenido, las escaleras escurrían unos chorretones espesos que parecían negros a la luz de un farol que allí había. Uno de los embozados levantó la cabeza del canónigo y la apoyó en su rodilla. La cara aparecía irreconocible, tumefacta. Hinestrosa se la tapó con el manteo apenas llegamos. Mi padre separó la prenda y buscó el latido de la arteria en el cuello. En esto apareció Anastasio, especie de gnomo, entre mandadero y sastre, de la servidumbre del palacio episcopal que estaba allí contiguo, pared por medio con Santa María. Venía envuelto en una manta a cuadros y se adivinaba que estaba casi en ropas menores. Llamó, en un aparte, a Hinestrosa y le susurró un recado. Este pareció impresionarse mucho y miró repetidas veces hacia uno de los muros del casón episcopal, en cuyos altos aparecía una ventana iluminada, cosa insólita en tal sitio y a aquellas horas. Se fue hacia los otros y cuchichearon. Entre los cinco levantaron penosamente el corpachón del caído. Mi padre quiso ayudar y lo rehusaron de mal modo. Hicimos como que ascendíamos de nuevo a toda prisa. Pero mi padre se detuvo a medio andar, en la sombriza gradería. Desde allí vimos cómo se abría una puerta excusada del palacio y metían en él el cuerpo, tundido y desmayado, del señor Penitenciario del Cabildo Catedral, don Ignacio de Eucodeia y Zarzamendi.