CAPÍTULO XXXI

Hallábase otra vez la ciudad agitadísima, con brotes de motín, contra el canónigo penitenciario don Ignacio Eucodeia. Los desmanes de la gente de sotana siempre terminaban produciendo estas turbulencias. El pueblo replicaba a ellos con mucha más vivacidad e impulso más unánime que a las expoliaciones de patronos y ricos, que eran los otros factores capaces de desatar la iracundia colectiva.

Era don Ignacio un navarro del valle de Roncal, alto, fuerte, de pupilas claras, mejillas enjutas y peluda voz de coronel, conocido, en privado, por su manía respecto a la limpieza y en público por su belicosa intransigencia en materia confesional; en ambos casos comprometía un amor propio por igual desproporcionado. Las penitencias que imponía a los escasísimos fieles que acudían a su tribunal eran punto menos que sentencias del Santo Oficio. Practicaba a rajatabla todos los aspectos negativos del sacerdocio, pues era, entre otras cosas, duro, orgulloso, dogmático e implacablemente obstinado, y ninguno de los positivos, pues carecía de aquellos claroscuros del carácter y de la doctrina aplicada, donde se cobija, misericordiosa, la cristiana comprensión; estaba totalmente falto de afición humana, de piadosa ternura y de toda otra forma de caridad. Parecía andar siempre, como un gendarme de Dios, al acecho del pecado, desprovisto de las reservas piadosas para el perdón. Era tan denodado fanático como misérrimo cristiano. Hacía casi tres lustros que estaba en Auria y no tenía tratos con nadie. Vivía en la fonda de doña Hermelinda y era muy temido por ella, en quien se personificaban las más acendradas virtudes de la pulcritud casera, y por las sirvientas, a causa de su rigidez en lo que atañía al orden y policía de la vivienda. Cada vez que don Ignacio Eucodeia entraba en la casa no tenía otra labor de más prisa que ir pasando ensañadamente, ya desde el arranque de la escalera, los dedos sobre el pasamanos, y, después, sobre toda superficie de muebles; y cuando su refinadísimo tacto hallaba la menor partícula de polvo, dentro o fuera de su aposento, sacudía toda la casa con su aristoso vozarrón, mientras acariciaba la presa entre pulgar e índice:

—¡Doña Hermelinda, venga ustez aquí!

Acudía la dueña azoradísima, que por ser soltera y reviejada era pronta de rubores, recogiéndose la punta de su albo mandil almidonado, que era un espejo; y el dignidad, grandioso, apocalíptico, sin decirle palabra, mostrábale la menguada pizca de pelusa, asaeteándola con sus ojos azules, fulminantes bajo el alero de las grandes cejas de cáñamo. Luego, sin despegar los labios y como si hubiese ganado una batalla, se metía en su habitación, donde todo estaba muerto de tan limpio, dando un portazo.

En el púlpito era de una tal violencia, caso verdaderamente excepcional entre los oradores del Cabildo, que Su Ilustrísima estaba ya harto de llamarle la atención. El último día de una infraoctava de Pascua, que le tocaba el turno, el señor obispo, deduciendo por el estado de la política que Eucodeia iba a desbarrar de lo lindo, le mandó recado por un familiar, la víspera, diciéndole sutilmente que lamentaba mucho su ronquera y que anduviese con ojo, pues había una verdadera peste de trancazo. El Penitenciario, que no estaba nada ronco, no pescó la vaya episcopal y se dirigió a palacio para desmontar el equívoco, donde le dijeron que Su Ilustrísima acababa de partir, a todo andar de sus muías, a pasar el día en la quinta diocesana. Y el sermón de la infraoctava lo pronunció el joven canónigo, don Abilio Montero que, según decían las devotas, era tan repulido de la verba que semejaba un milagroso violín.

Tal era el hombre contra el cual volvíase airado todo el burgo, o, mejor dicho, la mayor parte de la masa popular de Auria y muchas de las personas ilustradas. El Vértigo, semanario pagado, escrito y leído por los «ácratas» de la localidad, publicó con sus pelos y señales «el incalificable atropello del ultramontano inquisidor y forastero». La crónica venía a toda plana y concebida en estos términos: «Un inocente acólito, de los que explota el Cabildo para hacer de ellos tristes ex hombres, congéneres, en lo espiritual, de los castratti vaticanos, cedió a la infantil tentación de apoderarse de unas monedas de cobre, que a fin de cuentas es dinero del pueblo, de los cepillos de la Iglesia mayor. Tal vez cedía el pobre menestral a la necesidad, ¡tan de sus años!, de comprar golosinas; las golosinas que desprecian los niños pudientes y que el actual sistema político-social niega a nuestras criaturas desvalidas. El funesto neo, ya conocido por otras andanzas de este jaez, obedeciendo sin duda a los atavismos inquisitoriales que le llevaron al curato, convirtiéndose a sí mismo (¿con qué derecho?, nos preguntamos), en brazo armado de la justicia secular, no sólo maltrató con el vejamen de las palabras más inconsultas a este hijo del pueblo, sino que le tundió con bárbara saña y le expuso más tarde al ludibrio de las turbas, las cuales, más ilustradas y sensibles que el Torquemada pamplonés que le cayó en desgracia a nuestra culta población, le libraron de las ataduras». Terminaba El Vértigo su inflamada crónica entregando el caso a la consideración de los diputados liberales «que están en el Congreso para defender ante el mundo el crédito de la Nación» y estableciendo un mañoso encadenamiento de responsabilidades que iban «desde el oprobioso régimen imperante» hasta «la dorada madriguera del dictador romano», pasando por el alcalde, el gobernador y el inspector de Policía, hasta llegar a doña Paula, la de los Madamitas, que le había atizado un buen par de sillazos al rapaz.

Aun desposeídos los hechos de la elevada retórica con que los relataba, en su progresista estilo, El Vértigo, no eran menos indecorosos, injustificados y brutales. Pedrito, el Cabezadebarco, como le llamábamos a causa de su interminable cráneo de raquítico, niño de coro y aparente hijo de un remendón de portal, extraía las monedas de los cepillos valiéndose de un artilugio de su invención; ésa era la verdad. También lo era que el pobre ratero ni siquiera había elegido las abundantes alcancías o petos circulantes de las suntuosas misas dominicales. No; el infeliz Pedrito Cabezadebarco, merodeaba por las capillas obscuras donde la pobretería depositaba el testimonio de su fe y de su esperanza acuñado en cobres, de a perra chica y de a perra grande; y los hurtaba, no para comprar golosinas (y es extraño que El Vértigo no hubiese caído en explotar esta veta sentimental) sino para llevar a su casa unos reales añadidos a las magras propinas de la ayuda de misas, junto a los veinte reales de la mesada que le daban por desgañitar latines y rosarios, pues tal era el sueldo que el altivo Cabildo pagaba a aquellas criaturas. Su audacia habíale llevado también, según luego se supo, a apoderarse de algunos restos de velas para que su padre hiciese la pez y el cerote con que preparar los cabos del cosido y bruñir las viras, pues trabajaba para los carabineros del cercano cuartel, que eran muy extremados en este punto y que le hacían gastar mucha lustrosa materia.

Nerón, el pincerna, que vivía en perpetua desesperación a causa de las implacables bromas de que le hacían objeto los acólitos, y que iban desde pegarle rabos de papel hasta esconderle grillos vivos entre los bucles del peluquín, por lo cual se las tenía siempre juradas a «aquellos insurrectos», venía montando, desde tiempo atrás, una cuidadosa guardia, atizada por la comprobación inicial de que el cepillo de Nuestra Señora de las Nieves, que, desde tiempo inmemorial, venía dando unos treinta reales por semana y el de san Antonio de Padua casi ciento, habían descendido bruscamente a un residuo de insignificantes céntimos, sin que ninguna de las naturales fluctuaciones de la devoción lo justificase; pues en los últimos años no había habido santos nuevos que desviasen el caudal con la actualidad de una repentina moda piadosa.

Acurrucado en los antealtares o disimulado tras las grandes imágenes de los retablos, esperó el Nerón varios días la llegada del ratero sacrilego. Nada le detuvo, ni la agotadora paciencia que suponía, por ejemplo, el colocarse tras la imagen de san Pascual Bailón, imitando con el cuerpo sus coreográficos quiebros barrocos, desplazando una cadera violentamente y con un brazo alzado en la misma dirección y altura en la que el santo enarbolaba el viril. Otras veces se escondió en el propio camarín de la santa, parapetado tras las abundantes sedas del manto, pues era imagen de vestir; pero allí se encontró con el inconveniente de que las telas, al removerse, despedían un viejo polvo cáustico que hacía toser y estornudar.

Mediando la semana, aparecióse Pedrito Cabezadebarco, armado con las industrias y ganchos del impío despojo, precisamente en la capilla de San Pascual Bailón. Cuando más enfrascado estaba en la tarea, vio, por un instante, que la imagen trastabillaba y cuando estaba en un tris de atribuir el asunto a milagro, sobrevino el pincerna bajando como un alud por las gradas del altar, entre el estruendo de los candeleros derribados y floreros rotos, abatiéndose sobre el pobrete que no acertó más que a caer de rodillas, gritando: «¡No, no!»

Luego de unos repelones previos, el Nerón se llevó su trofeo a través de las naves, donde quedaban los rezagos del beaterío farfullando rosarios de complemento, con gran alarde de pisadas de sus zapatones claveteados, diciendo en voz alta: «¡Ladrón, grandísimo ladrón!», hasta entrar en las salas capitulares donde le tumbó, de una pescozada, a los pies del Penitenciario Eucodeia, que ya estaba, desde hacía unos días, avisado de la vigilancia.

—¿Conque eras tú el elegido de Lucifer? —exclamó el pavoroso cura, arrojando el breviario sobre la poltrona y cogiendo por el cuello al miserable—. ¡Pues ahora veréis! —gritó, implicándonos a todos en el vengativo plural—. Se hará un escarmiento digno de este pueblo de incrédulos y ladrones…

El niño, que ya se veía en las últimas, empezó a dar gritos en demanda de perdón, con lo cual lo único que consiguió fue atraer a las beatas que se aspavientaron de seguida, en la puerta, con revuelo de mantos y faldas, pidiendo información. Tras lo cual, luego de un breve cuchicheo entre ellas, propagándose, repulgosas, la noticia, se santiguaron velozmente con la misma mano donde llevaban colgados los sillotes plegadizos, que seguían grotescamente el vuelo de las figuradas cruces sobre pechos y rostros.

El escarmiento había consistido no sólo en la paliza que allí mismo le dieron unos y otras, sino en llevarlo, a empujones, hasta el patín, donde le asegundaron la tunda que yo vi desde la torre, y en atarlo luego a la parte exterior de la de entrada, expuesto al paso ele las gentes, con el pincerna a su lado, como vivo cartelón del escarnio, quien quedó encargado de informar que estaba allí el rapaz aquel, «por ladrón y sacrilego».

En pocos minutos, la noticia se extendió por la ciudad. Don José de Portocarrero, que estaba allí cerca, haciendo su tertulia en el comercio de los Madamitas, vino en un instante y apareció congestionado, con la teja echada hacia la nuca y terciado el manteo; cruzó por entre el corro de los papanatas, que no acababan de salir de su pasmo, y en presencia del bárbaro desatino, exclamó a voz en cuello:

—¿Quién hizo esta enormidad? ¿Quién fue el bestia que ordenó esta enormidad? —y en tanto que el pincerna nombraba de mala gana a Eucodeia, el fabriquero empezó a desligar al supliciado, diciendo: «¡Válgame el Señor, qué bruto; válgame el Señor…!» Quiso el Nerón intervenir, hablando «de órdenes superiores», y don José lo hizo rodar con un limpio bofetón de sus manos labriegas.

Estando en éstas apareciéronse los hermanos de Pedrito, por parte de madre, Linos mozallones tiznados, que podían tener dieciocho o veinte años, obreros de la fundición, acompañados del director de El Vértigo y de Tarántula, el ateo. Este se adelantó, haciendo farolear la capa y brillar los lentes; subió un par de peldaños de la escalinata, para alcanzar nivel sobre la gente, que se había juntado en mayor número, al olor de la escandalera, y empezó a discursear: «Pueblo: ¡Oído al parche! Nos hallamos en presencia de un nuevo atropello ultramontano. El fanatismo, del que dijo Pascal que es el asno que bebe sangre…»

—¡Salga usted de ahí! —intervino, indignadísimo, don José, cogiéndole de un brazo y bajándolo de un envión.

—Estoy ejerciendo mis derechos de ciudadano.

—Pues vaya usted a ejercerlos al Montealegre, ¡so… idiota!

—Esto es un burdo atropello. ¿Estamos en el medioevo? ¡Pueblo! —tornó a declamar subiéndose a las gradas. Don José volvió a cogerlo del brazo y de un tirón lo arrojó contra los primeros curiosos, que al separarse dejaron caer al Tarántula en tierra, con gran algazara de todos. El director de El Vértigo, que estaba al quite, le ayudó a levantarse y gritó hacia el canónigo:

—¡Ya nos veremos en la próxima edición!

—Me limpio con ella… ¡Dios me perdone!

A todo esto, los hermanos de Pedrito lo habían desligado cortando la soga, llena de nudos, con una faca, y don José se los llevó a los tres hacia el atrio, a tiempo que casi era de noche. Ordenó al pincerna que abriese ipso facto la puerta chica del templo y entraron en las salas capitulares.

—¡Ven acá, hijo mío! —dijo atrayendo al rapaz hacia un lavabo. Por las mejillas de Cabezadebarco corrían a hilo sangrientas lágrimas, escociéndole en los arañazos de las brujas. Lo inclinó sobre la jofaina de plata de las dignidades, y mientras lo lavaba con sus propias manos, le decía a los otros:

—Cuidado con sacar las cosas de quicio; no hay que dar pie para que esa gentuza la emprenda con la Iglesia. Entre nosotros también hay brutos… ¡Vaya si los hay, y de ordago! Pero la Iglesia nada tiene que responder por sus malos servidores…

—¿Lo dice usted por el Eucodeia? —preguntó tímidamente uno de los tiznados.

—Claro que lo digo, y no os privéis de repetirlo. Es un animal —agregó interrumpiendo un instante el lavatorio—, un verdadero animal. Iré mañana a palacio. ¡O ése o yo!

Abrió un armario y dio a Pedrito un paño inmaculado, con festones de puntilla de hilo.

—¡Límpiate, hijo, límpiate!

—Lo voy a manchar de sangre —gimoteó el muchacho, indeciso.

—Mejor, y se lo dejaremos aquí para que lo vean todos. ¡Cuidado con guardarlo, tú! —dijo hacia el tornacás. Y desabotonando la sotana, metió dos dedos en el bolsillo del chaleco y sacó de allí un reluciente duro; se lo dio al muchacho y despidió a todos con el gesto. Cuando se habían ido, miróse largamente en el gran espejo del testero; después se encaminó a la contigua sacristía, que estaba ya completamente a obscuras, encendió un par de velas y arrodillándose en el suelo, frente al pequeño crucifijo de la consola, se puso a rezar con la cara escondida entre las manos. El pincerna no se atrevió a decirle que estaba muy excedida la hora reglamentaria para tener abierto el templo. Y no sabiendo qué hacer, salió a la nave lateral y encaramándose en el borde del enterramiento de un obispo, terminó sentándose encima de la mole yacente liando un cigarrillo.