CAPÍTULO XXXII

Por lo que a mí respecta, he aquí lo que sucedió durante el resto de aquel día:

Cuando llegué a mi casa me disculpé como pude del verdín que manchaba todo el delantero de mi delantal, y de las desolladuras en manos y rodillas. La discusión que se había armado sobre el suceso del acólito diluyó un tanto aquella manera mía de presentarme. Fingía yo un gran aplomo, pero, en mi interior, estaba todavía aterrado por mi rapto de locura.

Subí a mi cuarto a mudarme la ropa y a poner un poco de agua fenicada en los raspones. Vino conmigo Joaquina a encenderme el quinqué. Estaban abiertas las ventanas. El David se revelaba, entre las sombras, por los pequeños toques de resplandor que le llegaban desde las ventanas y galerías de las casas fronteras, donde empezaban a encenderse las luces.

Luego, en la cena, se comentó nuevamente el escándalo. Por debajo de nuestros balcones pasaban las turbas pidiendo la cabeza de Eucodeia. Una de las pandillas se puso a apedrear la catedral. Salimos al balcón y aquellos revoltosos aplaudieron a mamá dando vivas al nombre de mi abuelo. Mi madre les hizo un gesto de que siguieran camino y la obedecieron en el acto.

La tía Pepita, en la discusión, decidióse sin vacilar por el partido del Cabezadebarco y sus defensores, en razón de que «una travesura no era un delito y mucho menos un sacrilegio». Mamá opinó que la cosa en sí no estaba bien, pues no es lícito ni simpático defender al que roba, sea lo que sea. Pero la culpa no era del muchacho, sino del «tenerlo unos todo y otros nada». Lo que sí le resultaba inadmisible y odioso era el entrometimiento del canónigo y de las beatonas en todo ello. «Estoy segura —afirmó— que ele haber pasado yo por allí en aquel momento les quito el rapaz de las manos, aunque hubiera tenido que arañarme con todas ellas».

—¡Tú sí, sí…! —murmuró la jorobeta, que, en el fondo, era del bando inquisitorial—; buena rebelde eres; no sé cuándo se te irán esos humos.

—No soy rebelde, soy madre. Si tú lo fueras, ya verías lo que es el que te traigan a casa un hijo destrozado.

Las palabras de esta réplica me dejaron sin sangre.

—¡Come, Bichín! ¿Qué te pasa? Estás alelado desde que llegaste… ¡Por dónde habrás andado…!

—¿Te parece poco que haya presenciado espectáculo tan cruento…? —arguyó Pepita—. De mí sé decir que no hubiese podido aguantarlo.

Opinó luego la tía Asunción metiendo en baza, como era su costumbre, y haciendo con ellas parangón, las refinadísimas costumbres cubanas en oposición a la barbarie española. Mi hermano Eduardo, sin levantar la cabeza del plato, con aquella dura seriedad que nunca le abandonaba, murmuró:

—¿Leísteis el periódico de ayer? Han linchado a tres negros en Camagüey. Después los quemaron, cuando todavía agonizaban. ¡Refinadas costumbres, verdaderamente…!

—Por algo sería —insistió la cubiche.

—Si, por un tiquimiquis electoral entre el coronel Pérez y el comandante Vázquez.

Mis hermanos, luego de algunas breves intervenciones, abandonaron el debate y se sonreían, mirándose con aquel aire de molesta superioridad, que, a veces, parecía complicidad; como si estuviesen solos y a cien leguas de lo que allí se decía. Era algo insufrible aquel silencio lleno de reservas y de desdén burlón. Terminaron por imponer a los demás su actitud recelosa y la conversación fue decayendo hasta quedarnos todos callados. Blandina entraba y salía trayendo y llevándose fuentes y platos. Mamá, deseando cortar por algún lado la fatigosa pausa, dijo:

—Esta chica… Nunca me acostumbraré a su silencio. Parece un fantasma… Un fantasma bien alimentado.

Sonrió de su misma frase y yo la acompañé con una risita timorata, ayudándola en la intención; todo lo cual rebotó contra la mirada de mis hermanos, a quienes la gracia de los demás ofendía como una injuria, lo que no les impedía reírse como locos cada vez que alguno de ellos soltaba una simpleza. Mamá hizo un nuevo intento para empalmar la conversación volviendo sobre el pretexto sensacionalista.

—¿Así que estabas allí cuando lo castigaron? —dijo hacia mí.

—No estaba allí, pero lo he visto igual.

—Adivina adivinanza —dijo María Lucila con voz provocadora—. Tú siempre tan redicho, niño. ¿Por qué no cuentas las cosas como manda Dios?

—¿Quieres explicarnos, hermoso —agregó Eduardo, como si escupiera las palabras—, cómo es ese logogrifo de estar y no estar?

Seguían, con estas desproporcionadas réplicas, su conducta de siempre. Se estaban callados hasta que hablaba yo; entonces, dijese lo que dijese, lanzaban sobre mí sus alfilerazos.

—Estaba arriba, en el campanario, asomado al último barandal.

Me miraron todos fijamente y me puse colorado.

—¿Y qué hacías tu en semejante lugar? —preguntó mamá, con acento muy extrañado, aunque sin alarma.

Continué comiendo sin contestar, sofocadísimo por habérseme escapado semejante contestación. La Pepita, queriendo echarme un capote, aflautó, con aire indiferente:

—Un deseo de soledad le acomete a cualquiera.

—Sí —dijo Eduardo, atornillando las palabras con un dedo en la sien—, esos deseos abundan mucho en esta casa.

—¡Guárdate tus observaciones sobre esta casa! —repuso mamá.

—¿No le viste llegar con las manos ensangrentadas y echo una basura? —intervino María Lucila—. Vete a saber qué anduvo haciendo este chiflado.

—Este cree que todos comulgamos con ruedas de molino. ¿Sabéis dónde hay que meterse y asomarse para ver lo que pasa en el atrio, desde aquella altura? —terció de nuevo Eduardo, con un incontenible odio en la voz—. A éste lo que hay que hacerle es…

—¡Basta! En ese tono sólo hablo yo aquí —dijo mamá.

—Menos mal que ahora sólo eres tú a hablar fuerte —repuso Eduardo.

—Sí, mímalo más, es lo que le hace falta —remachó María Lucila.

—A mí no me hacen falta mimos, ¿sabes?

—Te mimas tú solo, claro está —añadió mi hermano, con acento burlón—. ¿O te mima tu papaíto del alma? —y dirigiéndose a mamá, continuó—: ¿Has visto cómo también sé hablar con dulzura?

—¡Imbécil! —exclamé, lanzándole una mirada de asco.

—¿Pero qué es esto, hijos? —interpuso mamá con voz severa. Las tías, con la exagerada consternación que siempre despertaban en ellas los acontecimientos de la casa, empezaron a desprenderse los imperdibles con que sujetaban las servilletas en los altos del pecho, prestas a bajar a su piso.

—Esto es —dijo con su terrible serenidad María Lucila— que harías muy bien en admitir que no debemos sentarnos a la mesa con ése. ¡Que se vaya con su padre de una vez…!

—Esta es mi casa, tanto como vuestra.

—¡Cállate…, mariquitas! A ver si te tiro un plato a la cabeza, —amenazó Eduardo.

—¿A quién? ¿A mí? —dije saltando de la silla. Y antes de que nadie pudiese impedirlo, cogí de la fuente del asado el cuchillo de trinchar y me abalancé sobre él. Mamá me dio un fuerte golpe en la muñeca y el arma rodó bajo el chinero.

—Pero, ¿qué es eso, desdichados? —gritó con voz quebrada, levantándose.

—Esto es el derrumbe final —rugió Pepita, abanicándose con un plato.

Mis hermanos, que también se habían puesto en pie, cruzaron una mirada y salieron del comedor, seguidos de Asunción y Lola, que sin duda estaban de su parte. Mamá se sentó de nuevo, ahogándose, demudada. Pepita se fue hacia ella y le puso una mano en la frente.

No podía concentrarme en los libros, era inútil. Al día siguiente, cuando supuse que iban a llamarme a comer, me lancé a la calle, sin pedir permiso. Necesitaba aire libre; aquella casa me iba oprimiendo como un metal que se enfriase en torno mío. Cuando bajaba me detuve un instante, por casualidad, frente a la entrada del piso de las tías, a levantarme los calcetines. La puerta se abrió, como empujada por un vendaval, pues siempre había alguna de ellas curioseando por la mirilla cuando se oían pasos en la escalera.

—¿Qué hase tú ayí? ¿Te mandan que epíes? —inquirió la coronela.

—¡Me mandan un rayo que te parta! —le contesté, con palabras aprendidas de la golfería.

—¡Si vuelvej por aquí te crijmo, ñame, safao!

—Volveré con mi padre, para que os eche a todos —grité desde el último descansillo.

Y cruzando las calles, abatidas por la cellisca, me fui en procura del Casino.

Estaba mi padre comiendo unas costilletas con patatas fritas y huevos, cerca de la estufa, en una mesa de tresillo, cubierta con un mantel, sentado sobre el ángulo de un sofá esquinero. Empezaban a armarse las primeras partidas de los juegos de baza y oíase el tintineo de las cucharillas en los gruesos vasos de vidrio, donde se servía el café. Entre bocado y bocado mi padre ojeaba, penosamente en aquella penumbra, apenas disipada por la luz del cielo entoldado que venía del jardín, una revista francesa donde había láminas con señoras en corsé, grandes sombreros de plumas y medias negras, que aparecían meciéndose en altos columpios, con los senos casi al aire y sosteniendo sombrillas muy pequeñas. Me acerqué a él bordeando los ruedos de luz artificial que daban sobre los billares y las primeras mesas de juego y le tapé los ojos con las manos.

—¡Coño! ¿Qué haces tú aquí?

No me había visto llegar, enfrascado como estaba en la lectura. Me quedé a su lado, de pie, muy serio, y durante este ínterin me interrogó con la mirada.

—Vengo a hablar contigo. Quiero irme de casa.

Se limpió la boca con la servilleta y me besó en los labios.

—Empecemos por el principio —dijo escondiendo la revista—. ¿Comiste? ¿No? Pues que te hagan algo aquí. ¡A ver, tú, Alejo, una tortilla para este! Siéntate. No, ahí no, aquí a mi lado. Suelta ahora. ¿Qué pasa?

Le puse al tanto de la inaguantable hostilidad de mis hermanos y de la escena ocurrida la noche anterior.

—Tienen a quien salir esos jesuitas. Aún ayer me los encontré en la calle, tan arrimaditos como andan siempre, y me saludaron con gran primor. Por cierto, les di cinco duros para chucherías.

—En casa no dijeron nada.

—El canalla debe ser él, por algo progresa tanto en las matemáticas. Dicen en su colegio que es un talento. ¡Gente de cifra, puaf…! Ella parece más tierna.

—No la conoces bien.

—Luis María —gritó desde lejos Ramón Paradela, ingeniero de las obras del canal—, ¿haces pie para un mus violento? Hay aquí unos de la aldea que piden castigo…

—No puedo, tengo visita.

El otro miró, frunciendo los párpados, desde el extremo del salón. Mi padre me hizo levantarme y saludar.

—¡Ah!, ¿tenemos por aquí a don Sietelenguas? Ahora voy a cumplimentarlo.

—No vengas, que hay deliberación en serio. Bueno —prosiguió dirigiéndose a mí—, tú dirás lo que resuelves. ¡Mira si tenía yo razón, hace ahora más de un año! Cien veces te dije que tu lugar estaba al lado de tu padre.

—Ya sabes que mamá no merecía ni merece que la deje sola.

—Bien, bien, dejemos ese aspecto —dijo, escurriendo el bulto, como siempre que se aludía, entre nosotros, a mi madre—. Algo habrás decidido.

—Sí, quiero irme también de interno.

Permaneció un rato pensando, fruncido el entrecejo.

—Eso es darles una razón que no tienen esos malvados.

—Quizá la tengan, papá. Si se les obliga a vivir lejos de su madre por mi causa, es natural que me odien. Yo haré igual. Viviré lejos de ella y los odiaré también.

Se quedó otro largo rato en silencio, mirando, como hipnotizado, hacia el fuego del hornillo de la estufa, atizado por el tiro hasta zumbar con el fuerte noroeste que soplaba en la calle. El fuego se le miniaba en las pupilas poniendo en su apretado turquí grietas rojizas, mientras con los dedos de la mano derecha apretaba los garfios del tenedor hasta apiramidarlos. Luego me miró largamente, retorciendo, una y otra vez, las guías del bigote.

—¿Cuándo empieza el curso? —preguntó, con aire reconcentrado.

—Pero, papá, si ya estamos a mediados de noviembre. Ellos consiguieron un permiso para estudiar por libre unas cuantas asignaturas y quedarse hasta después de San Martín. Se irán uno de estos días. Pero yo quiero irme antes, para que no le escriban a mamá esas cartas que tanto daño le hacen, hablándole de nosotros.

—¿También hay eso? ¿Y cómo lo sabes tú?

—Yo sé todo lo que sucede en casa, aunque no me lo digan —afirmé con una desfachatez no exenta de orgullo.

—Hay que hablar con tu maestro, a ver qué aconseja —dijo, debatiéndose en la última trinchera.

—Cuando me dio punto este verano, le dijo a mamá que, salvo el latín, poco más podría ya enseñarme.

Alejo empezó a poner la comida, con aquella sonrisa de alcahuete que nunca se le caía de la boca.

—Ya veremos; por lo pronto te quedas conmigo. Ahí tienes tu comida. Métele diente, luego seguiremos hablando. La danza sale de la panza —sentenció, anudándome la servilleta en la nuca. Alejo había puesto sobre la mesa una gran tortilla de patatas y chorizos y dijo que luego me traería un flan y dulce de membrillo, si daba cuenta del plato.

Comía yo con el paladar halagado por el gusto de la vianda, distinto del casero, además de la excitación que me causaba el ambiente aquel de personas mayores, que resultaba más grato aún, con sus humos y tibiezas, en vista del tiempo insoportable que tenía aplastada a la ciudad desde hacía casi una semana. Mi padre me cortaba el pan en rebanadas y de tanto en tanto me acariciaba, pasándome la mano por el pelo o pellizcándome suavemente las mejillas.

—Ven más acá, hombre —me acercó hasta tener mi pierna pegada a su muslo, luego me sirvió una copa de vino tinto, sin agua.

—¿Vino solo, papá?

—Un día es un día… Hoy haces vida de casino, que, digan lo que digan los pazguatos, no es de las peores. Además, eres huésped de tu padre, que digan lo que digan, no es tan bárbaro como dicen.

Mientras terminaba el bocado para contestarle entró el Tarántula, nervioso, piafante, con su chalina alborotada, lleno de visajes, seguido hasta de media docena de tipos muy diversos, aunque todos iguales en el bracear y en el gesticular. De la saleta del «monte», y de la biblioteca, vinieron en seguida otros muchos socios que los rodearon con subida expectación.

—¡Qué atrocidad! —exclamó don Narciso el Tarántula, con su voz de bajo—. ¡Increíble, verdaderamente increíble! —añadió sacudiéndose la capa, que la traía perdida de lluvia.

—¡Es el colmo! ¡Oh! ¡Nada, nada, que hay que cortar por lo sano! —decían sus acompañantes, todos ellos con las ropas mojadas y algunos entregando sus paraguas al Alejo.

—¡Desembuchad de una vez! ¿Fuisteis o no a ver al obispo? —preguntó uno del corro.

—Claro que fuimos —respondió airado el ateo, con resentido acento—. ¡Tú, Alejo, tiéndeme esa capa por ahí, cerca de la estufa! Cuidado con las bandas, que son nuevas… Y tráeme un doble ojén.

—Bueno, ¿pero qué os dijo? —inquirió, con muy mala intención, un tal Hinestrosa, que era cronista de El Eco, diario de sacristía.

El Tarántula callaba, ceñudo. Le trajeron el aguardiente anisado y se sirvió él mismo, con mucha parsimonia, dejando desbordar el líquido en el platillo. Bebió un sorbo sin levantar la copa, a morro, y la llenó de nuevo con el residuo desbordado.

—¡No sé a qué viene ese sigilo! No hay que olvidarse que ibais como delegados nuestros —intervino el presidente de la Liga de Amigos.

Don Narciso el Tarántula, más apremiado por los rumores que por las palabras, buscó con la mirada a sus acompañantes y no halló más que la del director de El Vértigo. Los otros habían ido desertando indecentemente hacia las mesas.

—Que os haga éste la crónica —y señaló con el mentón al arriesgado periodista. El tal, que estaba deseando hablar:

—¡Menudo sofión nos echó Su Ilustrísima! —resumió, con la falta de matices característica de los levantinos, pues era dé Castellón de la Plana y representaba en Auria, con igual dedicación, a una compañía de abonos químicos y a la Junta Federal Anarquista de Cataluña.

—Supongo que le habréis dado lo suyo —insistió solapadamente Hinestrosa, tras su altísimo cuello planchado, como asomado a una chimenea de porcelana.

—¡Ca, hombre! —prosiguió el de los abonos—. Éste —y señaló al Tarántula—, que era el que tenía que hacer uso de la palabra, se desencajó todo en cuanto vio aparecer al obispo de pantalones. ¡Porque, hay que decir la verdad, la jugada fue maestra! Uno está acostumbrado a verlo de máscara, con sus colas y tal… Y lo que allí apareció fue un tiazo de pantalones y levita, fumando un puro, que entró sacando un reloj del bolsillo del chaleco y diciendo: «Caballeros, lo siento mucho, pero apenas tengo diez minutos para estar con ustedes». Y se sentó tras la gran mesa del despacho, dejándonos a todos en pie, como si fuera a examinarnos.

—¡Ji, ji, ji! —expidió Hinestrosa, al paño, frotándose las manos.

—Este —prosiguió el anarquista, señalando al Tarántula— empezó a decir: «Sí, sí, claro, claro…». Y hubo un momento en que estaba tan ido, que le llamó «Su Eminencia», a lo que respondió el «Torero»: «Todavía no; espero serlo con la próxima implantación de la República». Y así empezó la juerga, ¡conque figuraos lo que habrá sido el resto de la conversación! Los demás delegados, aunque iban de comparsas, se rajaron todos. Y ahí —y señaló otra vez al abrumado ateo— se escachifolló de arriba abajo, hasta quedar mudo.

—¿Pero no llevabais de refuerzo a Barbadás, el del Centro de Sociedades Obreras?

—¿Qué íbamos a hacer, qué queríais que hiciésemos, si éste, que era el de la voz cantante, se nos entregó a las primeras de cambio?

—No mientas, tú —intervino al fin don Narciso—. Fué Barbadás quien se achantó, con el pretexto de que no podía complicar en un asunto religioso la responsabilidad sindical, como aclaró a la salida.

—¡Vamos, contra! ¡Sólo a vosotros se os ocurre llevar ante el obispo a un carpintero vestido de panilla y sin cuello! —comentó el presidente de la Liga—. ¿Creías impresionarle con ese ejemplo de humildad, como a los papamoscas de los mítines?

—Jesús andaba descalzo —ahuecó el Tarántula, volviendo a sus andadas retóricas.

—¿Pero no ibais a llevar también a Remigio? ¡Más pico de oro que ése…! —repuso una nueva voz—. Además, conoce el paño, pues cuando colgó el manteo llevaba cinco años largos de seminario. Sabe casuística para regalar, además de su natural facundia de literato…

—Nos dijo ayer que iría, luego se azorró, como todos esos republicanos de cartón cuando llega la hora de la verdad, o sea la de la acción —dijo el levantino—. Además, es poeta, y con eso ya está dicho tocio.

—No exageres, tú —aclaró Alanís, el del Correo—; mandó a decir ayer noche que le disimulásemos, pues estaba otra vez con el ataque de almorranas.

—Pero, bueno —terció mi padre—, ¿qué es lo que pasó? ¡Supongo que no os habrá pegado, ni que os habrá echado de allí empuñando una reliquia y amenazándoos con la excomunión!

—Pues usted verá —insistió el director de El Vértigo—. Como pegamos, no; pero nos llamó demagogos provincianos y nos dijo que era una inocentada, que hablaba muy menguadamente de nuestro sentido político, el haber llevado el asunto del chiquillo a la prensa y a la tribuna, lo que no le había servido de nada al… al…

—Al Pedrito —sopló uno.

—… eso es, al Pedrito; y que, en cambio, se había puesto una vez más de manifiesto la inopia de nuestro estilo literario y oratorio, bastante inferior al de un alumno del segundo año de Humanidades del seminario.

—¡La hostia, casi nada! —comentó papá.

—Aquí —y señaló a don Narciso—, en un instante de lucidez aceitó a decirle, yéndose por el atajo: «¿Acaso Su Ilustrísima aprueba la conducta de Eucodeia?» «No sea usted infeliz, hombre, con esa petición de principio —respondió el preboste—; lo que yo apruebo o dejo de aprobar en el terreno de la disciplina jerárquica, debe importarle a usted una higa, hablando mal y pronto. También yo fui periodista y no se me olvidó el oficio. Lo que ustedes vienen a buscar aquí es la expresión de mi solidaridad con el señor Penitenciario del Cabildo, para luego arrearnos a los dos en ese papelucho. ¿No es así? Frente al caso práctico, que es el que aquí interesa, les digo a ustedes que hubiera sido mucho más discreto, más humano y desde luego más útil, mandarle cincuenta duros al padre, o lo que sea, del pilluelo para que le echase un traje y unas botas y se quedase con el resto. El zapatero hubiese dado por muy bien empleada la zurra, que al fin no fue cosa del otro mundo, y aquí paz y después gloria». «Pero, le contesté yo —prosiguió el de Castellón—, ¿y la exhibición en la reja?» «Una estupidez mucho menos vejatoria que cuando quemáis a nuestro Santo Padre, en efigie, en vuestras inocentes carnavaladas… Ahora hay un proceso abierto que lo único que demostrará es que el chicuelo tenía el latrocinio en la masa de la sangre, e irá a parar a manos de un juez de menores, que es la peor calamidad que le puede ocurrir a un niño… Ninguna de las piadosas señoras que vieron el asunto querrá declarar nada contra el señor Penitenciario; por su parte, Eucodeia ya ha depuesto, diciendo que el pequeño se arañó a sí mismo cuando quisieron sujetarlo, al ser cogido in fraganti. En cuanto la tontería de haberlo atado a la reja, se lo atribuyen al bárbaro del pertiguero… ¡Ya ven qué claro está todo!» «El pincerna habló de órdenes superiores, lo oyó todo el pueblo» —argumentó Barbadás—. «Pues ahora dirá que no lo dijo», rearguyó el obispo. «¿Y que juez va a dudar, en el peor de los casos, entre lo que afirma un pincerna y la segunda dignidad del Cabildo?»

—¿Hasta ese extremo llego en sus provocaciones? —inquirió, con su doliente falsía, el clerical Hinestrosa.

—¡A ver si te callas, tú, chupacirios! —le contestó mi padre—. ¿O es que te supones que no nos damos cuenta de tus coñas baratas? ¡A lo mejor estás ganando el llevar de aquí la cabeza sepultada en el cuello!

El hipócrita callo como un difunto.

—¡Sigue, tú! —agrego papá dirigiéndose al de la perorata, con voz muy malhumorada.

—¿Qué más queréis que os diga? —contestó el levantino con su prosodia campanuda—. Este, completamente azarado, ya desde que vio al obispo vestido de hombre y fumando, y luego ante aquel torrente de lógica y de cinismo lanzados por un tío al que no habíamos oído más que frases miríficas y visto en gestos rituales… Luego, al advertir que Barbadás también aflojaba… Figúrese usted, ya no veíamos el momento de salir.

—¡El hombre es hijo de las circunstancias! —glosó, con su lúgubre vozarrón, el ateo.

El concurso había seguido la exposición de los hechos con gestos de aprobación o negativos, según los casos.

—Y tú, ¿qué dices a todo esto? —instó mi padre al Tarántula.

—Pues, francamente, que me desconcerté ante la insolencia desafiante de aquel chulo… ¡Aunque bueno soy yo para achicarme ante la chulería de nadie! Pero ante la de un obispo… Luego los razonamientos… Habló de la plebe novelera… Claro que dijo plebe y no pueblo; si hubiese dicho pueblo, yo hubiera saltado. Pero dijo plebe, que ya es harina de otro costal. Hay plebe en todas las clases. Aunque dice Nietzsche, sin ir más lejos, que cuando la plebe se hace consciente de su condición…

—Bueno, bueno —atajó mi padre—, eso nos lo cuentas luego. Volvamos ahora al grano.

—Estaba justificando que puede haber exageraciones por ambas partes en la apreciación de… Porque bien mirado, el hecho delictuoso de un lado y las consecuencias éticas por otro…

—Te estás haciendo un lío —le observó uno.

—Quiero venir a que el rapaz pudo haberse crismado por su cuenta cuando quisieron echarle el guante…

—¡Mentira! —grité yo, con una irritación que había ido amontonando mientras escuchaba la falsa versión del obispo. Se volvieron todos hacia mí con un gesto sorprendido y curioso.

—Le pegaron todos. Don Ignacio, las señoras y el tornacás. Le pegaron con los puños y con las sillas, lo tiraron al suelo y le dieron puntapiés y pisotones. Luego le ataron las manos a la espalda con una cuerda que trajeron de dentro de la catedral.

—¿Qué estás diciendo, hombre? —alborotó mi padre, quitándome del medio del corro donde me había metido para hablar.

—Digo lo que vi.

—¿Estabas tú allá?

—Estaba en la torre, con Ramona la campanera.

—Pero desde las aspilleras no se ve el atrio.

—Desde donde yo estaba lo veía… Preguntadle a la campanera dónde estaba yo… Lo diré todo —añadí cada vez más excitado—; delante del obispo o de quien sea. ¡Que me lleven, lo diré todo!

—¡Así se habla, Sietelenguas! Si las cosas son como tú las cuentas ya es otro el cantar.

Quien esto decía era mi tío Modesto que, sin duda, había entrado hacía ya un rato y se había mantenido al margen del corro, oyendo. Traía las botas llenas de barro y el zamarrón hecho una sopa; seguramente acababa de llegar de la aldea, a caballo. Se quitó la pelliza y la colocó en una silla cerca de la estufa.

—¡Nos caímos! —dijo mi padre, palideciendo—. No sabía yo que estaba ése ahí.

Modesto se abrió paso hasta los medios del corrillo, que engrosó con el rumor de su llegada y con el adjunto del maragaterío que, a causa de sus chamarileos comerciales, llegaba más tarde a tomar el café y se mantenía un poco alejado y tímido, como siempre que los señores discutían asuntos personales o locales. El tío, llegándose a mí, me palmeó la mejilla con su mano enorme.

—No niegas la sangre; así me gusta. No hay que negar nunca la sangre, aunque ande por ahí muy mezclada y rebajada —dijo con palabras un tanto misteriosas. Sacó del monedero de mallas de plata unas pesetas y me las dio. Era su manera de aprobar. Luego dijo, con frase que también me resultó poco comprensible y menos aún las risas con que fue subrayada.

—Te hartas bien de dulces, primero. Y si luego te sobra algo, compras unas docenas de huevos para éstos, que andan muy débiles… —y señaló al Tarántula y al director. Los aludidos no levantaron los ojos del suelo.

—Ahora habrá que insistir, con este inesperado y valioso testimonio —añadió, dirigiéndose a los amilanados.

—¡Que vaya Rita! —dijo el federal—. ¡Menudas pulgas se gasta el purpurado ése!

Don Narciso reaccionó por el lado de la pedantería.

—¿De dónde sacas tú que un obispo es un purpurado?

—¡De donde me da la gana…! ¡Ya me estás tú cargando con tanto saber! —replicó el aludido, lanzando sobre el otro la réplica que no se atrevía a enderezar hacia Modesto—. ¡Si la mitad de lo que berreas por ahí se lo hubieses papillado al obispo en las narices…! ¡Bueno nos va a poner mañana El Eco…!

—Ven acá, pequeño —dijo mi tío atrayéndome de nuevo—. Mañana vamos tú y yo a ver a ese diestro. ¿Te atreves?

—Claro que sí.

—Deja al chico —intervino papá llevándome a su vera—. No quiero que mi hijo ande en tales fregados.

—Pues yo estoy dispuesto a que el asunto no quede así.

—Y a fin de cuentas, ¿qué te va ni qué te viene?

—Tengo mis razones.

—¡No sé qué clase de cencerrada piensas hacer!

Modesto asordinó la voz y añadió:

—Por lo pronto, darle una buena leña al bruto de Eucocleia y jugarle alguna mala pasada al obispo, que bien merecido se lo tiene. Y luego juntarle unos miles de reales al chico y mandarlo a unos frailes, que algunos hay buenos, para que lo compongan. Al César lo que es del César. Hay que sacar a ese crío de sus malas mañas… Uno no está exento de culpa… Conque no faltéis, esta noche, a eso de las once. Asistiréis, valientemente de lejos, a la tremolina. Para estas cosas de hombres no hay que contar con vosotros. Y ese guapo, berrendo en sotana, será duro de faenar, me consta. Una cosa es echar discursos y otra darle una tunda a un navarro. Y cuidado con la lengua.

—¿No hay moros en la costa? —dijo Alanís, mirando recelosamente a todos lados.

—No; ya me cercioré de que Hinestrosa se había ido. Y mis palabras no llegaron a ésos —dijo señalando a los comerciantes, hipócritamente enfrascados en la lectura de los periódicos y no atreviéndose a comentar el caso—. Así que sólo lo sabéis vosotros.

Prometieron todos ir sin falta, reanimados por la perspectiva del escándalo sin tener que intervenir ellos directamente. Yo me quedé mirando a mi tío con gran respeto. El concurso empezó a disolverse y fuéronse todos a sus jugatas, chismorreos y negocios.

—¡Muy bárbaro eres, Modesto…! —dijo mi padre, cuando nos sentamos los tres en torno a la mesa donde habíamos comido y donde todavía me esperaba el postre.

—No sé qué menos se puede hacer con ese forastero que viene aquí a moler a golpes a un hijo del pueblo.

—Allá sabrás en lo que te metes… Te verás luego en fandangos de justicia, que es el nunca acabar.

—No te preocupes. El juez Zubiri me debe quince mil reales de un boquillazo que dio en la subasta de un bacará, hace tres o cuatro Corpus. Y el presidente de la Audiencia, cuarenta onzas del lío que le arreglé con la hija de la Flora.

—¡No sé de dónde te viene esa furia filantrópica por el hijo del remendón!

—¿Qué? —el tío Modesto hizo una pausa. Dió una gran chupada al cigarro y exclamó en voz muy baja, como para evitar que yo pudiese oírlo—. No estoy seguro de que ese rapaz no sea mío. A veces ellas tienen razón. La Teodora… ¿No te acuerdas de la hija de «Mariscal», el sastre aquel de la Rabaza? Sí, hombre, sí; una rubia guapísima que tuvo que ver con el notario Acevedo… Yo la traté, ya un poco ajada, hará de esto unos diez o doce años. Tenía ya dos chicos del Simeón, aquel leonés albardero que luego puso un gran establecimiento en Vigo. Por ese entonces yo anduve mucho con ella y me tenía ley… Luego me enganché con Felipa, la monfortina… Por aquellos días tuvo Teodora ese hijo, y se cansó de jurar y perjurar por ahí que el chico era mío. ¡Vete a saber! Luego se casó con el remendón, hace unos cuatro o cinco anos, ya hecha una lástima. ¡Uno comete esas canalladas!

Mi padre permaneció en silencio, mirándome de vez en cuando. Yo no conseguía hacer resbalar el flan por la garganta. Pensaba en Pedrito y le encontraba, de pronto, un parecido impresionante con el tío Modesto. ¡Sería gracioso que el pobre Cabezadebarco fuese mi primo carnal! Si llegaran a saberlo mis hermanos… Luego, volviéndose hacia mí, agregó el tío:

—Muy bien tú, migaja… Así se hace. Hay que decir siempre la verdad, aunque le escueza a los otros y a uno mismo… ¿No contestas? ¿Se te trabaron las siete lenguas?

—¿Me dejas que te dé un beso, tío?

—No me gustan esas mariconadas. Pero venga, hoy lo mereces —agregó inclinando su corpachón y presentándome la mejilla.

Me abracé fuertemente a su cuello y sentí en los labios los ásperos canutos de su barba crecida.

Al poco rato se acercó a la mesa Reara, «el de los niños», como le llamaban, con sus ojos redondos, obsesos y su rostro lampiño y colorado. Hablaba a borbotones, tal vez por su costumbre de no conversar nunca con nadie, recortando las palabras y mirando siempre hacia los lados como si temiese algo que no se sabía lo que era…

—Me han dicho que vas a zurrarle al Eucodeia.

—Te han dicho bien.

—¿Cuándo?

—Esta noche, si Dios quiere.

—¿Puedo ir?

—¡Si eso te hace gracia…!

—Es que tengo una cuenta pendiente con ese bestia…

—No compliques las cosas; en aquella cerdada tuya con el monaguillo tenía razón.

Reara de rojizo se tornó violáceo. Se veía que estaba haciendo un gran esfuerzo para no fijarse en mí.

—¿Dónde será la cosa?

—En el callejón de Santa María la Madre. Él baja por allí, a eso de las once, de vuelta de la casa de su querida.

—No exageres, tú —terció mi padre—; viene de la tertulia del gramático Arce.

—Yo sé lo que me digo. Lo de la tertulia es el tapujo. De allí sale a las diez, y se mete, luego de dar una vuelta, en la rúa de San Pedro, que es donde tiene la coima, una tal Castora… Todo se sabe…

—¡Todo se sabe! —murmullo Reara, como hablando con el vientre. Al irse me envolvió ávidamente en la mirada de sus ojos de pez.