El pretexto fue que tenía que ir a casa de Antoñito Cordal para hablar de algo relacionado con la escuela. Tras algunas recomendaciones no tuve inconveniente para salir. Evité, a último momento, ver a mamá, pues tendría que besarla. Cuando le pedí permiso, después de comer, me había encontrado silencioso y preocupado. Tales observaciones carecían ya de sentido, pues en tal estado me había mantenido, sin dar explicaciones, los últimos tiempos.
Salí corriendo asustado por mi presencia de ánimo, y como si, en el fondo, esperase algo que, a última hora, pudiese evitar… Di la vuelta por los soportales de la plaza del Trigo, tanto para guarecerme de la lluvia como para librarme de una posible vigilancia desde los balcones de mi casa. ¿Acaso aquello podía ser tan fácil? Los zapateros de banquilla que, bajo el soportal, remendaban el calzado del pobreterío, me insultaron al pasar, como siempre hacían con los señoritos, llamándome «faldero» y «zapatos de p…», pero esta vez, lejos de contestarles por sus apodos, los oí como desde una tremenda lejanía. Entré en la catedral por la puerta del Reloj. Las naves estaban llenas de apagados ecos que venían por una atmósfera color estaño. Oíanse, apartadas, las voces de los niños del coro llevando el rosario, con cascabelera melopea que, entre rezo y canto, se esparcía por las bóvedas, contestadas por el arenoso bisbiseo de los fieles.
Di la vuelta por el deambulatorio, aprovechando sus curvas para esconderme. Vi que avanzaba un canónigo y me metí en una capilla.
Salí cuando se alejó el dignidad, y me detuve tras un haz de columnas, espiando quién había en la nave del Rosario, pues si algún conocido me veía me haría echar de allí, como otras veces. Estaba el mismo beaterío farisaico de siempre: Pepe de Rentas, con sus cárdenas manos que, hasta al rezar, mantenían crispación de garras; don Abimael de la Escosura, arquitecto eclesiástico, prodigioso de falsedad; Casanueva el ferretero, rechoncho y seboso, con mandíbulas de chacal y entornados ojos de hartura; don Antonio el Silbante —nunca supe su verdadero nombre—, señorito indigente y un poco cínico que vivía casi de caridad, muy de cuello planchado y bastón, con las ropas muy percudidas, pero limpias, tomado de la triste manía de anciano galanteador; Encarnación Piñeiro, solterona de rostro nobilísimo, ya un poco canosa, con fama de culta, que abría las ventanas, fuese la hora que fuese, para tocar la Marcha Real al paso del Viático de la parroquia de Santa Eufemia, que arrancaba por su calle… Desflecábase más atrás el resto del concurso conocido, perdiéndose en la borrosidad de las beatas anónimas con manto y de las mujerucas del pueblo con pañuelos floridos, anudados bajo la barba, sentadas sobre los talones; y más atrás todavía algunos mendigos: la Bruja, bisoja, pálida y menuda; un ciego forastero tañedor de violín y decidor de malicias, con lazarillo apicarado; Matilde con sus harapos pulquérrimos y su inocente aire de santa perdida en este mundo… Entre los primeros, casi pegado a la reja del altar, estaba don José de Portocarrero, con su esclavina canonical y su seriedad de creyente profundo grabada en el gesto de atención con que iba desgranando las monótonas letanías, y casi a su lado Manolo, mi tío abuelo, corpulento, adusto, con su ensortijado pelo blanquísimo, su color cetrina y su cara de sefardita señoril, aspavientado en un gesto de ofertorio, con los brazos abiertos y el rosario colgado en la mano derecha; y dos pasos más atrás, arrodillada sobre un ostentoso reclinatorio de madera y peluche morado, con las iniciales de ambos labradas bajo una cruz, su mujer, una de la familia de los Mantera, que lo había pervertido, contaminándolo de su avaricia y haciéndolo mentiroso, beato y ladrón.
Apretando los dientes y los puños, como si temiese que la determinación que allí me llevaba pudiera escapárseme por algún lado del alma o de la piel, me encaminé resueltamente hacia la capilla del Cristo. Entré con andar firme, ajeno al temor de otras veces. Ante mi decisión todo cobraba un lugar secundario: la imponencia del sitio, el mirar espión de las imágenes, la lobreguez de las capillas, la altura mareante de las bóvedas.
Me arrodillé sin la forzada humillación de otras veces. Los vitrales, embazados por la boira, tamizaban la luz que llegaba al interior como un gas pesado, acuchillado de colores raídos. Venía de las naves del Rosario la voz alada de los niños de coro que jugueteaba en el aire, puerilizando el rezo.
Mi oración empezó a barbotar, continua y humilde, como una limpia fuente campesina, acompañándose con los hilos de la lluvia otoñiza que caía lenta, como aceitosa, resbalando por los vitrales. Tampoco alteraba mi firmeza la adivinada presencia de Él, al otro lado del cortinón, con su melena polvorienta, sus brazos aspados y su ojo revuelto. En realidad, mi oración no estaba dirigida a Él, a su debatida presencia corpórea, que ahora me parecía tan insignificante como el náutico exvoto, pendiente de la fimbria como un juguete, o como el infantil Cristobalón que allá fuera, en la pared de la Epístola, exhibía su tierno gigantismo. Mis palabras balbucidas, ni siquiera enhebradas por los conductos habituales de la oración, saltaban hacia otros destinos, apenas apoyando su dramática persuasión en los pretextos de las imágenes; lanzadas a un ultramundo donde yo sabía que eran esperadas y que serían justamente entendidas.
¿Para qué más demoras? ¿Por qué añadir nuevas treguas, acogido a la tensión dolorosa de aquel ambiente? ¿Qué era lo que justificaba aquel hipócrita abrir plazos para lo que había ya resuelto como irremediable?
Me sentí retemplado por una mayor energía. Interrumpí mi oración, besé las losas y salí de la capilla. El aire abierto de las grandes naves me enfrió en las mejillas el surco de las lágrimas. En aquel momento se disolvía la concurrencia del rosario. Para no ser visto tendría que salir por la puerta de los Profetas y entrar de nuevo por la del Reloj. Pero rechacé tal idea. Salir a la calle, aunque sólo fuese por unos instantes, sería enlazarse otra vez con las imágenes de la vida y caer, otra vez, en los tejemanejes de las dudas, en los especiosos distingos, en los espejismos de la esperanza. Si perdía pie desde aquel filo agudísimo por donde caminaba, si me desprendía un momento de aquel desasimiento de las cosas, que el templo me otorgaba aquel día más fuertemente que nunca, si me apartaba un segundo de aquella justificación de toda osadía, estaba perdido. Me quedé, pues, oculto, tras el altar de san Pedro Blanco, cerca del Pórtico del Paraíso, esperando que la puerta, que allí contiguo había, se escurriese de fieles. Luego, sin aguardar a que desfilasen los mendigos, crucé al descubierto y entré por la puerta baja y negra que llevaba al campanario de la torre mayor.
Un vaho de humedad y de espeso aire encerrado me hizo sentir el sudor de la frente. Sólo eran visibles, y muy escasamente, los peldaños iniciales de la escalera interminable, acolchonados de polvo, de mugre y de telarañas caídas desde la bovedilla. Había que zanquear cuarenta peldaños adivinando el piso, hasta la luz circular de la primera tronera, apoyando las manos en las paredes viscosas. Las aristas de los escalones, gastadas en su parte media por un tránsito de siglos, me obligaban a ir pegado al muro, sintiendo, de tanto en tanto, en los párpados y en la nariz, el tacto asqueroso de las babas de araña.
Otra vez había subido ya, a raíz de mi primera comunión, y como regalo de ella, muy de mañana, con Ramona la campanera, para echar a volar «la prima». Pero aquello había sido otra cosa. Estaban en el aire todas las alegrías de julio que se colaban, en forma de chorros de oro, por todos los resquicios hasta aquella lobreguez. Y Ramoniña Cadavid, menuda, patizamba y ágil a sus sesenta años, con las greñas caprinas de veteado azafrán asomándole por los bordes del pañuelo, con sus rápidas hablas y sus graciosas salidas de peneque, había encendido, al comienzo de la subida, un cabucho de cera, manejándose divinamente en aquellas negruras, que conocía palmo a palmo, trotándolas, con alegre vivacidad de comadreja. Al poner pie en el primer escalón, me había dicho: «Cógete a mi saya, prendiña, y no te sueltes si no quieres ir a parar a los profundos infiernos». Luego emprendió su liviana ascensión de bruja, cantando sobre el compás del tranco:
Por detrás de la cárcel
no se puede pasar,
porque dicen los presos
arrinconamelá,
arrinconamelá
y échamela a un rincón,
si es casada la quiero,
si es soltera, mejor…
Al llegar a la tercera tronera, apagó el cabucho y, después de escupir sobre la ciudad, sacó de la faltriquera un frasco de aguardiente, y, luego de un buen trago se había estremecido, murmurando: «¡Ay qué asco, no sé cómo pueden beber esto los hombres!», para continuar su ascendente deslizarse, sobre el ritmo de la copla soez:
Ai, que pindillís
ai, que pindillós,
andan os borrachos
polos calexós…
Cada veinte peldaños la escalera hacia un ángulo recto y había que llevar los primeros tramos muy bien contados, para no dar contra la pared. Después de cuatro recodos aparecía la segunda tronera, con su escasa luz, limitada a su redondel, traída a través del espesor del muro. Era una ventana en forma de bocina, a la altura de las bohardillas de las casas de Auria. Ascendiendo otro poco, la luz de la tercera ya daba por encima de los tejavanes de los más altos edificios y encañonaba un pedazo de cielo, y así hasta las más elevadas en las que se abatía la zona penumbrosa. El tramo caótico de los bichos, de los orines seculares, del vaho catacumbal y de los ángulos confusos trocábase luego, en la zona clara, que era la más extensa, en la gracia de una escalera de caracol que ascendía perforando el espacio, sin apoyar el borde de sus abanicos en los muros, sostenida por un eje y festoneada por ménsulas y canecillos donde se plastificaba —pájaro, bestia, querube— toda la alegre mueca medieval.
La escalera rendía su última corola en un rellano final, donde sus curvas, mediante una dispersión de las nervaturas, se cambiaban en erectos balaustres. Ocho ventanas abiertas en el muro, traían el alivio de la plena luz y ciaban salida a una balconada que sacaba su calado pecho, mecida en el aire, a cien varas del suelo. Los contrafuertes, cimborrios, cúpulas y demás cuerpos del templo quedaban allá abajo con sus aristas y lomos pétreos y herbosos. Hacia el oriente era visible la traza de la cruz formada por el templo. La Fuente Nueva mitigaba las anécdotas de su cantería, transformada en un limpio medallón colgado en el pecho de la plazuela, y los cantos rodados, que empedraban la Plaza de la Constitución, perdían su juanetuda rudeza para convertirse en tapiz de lucientes escamas. La orgullosa Alameda del Concejo venía a ser una diminuta lámina de cuento infantil, y las gentes que transitaban por la calle de las Tiendas, por la del Tecelán o por la plazuela del Recreo, habían perdido la alternancia pedestre para figurar unos someros puntos que resbalaban por las lajas con andar reptante.
Desde aquel rellano partía aún la escalerilla de veinte peldaños, saliendo del muro interior, que daba a una trapa, tras la cual estaba el piso del campanario propiamente dicho.
Subía yo aquella tarde evocando, con toda nitidez, mis recuerdos que databan de varios meses. ¡Qué diferente era todo!
Cuando Ramona me había llevado le dije, un poco amedrentado por la descomunal presencia de las campanas vistas de cerca, que prefería quedarme en aquella especie de entrepiso. Tardé también bastante en hacerme al fragor de las mismas, que en su cercanía resultaba intolerable. Allí había estado durante todos los toques matinales, que eran cuantiosos por la festividad del día del Apóstol. A eso de las diez, echó ella una mirada al reloj del Ayuntamiento y se encaramó por la escalerilla, dejando ver, por bajo de la saya, sus tres refajos de colores y sus medias amarillas. Casi en seguida, se oyó el badajazo de la campana mayor, inmenso cuenco de metal en cuyo interior cabían seis hombres y cuyo sonido alcanzaba a varias leguas y se oía en el burgo como un disparo de artillería; mas allí, tan cerca, era, inicialmente, como un blando contacto que empapaba de su temblor a las piedras de la torre, e instantes después se iba fortaleciendo en una tremenda intensidad sonora que producía castañeteos en los dientes y cosquillas en la nariz. Después de las tres campanadas, que correspondían al momento del alzar, en la Exposición, vinieran los toques complicados y difíciles de los oficios, que se ajustaban a una estricta norma tradicional y en los que intervenían, a veces, las ocho campanas.
Este día, que era la víspera de san Martín, había un repique general a la hora del Coro. Me asomé a la escotilla y vi que Ramona se había quitado el pañuelo, la pelerina de estambre y la chambra rameada, para quedar en justillo. Una luz extraña fulgía en sus vivos ojos grises. Tenía entre los dientes una rama de menta de su aéreo jardín, cultivado sobre un cornisón de la torre, en latas de petróleo, bacinillas y ollas viejas. En sus manos coincidían, como las varillas de dos abanicos, las sogas, sujetas al orificio de la extremidad de los badajos. Acompasándose con la cabeza produjo el tema del repique, con las campanas de más delgada voz, a las que luego fueron agregándose las otras, hasta sonar todas en un compás de doble tiempo, sobre un ritmo de marcha solemne. Estaba la mujeruca en el centro del gran campanario, ennoblecida, como transfigurada por el rítmico goce, perdida en aquel fragor, con un pie apoyado sobre un cordel que, enganchado en la pared, movía el badajo de la campana mayor, agitada en medio de aquel estruendo, conmoviéndolo todo con ajustados tirones de los brazos desnudos y llevando el contrapunto con el pie de la soga, que era como el bajo continuo de aquella estupenda tocata a cargo de miles de arrobas de metal.
Descendí de nuevo sin que me viese. Yo había ido allí a algo muy concreto y tenía que dar cima a mi propósito o convencerme que era incapaz de acometerlo. Atravesé una especie de sotabanco, donde pasaba la campanera sus horas vacías entre los toques, y me encaminé resueltamente hacia la balconada. Al asomarme, me detuve un momento sintiendo las piernas pesadas, como dormidas. Haciendo un gran esfuerzo me escurrí, arrastrándome por entre las pilastras de los balaustres exteriores, y enlazando con los pies uno de ellos me quedé, asomado sobre el vacío, al borde de la cornisa resbaladiza de musgos y de la humedad del chubasco reciente. Caía vertical mi mirada, sin un obstáculo, hasta las losas del atrio. Era suficiente con soltar los pies y dejarse ir suavemente, resbalando por el plano musgoso ligeramente inclinado. Mi cabeza estaba lúcida como nunca y mi pensamiento discernía con claridad y prontitud milagrosas. Pensé, sin ningún sobresalto, que ya no me era posible retroceder, pues aun suponiendo que reuniera fuerzas para volver atrás, encogiendo las piernas, sin duda alguna me sería imposible, sin que los pies se me desprendiesen al menor movimiento falso, lograr la torsión suficiente del tronco para reincorporarme, alcanzando con las manos la pilastra. Siempre he pensado, después, que lo que frenó mi decisión en aquel momento, en que me hubiese dejado ir insensiblemente al otro lado de la vida, fue el detenerme a esperar que el atrio quedase libre de algunos fieles que entraban para asistir a la Exposición. Un instante hubo en que las campanas callaron y el atrio quedó desierto. Toda la ciudad parecía desierta, sin un rumor, vacía de toda posibilidad de ruidos, como atrapada en una repentina forma mineral. Y yo también y el templo, y el aire y la luz que nos contenían. Pero allá abajo sobrevino un revuelo de gentes, como si yo hubiese ya caído. También se agrupaban en torno a un muchacho. Era un niño del coro, al que sacaron a empellones de la catedral, claramente visible entre el grupo negruzco, por la túnica color cinabrio y la blanca sobrepelliz. Un sacerdote lo empujaba y sacudía brutalmente, y las mujeres le daban puntapiés y golpes con los sillotes plegadizos. Ante un gesto de huida del acólito el cura lo arrojó al suelo de un bofetón. Oí el alarido del niño al caer contra las losas y vi el gesto airado de las beatas que le amenazaban de nuevo con los sillotes en alto. Todo ello ofrecía el aspecto de una representación de títeres, curiosa en su aplastada perspectiva y en su terrible lentitud. Sin duda lo que ocurría allí en unos instantes tenia para mí una duración de siglos. En medio de mi extraña situación pensaba con una rapidez espeluznante. Cogí de aquel maremágnum una idea al vuelo. ¿Por qué no había elegido otro sitio? ¿No era lo mismo abrirse la cabeza contra el filo de un tejaván que quedarse tendido en las losas del atrio? No, no era lo mismo. Allí abajo, en el paso obligado de los fieles, deshecho, en el sagrado del templo como en la piedra de un sacrificio, tendido como una acusación… No, no era igual. Por otra parte, ésta había sido la forma inicial a que se ajustaba la imagen de mi aniquilamiento, que era, al mismo tiempo, la vindicación con que yo iba a cobrarme de la crueldad egoísta de los míos. Y una cosa era que me hallasen, luego de buscarme unas horas o unos días, para encontrarme al final, afantochado, grotesco, entre los hilos de las tejas, y otra la dignidad de aquel final casi heroico, allí en las lajas, repentino, convicto, acusador, rodeado del pasmo y de la consternación de todo el pueblo que averiguaría, que clamaría contra mi gente, sobre todo contra aquellos hermanos que me ajusticiaban con un desdén tan inmerecido y cuyo remordimiento ya nadie podría borrar ni mitigar, signados para siempre por los otros y por su mismo silencio, acorralados, vencidos por la imagen de aquel niño exangüe en las losas, como en la piedra de los sacrificios…
Mientras estas cavilaciones me venían, como relámpagos mentales, en planos superpuestos y clarísimos, continuaba allá abajo representándose la dolorosa e interminable farsa del acólito. Dos mujeres entraron a la carrera en el templo; el ensotanado mantenía al chico tendido boca abajo en el suelo, torciéndole un pulso. Empecé a sentir mareos. Las nieblas instantáneas, tan frecuentes en aquella estación, vinieron en sueltos jirones desde la próxima cuenca del Barbaña. Por entre sus esmeriles alcancé a ver todavía cómo las mujerucas regresaban del interior del templo, trayendo algo, que resultó ser un cordel. Alzaron al muchacho y le ataron las manos. En este momento oí la melopea de Ramona, que debía de andar trajinando en el sotabanco. Mi situación empezó a parecerme ridicula. Hice un esfuerzo desesperado; y, contra lo que había supuesto, logré replegarme y alcanzar con la mano derecha una saliente de la moldura baja del balaustre. Enclavijados los dedos en aquel accidente de la piedra, conseguí hacer retroceder el cuerpo hacia atrás, hasta abrazarme a la pilastra, liberando los pies mediante una contracción del tronco y quedé sentado en la cornisa inclinada, con la frente llena de sudor. En el momento en que oí la voz de Ramona más cerca, al intentar levantarme rápidamente, resbalé en el musgo y caí con los pies hacia el vacío, con tiempo apenas para asirme a un relieve de la moldura, con una rápida crispación de las uñas, que no podía durar sino brevísimos instantes. En efecto, empezaron a relajárseme los brazos y sentí que mi cuerpo se escurría por los líquenes resbaladizos; hice todavía un esfuerzo más aventurado, como si diera un salto sobre el vientre, al mismo tiempo que gritaba:
—¡Ramona!
Apareció la campanera instantáneamente, mirando hacia ambos lados, entre la balconada y el cuerpo de la torre.
—¡Ramona, aquí…!
Al verme en tal posición por entre las pilastras, hizo un rápido gesto y se clavó los dientes en el codillo de un dedo. Luego, con pasos cautelosos y tranquilizándome, con el ademán de quien va a recobrar un animal espantado, y los ojos terriblemente fijos en los míos, fuese llegando. Pasó la mitad de su menudo tronco por entre los balaustres, abatió sobre mis ropas su mano derecha, con la firmeza de una zarpa, sujetándose con la izquierda, y de un lento tirón, arrastrándome hacia arriba sobre los empapados líquenes, me fue llegando hacia sí. Cuando estuvimos en el pasadizo me alzó en los brazos y me llevó adentro, acostándome en una yacija. Al dejarme caer, medio desvanecido, en el crujiente jergón de espatas de maíz, sentí sobre la cara un tufo de aguardiente. Se quedó en pie, a mi lado, y le acometió una especie de tembladera como si no pudiese gobernar la cabeza ni las manos, por lo que terminó sentándose en el camastro, santiguándose varias veces, mientras decía: «¡Asús, Dios mío, asús!»
—No es nada, Ramoniña, no fue nada —pude decir, sollozando.
—¡Cállate! —ordenó, con acento tremendo. Luego se levantó y se fue hacia una alacena, hecha con tablas de cajón, y sacó de allí un acetre viejo del culto con una rama de olivo empapada de agua bendita y me asperjó, con intención de hacer cruces, cuyas rectas salpicaduras le desviaba el temblor, mientras murmuraba:
Si buscas milagros, mira:
Muerte y error desterrados,
miseria y demonios huidos,
leprosos y enfermos sanos;
el peligro «s'arretira»,
los pobres van remediados…
El mar sosiega sus iras,
redímense encarcelados,
miembros y bienes perdidos
recobran mozos y ancianos…
Y sin dejar de murmurar el responso, volvió otra vez a la alacena y trajo un pequeño san Antonio de bulto, al que le faltaba uno de los ojos vidriados, y me lo puso sobre el pecho. Luego, de la misma alacena, sacó una caneca de aguardiente y me hizo beber dos largos tragos, que me hicieron lagrimear pero que me libraron, casi inmediatamente, de aquel interior escalofrío y de las ganas de vomitar que me tenía tan desasosegado. Quedamos un momento así, y luego, incorporándome, exclame:
—Me marcho.
—Espera; falta el último toque y bajas conmigo.
Me recosté otra vez en la yacija. Tras una pausa le rogué:
—¡No dirás nada a mamá, Ramona!
—¿Y qué quieres que le diga? —respondió con una mirada entre indiferente y maliciosa—. ¿Qué te caíste? ¿No se te ve en el delantal que lo has puesto perdido de verdín? ¿Qué otra cosa quieres que le diga, más que la verdad?
No cabía duda de que Ramona había penetrado, como yo mismo, mis intenciones. Conocía mi casa y sus disgustos; conocía mi genio disparatado y, sobre todo, conocía la tradición de aquel lugar desde el cual algunos, a lo largo de los años, habían dado el salto infinito, por lo que estaba prohibido el acceso de visitantes a aquella balconada que los liberales de Auria habían bautizado, con fúnebre ironía: «la mística Tarpeya».