CAPÍTULO XXVI

El tedio de aquellos días fue sacudido por una repentina diligencia que cogió a toda la aldea y en cuyo torbellino entró también la rica casa labradora. Se acercaba la romería del santo patrón de la parroquia y una contagiosa actividad se propagó por todas partes. Se allanaron los baches y desniveles del camino de carro que subía desde la carretera abrazado al pecho del monte; se rellenaron los socavones hechos por el agua en las torrenteras y se quemaron las marañas de zarzamoras que coronaban los muros de las heredades que daban al camino. Las jambas y dinteles de puertas y ventanas lucieron enjalbegado nuevo. La naturaleza, muy fría en tales alturas, pareció también contagiarse de aquella urgencia, y de la noche a la mañana, ganando el tiempo de rezago y al amparo de unos días de abundantísimo sol, encendieron sus minúsculas tulipas los tojos y retamas, con lo cual los montes cambiaron su parda tristeza por flotantes túnicas de oro; los rocíos nocturnos dejaban cubierto el campo, a la mañana, de temblona pedrería; volaban los pájaros dejando tras sí musicales estelas y el paisaje montañés fragmentaba la cuna de su esplendor en minuciosas anécdotas de corola y trino. Cerca de los regatos y de las pozas, disimuladas bajo el verdín, las flores del lino movían sus iris diminutos de asustado azul; en los secanos mecían los centenos una suave marea de verdes plateados y las mazorcas del maíz empezaron a babear, por el ápice, una pelambrera achocolatada. En los pinares acordábase, en más afinados tonos, el viento que llegaba, alzado en remolinos, desde las hondas y suaves bocarriberas y se afelpaba, al abrirse en la libertad del altiplano, hasta trocarse en una brisa que era, en el rostro, como una tibia mano enguantada. Los cerezos tardíos erguíanse como enormes ramos de cristal blanquísimo, y los manzanos urdían bajo un vellón blanquecino, la lenta redondez del fruto. Volaban gallardamente las urracas, y las codornices contaban en su buche el metal reiterado de sus siete monedas sonoras. En el tibio y lento mediodía oíase el trabajo de las colmenas, apostadas contra la pared del huerto, bordoneando sobre la aguda quejumbre de los carros lejanos y el escándalo de la calandria, aleteando, inmóvil, toda cénit, clave musical de la cúpula del cielo.

Un día de aquellas agitadas vísperas apareció mi padre. Lo vi galguear por la corredoira con elástico paso de muchacho. Traía la gorra de visera en la mano y le brillaba el tupé sobre la frente osada. Unos pasos más atrás le seguía, echando los bofes, uno de aquellos golfantes de Auria, entre paje, rufián y espolique, a los que eran tan aficionados los señoritos, y que siempre tenían gorroneando a su vera para que les sirviesen en sus recados y tapadillos. Venía el tal cangado bajo una montaña de paquetes. Sobre un hombro destacaba un gran caballo de ruedas, de flotantes crines y heráldica cabeza de ajedrez. Los vi subir desde la solana. Mi padre me saludó desde allá abajo con un largo silbido metiéndose los dedos en la boca.

El faquín dejó sus paquetes sobre la gran mesa del recibimiento y se enjugó el sudor. Yo fui desenvolviéndolo todo, con calmoso saboreo, gozando, más que con los juguetes, al tomar contacto con la ciudad a través de los familiares nombres de cada comercio que leía impresos en los papeles de los envoltorios. Venían allí regalos para todos, golosinas de lujo para las comilonas patronales; vestidos y juguetes, destacando entre estos últimos una escopeta «de verdad» que disparaba balines y diminutos cartuchos de munición.

Pedí instrucciones para cargarla, y una vez introducido uno de los cartuchos de pólvora sola, para la práctica, busqué una presunta víctima. En aquel instante vi que asomaban sus cabezas iguales los mellizos, que estaban avizorando por la ventana alta que daba al despacho y apreté el gatillo, luego de encañonarlos rápidamente.

—¡Fuego! —grité. Se oyó la detonación y se vio el fogonazo, como una escobilla de chispas. Los Castrelo se asustaron tanto que dieron consigo en el piso, desde el alto bargueño a donde se habían encaramado para espiar la paquetería que vieran llegar con ojos ansiosos y resentidos.

Mi padre me reprendió severamente diciéndome que eran bromas de muy mala pata y que las armas las carga uno y las dispara el diablo, etc. Mandó luego que le bajasen viandas y un jarro de vino al cochero, que se había quedado en la carretera esperando órdenes, pues al comienzo le vi poco inclinado a quedarse. Media hora después ordenó que desenganchase y que acomodase el ganado en la cuadra del mesón.

Nos fuimos luego a pasear por el hortal y, sin que yo se lo demandase, me contó las consecuencias inmediatas de mi escapatoria, como le llamó tan frescamente, con una de aquellas naturales tergiversaciones que le eran propias. Pepita, tal como era su deber, se había enfermado y se pasó días y días tirada en su canapé, sacudida por las flatulencias, envuelta en un peignoir de tonos celestes, acompañada de visitas íntimas, a cuya conversación respondía con un rictus dolorido de la boca muda y enarcando las cejas, como los enfermos muy postrados. Las otras, luego de unos días de conciliábulos con las Fuchicas, se pasaran las horas en nuestro piso, rodeando a mamá de pegajosas atenciones y recibiendo a las visitas con chistidos y hablares entre dientes, como si dentro hubiese un moribundo. Mi madre había recibido el golpe con su habitual entereza de ánimo que tanto se parecía a la frialdad y a la indiferencia, limitándose a contestar a los condolientes:

—No se lo llevó ninguna tribu de gitanos. Se lo llevó su padre, que tiene tanto derecho a disfrutarlo como yo —con lo cual quedaban desarmadas, en su iniciación, las hipócritas compasiones. Lo que no me aclaró mi padre y que luego supe yo, fue que Barrigas, el cochero, apresado al día siguiente por la Guardia Civil, atizada por mi tío Manolo, lo había contado todo; y tampoco me dijo que mi madre había tenido un largo desvanecimiento, durante el cual el médico dictaminó que «había allí un corazón muy flojo». Papá terminó su informe diciéndome, como pasando sobre ascuas, que a su regreso «ella lo había hecho llamar» y que tuvieron una entrevista a solas, en las afueras del pueblo, en el mesón de La Cristalina; mamá no había querido sentarse ni mucho menos participar en la merienda que él tenía preparada.

—Tan orgullosa como siempre… Tú ya la conoces, Bichín, con aquellos aires de reina ofendida. ¡Una calamidad! Me preguntó si habías sufrido mucho, ¡figúrate! Las madres siempre creen que sus hijos sufren si ellas no andan de por medio, como si a uno no le doliese su propia sangre… Preguntó también si estabas contento para que yo le contestase que no, pero le dije que estabas como unas pascuas, saltando todo el día, como un corzo, por entre esas matas y riscos. ¡Qué se fastidie!

—¿Eso le dijiste, papá?

—A las mujeres hay que domarlas y nada mejor para ello que demostrarles que no son tan indispensables como se figuran… En fin, para detener la acción judicial, ya iniciada por el consejo de familia —¡buen atajo de cuervos y mojigatas!—, don Camilo el procurador, ese papanatas reblandecido, cuya respetabilidad le viene de no haber hecho nada en su vida por el temor a equivocarse, propuso que pasases en la aldea el tiempo suficiente como para dar lugar a que volvieran tus hermanastros y, luego de una breve vacación, regresaran a sus colegios… Por esta vez el juicio salomónico del babieca no anduvo muy descaminado, pues no me da la gana que coincidas en casa de tu madre con ésos… ¡Ahí sí que no transijo!

Durante una pausa en la que se fumó un pitillo en tres o cuatro chupadas interminables y se dedicó a deshacer con las uñas unos botones de rosa, le sugerí, cautelosamente, sin poner en la petición demasiado empeño, que me dejase pasar unos días con ellos, a lo que se negó con la más seca respuesta. Por lo que dijo en aquella ocasión, supuse que lo que pretendía era borrar en mi, hasta donde fuese posible, todos los afectos que no fuesen el suyo. Se aferraba a mí como si yo fuese el único asidero en el vértigo de su vida, vivida sin continuidad ni proyecto, en alocada sucesión de improvisaciones, sin conciencia clara de tal desorden y, consecuentemente, sin deseo alguno de oponerse a él. (Esto creía yo entonces, pero el tiempo me haría ver que toda aquella dramática afición que me mostraba no iba más allá de un simple empeño de jugador donde yo era la carta momentánea).