Casi nunca pasaba una quincena sin que mi padre viniese a verme. Hablaba poco de mamá y me ofrecía dejarme volver en cuanto llegasen los primeros fríos otoñizos.
A mediados de septiembre, yo no podía más y estaba haciendo mis planes para escaparme, fuese como fuese, tal vez siguiendo las lentas reatas de muías que pasaban por la carretera, camino de Auria, cuando una de aquellas mañanas amanecí enfermo con calentura e inflamación de labios y garganta. Temiendo que se tratase del garrotillo, mi padre fue llamado por un propio, que salió en la bestia más ligera de las cuadras de Castrelo; vino en el día, acompañado por don Pepito Nogueira, que era el médico de nuestra casa, como para que cayese de su lado la responsabilidad si la había.
Don Pepito me examinó con detención sin aventurar dictamen, y aconsejó que sería conveniente llevarme a la ciudad; insinuación que yo recibí protestando como si no me gustase la idea, pero aferrándome a ella, exagerando los síntomas en lo que me era posible. Nadie mejor que yo sabía cuán infundados eran los temores del garrotillo, pues el malestar tenía su origen en que los cabezudos me habían dado a comer uvas, de las que estaban del lado de la carretera, protegidas con polvo «hinchamorros», de las depredaciones de golosos y viandantes, circunstancia que, tanto ellos como yo, tuvimos buen cuidado en silenciar. Ante la reserva dubitativa del médico, mi padre se llenó de ceños y se puso a pasear mordisqueando una guía del bigote, mientras don Pepito ordenaba unos gargarismos con semilla de adormidera y unos pediluvios, bien fuertes, de mostaza en agua tan caliente como pudiese resistir.
Cuando me estaban metiendo los pies en el barreño, mi padre dio fin a sus paseos, parándose en seco y exclamando:
—¡Vámonos ahora mismo, don Pepito!
No respondió, azorado, el médico y se mostró ofendido el Castrelo por aquella urgencia desconfiada, «como si en su casa no se pudiesen cuidar enfermos». Los mellizos asomaron su cara de lechuzos, mirándome con ojos asustados y culpables, mientras mi padre empezó a liar ropas y juguetes con una prisa atolondrada.
Luego gritó, asomándose:
—¡Tú, Caparranas! Baja en un salto al mesón y que enganchen, que nos vamos —don Pepito, sacando fuerza de flaqueza, dijo con un hilo de voz:
—Yo no respondo de nada, si es que emprendemos un viaje de cuatro horas, de noche y con esta criatura en estado febril.
—¿Y si es garrotillo lo que tiene?
—De momento y mientras los síntomas no se aclaren, nada se puede hacer más de lo hecho. Parece una inflamación trivial, pero hay que aguardar y no perder la cabeza.
—¡Y quedarse aquí, repudriéndose los hígados!
—También me los repudro yo, que tengo mis enfermos abandonados.
—Eso irán ganando los infelices —y salió de la habitación a grandes pasos mientras don Pepito se quedó moviendo la cabeza y mirándome con una sonrisa que me pareció de comprometedora inteligencia.
Al ver tan preocupado a mi padre estuve tentado de decir toda la verdad; pero ardía yo, no de fiebre sino de deseo de ver a mi madre y de alcanzar a pasarme unos días con mis hermanos antes de que volviesen a «su castigo».
Partimos mediando la mañana siguiente. Me bajó en brazos hasta la carretera. Nos acompañaron en el descenso, hasta la aldea, Castrelo, la monja y los lechuzos, que me miraban en silencio, despavoridos, en la firme creencia de que habían cometido un crimen. Los criados, que me habían tomado ley por la suavidad de mi trato, nos vieron partir, salmodiando bendiciones y ojalases con enternecida mirada. Yo, que estaba muchísimo mejor, mimaba la farsa con un gesto blanducho y desvalido. Salió el fiacre al galope por la tibia mañana otoñal y mi padre le dio una puñada al cochero en los riñones:
—¿Te crees que llevas un fardo, animal? ¡Pon esos cueros al trote!
El Barrigas sofrenó a los parejeros y quedamos un rato envueltos en una nube de polvo. Bajamos al paso toda la pendiente de Amoeiro y al llegar al valle los caballos fueron puestos de nuevo al trote largo. Por entre los negrillos y cerezos que bordeaban el camino, veíanse los viñedos con las cepas bajas, recostadas en larguísimas espalderas de alambres, sostenidas en poyos de blanco granito. En las entradas a las casas grandes de labor, daban comienzo los largos túneles de parrales, con sus racimos de naparo, moscatel, albilla y mozafresca. El verdor de las hojas se empenachaba aquí y allá con resolanas de hojas otoñizas, como rescoldos de una llamarada. Por los caminos y congostras que salían a la carretera iban hacia los lagares lentos carros de bueyes, trocados en cestos inmensos, con las tiras de verga entretejidas en los estadullos. Zagalonas de pierna desnuda y morena cruzaban en acompasadas filas, con los canastos llenos de racimos, en equilibrio sobre la cabeza, oscilantes de cintura, encendidas por el sol y por la incitación secreta de aquellos agros, abiertos al aliento dionisíaco de la más viva tradición pagana, acompañadas de muchachos que llevan a la espalda, sobre mullidas de paja arrollada, sujetas por una correa a la frente, los grandes cestos de pámpanos, arregañados de risa los blancos dientes destacándose en la boca apayasada por el morado zumo, rijosos de mirada y gesto, como faunos adolescentes.
Mi padre me dejó seguir con el médico y él se bajó en la fonda de doña Generosa, donde paraba cada vez que su hermano Modesto se iba a la aldea y dejaba cerrada la casa patrimonial, arreando con él a la servidumbre. Le hizo prometer que cada dos horas le llegarían, allí o al casino, noticias sobre mi estado. En cuanto desapareció en el zaguán yo dejé de lado el paripé de enfermo y le confesé toda la verdad a don Pepito, quien carraspeó, se puso muy colorado y finalmente se limpió la calva con un pañuelo. Me miró luego con mucha fijeza y me hizo sacar la lengua, para afirmar después, mirando hacia otro lado, que «desde el primer momento había sabido a qué atenerse».
Al entrar el fiacre por la calle de las Tiendas, en el silencio de la siesta, oyóse redoblado el ruido de las herraduras y el campanilleo de las colleras. Apenas puse pie en la rúa, asomáronse las tías, apiñadas en retablo, en una ventana del segundo piso, y Joaquina, que oteaba por otra del tercero, aspó el braceo de las alarmas y desapareció, arrepiada de urgentes avisos.
Mamá, que nos esperaba en el descansillo del primero, echó sobre don Pepito una mirada de ansiedad mientras me ponía una mano en la frente. La encontré muy demacrada y se conducía con una agitación que no le era propia. El médico aseguró que no había pasado de un conato de calentura gástrica. No quiso subir y se marchó, prometiendo que volvería de allí a un par de horas. Cruzamos una mirada y una sonrisa, que mamá atrapó al vuelo y tradujo de inmediato; lo comprendí en su cambio de expresión, a pesar de lo cual, en cuanto surgió el tropel espeluznado de las tías, recuperamos ambos, con aire de complicidad, nuestro aspecto compungido.
Destacóse del aquelarre la Pepita; miróme un instante, dio un paso atrás y exclamó con voz aleonada:
—¡Este ángel viene en las últimas! —y se puso a sollozar en seco.
Al verla en tal aflicción sentí de veras no estar tan enfermo como ella se figuraba. Un poco atrás Joaquina se anudaba tranquilamente el pañuelo de la cabeza y se pasó luego los pulgares por las comisuras de la boca, con aire de sorna. ¡Qué no sabría aquella vieja! Lola no bajó del todo el tramo, y la criolla aquerenciada sentenció, acuclillándose a mi lado y volviéndome los párpados:
—Ete crío lo que etá e soleao y na má… No hai sino dale agua de coco y ponelo a la sombra.
Mamá, con buenas maneras, y yo con labios apucherados, dimos fin a aquel burdo paso, en el que nadie sentía lo que estaba haciendo, y subimos a nuestro piso. En cuanto entramos, como si ya hubiese mediado una declaración, me preguntó:
—¿De veras no es nada, Bichín?
—De veras, mamá.
—¿Y por qué llamaron con esa urgencia a don Pepito? ¡Qué congoja, Dios mío!
—Los salvajes de los hijos de Castrelo me dieron uvas con «hinchamorros». Me vino un poco de fiebre y lo demás lo puse yo. Quería verte, mamá, y quería venir antes de que se fuesen María Lucila y Eduardo.
Mamá permaneció un rato mirándome, con un gesto que no lograba hacer severo.
—¡Ni siquiera me has dado un beso, Carmeliña…! —le dije con acento dolido.
—Estaba pensando si lo mereces. Cada vez que me haces cosas parecidas a las de tu padre, tiemblo —me besó tiernamente y entramos en el comedor. Me dio un salto el corazón al ver a mis dos hermanos, que repasaban unos libros sobre la mesa.
—¿Pero estabais en casa? —fue lo único que acerté a decir, extrañado de que no se hubiesen acercado a recibirme.
Eduardo después de permanecer un rato con la cabeza inclinada sobre el libro, como si no me hubiese visto entrar, exclamó, sin levantarse:
—¡Ah!, ¿pero no estabas malísimo?
Lo dijo de tal modo que, dispuesto como me hallaba a lanzarme a besarlos, no me moví del sitio. María Lucila se concretó a mirarme como si fuese un extraño. Cerró tranquilamente el libro y añadió, burlona:
—¡Nos tenías sin aliento, chico!
Sentí un sollozo que me ahogaba, pero lo contuve y me limité a contestar:
—Parece que esperabais que me muriera…
Mamá intervino con acento airado.
—¿Qué es eso? ¿Es esa manera de recibir a vuestro hermano? Acercaos y dadle un beso.
Los otros, después de cambiar una mirada, con un aire que tanto podía ser de burla como de lástima, se levantaron sonriendo uno para el otro y meciendo la cabeza. Cuando estuvieron cerca de mí, grité, retrocediendo:
—¡No me hace falta…!
Salí precipitadamente del comedor y me encerré en mi habitación a llorar cuanto me dio la gana, sin hacer el menor caso de todos cuantos vinieron a dar golpes, amagando con echar la puerta abajo, ni siquiera a las súplicas de mi madre. Tanto me daba una cosa como la otra. Lo que yo quería era morir allí mismo, en aquel mismo momento. Y no salí hasta que el cerrajero forzó la puerta, varias horas después.