La víspera de la fiesta, al atardecer, me confesé con el coadjutor de Trasalba, que estaba allí para ayudar a nuestro párroco. Era un cura ordinario y sucio, con dientes amarillos y dedos quemados de fumador. Musité el «Yo, pecador, me confieso», con la lentitud meditativa que me había enseñado don José de Portocarrero, y me metió prisa diciéndome «que había esperando otros muchos, que tenían que descargar más que yo». Luego me interrogó atropelladamente, siguiendo, en cierto modo, los mandamientos, y cada vez que quería detenerme en alguna explicación, pasaba adelante sin hacerme el menor caso. Me levanté muy mohíno y proponiéndome no hacer la comunión al día siguiente, luego de confesión tan incompleta. Consulté con mi padre y me dio plena razón, como hacía siempre con mis decisiones en el orden de lo extrafamiliar.
Por la noche, en torno al pequeño atrio, que era a la vez cementerio, instaláronse los puestos de agua limonada, fritangas, bebidas y rosquillas. A eso de las nueve empezó el folión. Durante horas y horas rayaron el cielo los cohetes de aquella y otras parroquias distantes. Bajo la espectral luz del acetileno temblaban las diminutas florestas de azúcar en el interior de las botellas de anís escarchado, y las sombras del gentío se trenzaban en movibles arabescos contra el suelo. El gaitero y la charanga tocaban alternadamente y las parejas danzaban a lo suelto, casi entre los sepulcros, ofreciendo una mágica perspectiva de brazos alzados y rítmicos y de enormes siluetas lanzadas por la luz contra la fachada de la iglesia. Resonaba el eco de los tambores en los valles y, de cuando en cuando, el coral de los burros de los romeros despeñaba, desde aquellas alturas, su cómico turbión de rebuznos hacia las riberas. El cielo era hondo y negrísimo y las estrellas pulían su metal contra los altos terciopelos. El obstinado ritmo de la danza no lograba complicar la grave calma del paisaje, en cuyo centro el folión era como una luminosa intromisión movediza. Por los caminos que subían del valle adivinábanse hileras de romeros tardíos, revelados por las hileras rojizas de los faroles de aceite tachonando la cuesta. En los bordes de aquella agitación los sapos golpeaban su sistro y los mochuelos mecían el aire con el birimbao de su rumor disconforme.
Yo no podía dejar de pensar en mi madre. El aturdimiento circundante no hacía más que llevarme a su lado con una insistencia imaginativa que trastrocaba aquella alegría en una punzante tristeza. Después de cenar no podía más con mi desazón. Los invitados de Castrelo, que eran muchísimos, metían gran algazara en la que mi padre intervenía, con notable capacidad de adaptación, hablando a los labriegos con una ordinariez de dichos y ademanes que yo jamás le había visto ni en las peores circunstancias, y bebiendo el mismo mosto espeso por los mismos jarros de barro amarillo. Aprovechando un descuido, pude escaparme fácilmente y marcharme a uno de los lugares de mi predilección, que era la solana posterior del pazo, sobre el hortal ajardinado.
La noche era maravillosa vista desde allí en la plenitud de su silencio, más acentuado aún por la música lejana y por la serenidad de la alta curva celeste, sesgada por la fugaz trayectoria de algún desviado cohete de lucería. Allí me estaba sufriendo y pensando a mis anchas, cuando apareció mi padre, quien, después de reprenderme por aquella extravagante inclinación a la soledad, me llevó de nuevo hacia el folión entre el gentío agitado en medio de una nube de polvo que inflamaba en frío la cruda luz de los gasógenos. Entramos por entre dos puestos, donde hervían las grandes calderas del pulpo, y saludó a unos y a otros, interviniendo en las conversaciones de los indianos y de los labradores ricos con su cautivante simpatía y su veloz sentido de la adaptación. El habla regional, que tenía en labios de aquellos paisanos un dejo timorato, brusco o raposo, adquiría en los de mi padre una resolución, un mando y una nobleza de antiguo texto, y era magnifica de oír. Por vez primera comprendí aquella noche que no era una fabla sierva, de labriegos y menestrales, sino un cadencioso y noble lenguaje de señores.
Andaban también por allí los bigardos del huésped, serios y mirones, tomados de la mano, cacheando en los puestos. Parábanse de cuando en cuando y devoraban las ordinarias golosinas con veloz fruición de mandíbulas y ojos adormilados por el gusto. Un poco antes de la media noche parte del folión bajó desde la aldea a la explanada exterior, frente al pazo, siguiendo a la banda que venía a dar la serenata al señor, según era uso, mientras en el atrio quedaban los gaiteros y los cerros en torno a las cantigas y panderetas. Castrelo entraba y salía febrilmente, llevando convidados de toda índole. La mesa del recibimiento, en el piso bajo, iluminada por quinqués, desaparecía cubierta de botellas, dulces y ricas viandas y reposterías. Los renteros y mayordomos cogían timidamente las finísimas copas de cristal inglés, como si fuese a estallar en su mano parda y dura, y chasqueaban la lengua a cada trago y los curas de las parroquias vecinas, en gran número, de balandrán y solideo, junto a los hidalgos, indianos y aurienses, armaban la parranda, ya medios chispeados, levantando repentinas carcajadas sobre los bisbiseos de cuentos verdes y coprolalias, mientras manejaban, con magistral levedad, pesados garrafones de licores de la tierra o botellas de remota edad, llegadas de todos los cantones de la España vinícola, y aun de Francia y del hermano Portugal. Los guardias civiles dejaban ver el charol de los tricornios, con su brillante agorería, desde la parte de afuera de una ventana apaisada, donde tenían el retén, moviendo en el espacio, como en un lienzo de sombras chinescas, las cabezas mostachudas, y empinando el codo con seriedad ordenancista. Algunas señoritas y señoras venidas de la ciudad, que rehuían la mezcolanza, eran atendidas en el despacho por la monja y las criadas, y mordisqueaban piñonates y cecinas con minucioso diente, mientras libaban apelmazados anisetes y moscateles, adobando el cotilleo con risitas de conejo, esguinces de figurín y contoneos de sus talles de palmera, con las cabezas separadas del cuerpo por las golillas de pluma rizada, que entonces constituían el dernier cri.
Empezó a subir del valle, como un inmenso telón, una espesa niebla, y las sombras de los romeros se agigantaron fantásticamente en el espacio. Algunos aldeanos peneques cantaban y batían furiosamente, en los panderos, «alalás» y «ruadas», cercando, con su vozarrón, el tiple de las zagalas que se encaramaba por el aire como una serpentina musical.
Mi padre me llevó por todas partes y me presentó a todo el mundo, pues era muy conocido por su fama de cazador y de juerguista, y por su atolondrada esplendidez. Cuando subíamos, la cuarta o quinta vez, del pazo a la aldea, empezó a pesarme la esclavina de lanilla que me habían puesto por el relente, y me quité también el sombrero de paja, que me apretaba con el barboquejo debajo del mentón y me hacían sentir los latidos de las sienes. No bien salimos de la obscuridad empecé a ver las mechas del carburo prolongadas en anchos nimbos lechosos, a sentir el redoble de los tamboriles como si me sonasen dentro del cráneo y los chillidos de la gaita como puntazos en los oídos. Cuando mi padre intentó hacerme beber otra copa de moscatel, en la casa parroquial, sentí que la sola mención del vino me daba bascas y me secaba la boca. Se rió de lo lindo y me alzó por debajo de los brazos, mostrando mi estado a todos aquellos señores, mientras yo me tapaba los ojos con los puños, pataleando en el aire. Se despidió apresuradamente y me llevó, muy apretado contra si, de nuevo a la casona, besándome, diciéndome chanzas y llamándome borrachín, mientras yo sentía el vaivén de su elástico paso, como una grandiosa oscilación aérea que abarcaba las cimas del valle de banda a banda.
Al otro día de la fiesta, en una de sus inoportunas y rápidas decisiones, sin hacer caso de mis ruegos, volvióse a la ciudad, aplastando de recomendaciones a Castrelo y a la fraila exclaustrada acerca de mi cuidado.