Tardé varias semanas en saber que el origen de aquel verdadero secuestro no fue, como yo había creído, un «pronto» de los muchos que le acometían a mi padre; por lo visto tuvo origen en un rumor que llegara a sus oídos según el cual el consejo de familia, atizado por el odioso tío Manolo, pensaba substraerme a la potestad de mis padres, considerada como inconveniente para dirigir mi educación y enviarme de pupilo a un colegio.
La vida de colegial interno se me había siempre representado como una maldición, y si algún motivo concreto tenía yo de resentimiento hacia mi padre, era el de haber impuesto aquella brutal condición que mantenía alejados de nosotros, y en lugares distantes entre sí, a mis hermanos: a María Lucila, en las carmelitas de La Coruña y a Eduardo, en los jesuitas de La Guardia. Precisamente estaban por llegar en aquellos días, pues aquel año el Corpus había caído muy temprano y los cogió en medio de los exámenes. Por otra parte, su llegada era también uno de los motivos que habían apresurado a papá a tomar tal determinación. Nada le incomodaba más que nuestro cariño, mejor dicho, mi cariño; pues ellos, fuertemente ligados entre sí por el rencor y por el sentimiento de despojo de aquel padrastro fanfarrón y manirroto, que entrara a saco también en la herencia de su padre, me admitían en su sociedad con una frialdad condescendiente, y, ni qué decir tiene, este desvío se iba acentuando a medida que pasaba el tiempo de lo que ellos llamaban, con justa razón, «su castigo».
Tres meses duró mi secuestro en el pazo de Amoeiro, casón de la familia de los Castrelo, antigua residencia señorial y, en aquel entonces, centro de ricas tareas de labranza y ganadería y de mimosas vegas de vino en Santa Cruz de Arrabaldo y en el Ribero de Avia. Su dueño era, en aquellos días, el vinculero de la familia, Ulpiano Castrelo, pariente lejano y gran amigo de mi padre, cuyas correrías admiraba, anclado en su sedentarismo rural y en los cuidados de su casa y sus dos hijos, aumentados por una viudez temprana. El pazo era una inmensa residencia sillar con patio almenado, balconadas y chimeneas monumentales, que alzaba su orgullosa silueta de castillo al borde del planalto de Amoeiro, abarcando el curso del río Miño, entre el hondo valle central de Auria y las tierras más abiertas del Ribero, con sus verdes múltiples y jugosos.
Mi padre se quedó un par de semanas y vivía pendiente de mí con ternura tan extremosa que comprendí sería pasajera. Más sosegadamente que en otras ocasiones pude, en aquellas circunstancias, advertir el asombroso contraste que había entre la habitual simplicidad de su carácter y los exquisitos matices que entraban en su trato conmigo. Cada propio que iba a Auria venía cargado de cosas para mi regalo. Mi cuarto, una inmensa habitación, que daba a la solana, estaba al poco tiempo casi intransitable de juguetes y chucherías. Como un día yo me quejase de la obscuridad que lo invadía todo, en cuanto el atardecer metía sus sombras en los distantes ángulos, hizo poner en ellos cuatro velones de ocho torcidas, con lo cual la habitación adquiría un terrible aspecto funerario y se llenaba de un olor aceitoso que se pegaba en la garganta. Un criado se quedaba allí, de imaginaria, con orden de apagarlos cuando yo lo pidiese o cuando me quedaba dormido, dejando encendida una lamparilla en la mesa de noche. Mandó taponar con sacos una aspillera del balcón en la que roncaba el viento nocturno, y jamás se iba del borde de mi cama hasta que Ulpiano Castrelo no le mandaba media docena de avisos para echar la partida de tresillo con el párroco de Trasalba, que venía cada noche a caballo, impulsado por el terco vicio. Cuando mi padre se entretenía demasiado tiempo y tardaba en bajar, a pesar de los recados, se oía el vozarrón del rico labrador:
—¡Así que acabes de darle la teta a ése, bajas, que ya está aquí el curazo!
Si soplaba viento o había truenos me llevaba a su cama, inventando un miedo que yo no tenía. Una noche de mucho norte y gran luna, cuando la nostalgia de mi madre y de mi casa empezaba a trabajarme, me encontró, al volver de la partida, a eso de las dos de la mañana, sentado en uno de los escaños de piedra que flanqueaban el interior del ventanal, todo empapado en luz blanquísima. No sabiendo qué decirle, disculpé mi insomnio con el canto de los gallos. Salió sin decir palabra y unos instantes después se oyeron un par de escopetazos en el corral y el escándalo subsiguiente de las aves. Castrelo asomó por la gran balconada, en calzoncillos, gritando hacia nuestras ventanas:
—¿Qué haces, badulaque?
—Estos avechuchos que no dejan dormir al pequeño.
—Estás loco con el crío… ¡Pues tienes que hacer si piensas acabar con todo ese cacareo! —se volvió a meter y asomó de nuevo, en seguida—: ¡Oye, tú, si me matas el hurón te cuesta cien duros la juerga! —y cerró de golpe las contras. Por la ventana de arriba asomaron sus cabezotas mellizas los hijos de la casa, riéndose sofocadamente. De inmediato se oyeron dos garrotazos, dados sin lástima en ambos cráneos y una cascada voz de mujer que les reñía; todo ello sin dejarse de oír las risadas de aquellos dos pigmeos, malos como diablos, duros y amarillos como tallados en boj.
Los hijos de Castrelo, que empezaran su vida acabando con la de su madre, eran dos cabezudos callados y mirones, perversos y solapados. Andarían por los diez años de edad, pero no los aparentaban sino por la expresión, que tenía una extraña madurez, como si fueran hijos de viejos. Estaban a cargo de una hermana de su padre que, por haberse visto obligada a exclaustrarse de un convento, donde había profesado veinte años atrás, para hacerse cargo de aquella leonera, estaba siempre de un humor sombrío y andaba por la casa fugitiva, casi impalpable, como una sombra. La educación de las bestezuelas la llevaba a cabo majando en ellos como en un centeno verde, pero sin resultados, a lo que se veía. Tras su mansa resignación aldeana y su suavidad monjil, azorraba un carácter de mil demonios y una tremenda impasibilidad para el dolor, que tal vez le venía de su vida en asilos y hospitales aunque los chicos eran igual. Cuantas más varas de fresno zumbasen contra sus piernas y espaldas o cuantos más palitroques se quebrasen contra su invulnerable cabeza, más se reían ellos; aunque a veces, como si por azar les hubiese tocado un incógnito punto sensible, acusaban el dolor con un breve gesto y gritándole: «¡Monxa, monxa!», se zafaban del potro y convertían todo cuanto tuviesen a mano en arma arrojadiza. A mí no me podían ver y, con esa predisposición de la gente rústica a confundir las buenas maneras con el afeminamiento, me llamaban «Sarita» y «Xan-por-entre-elas». Pero todo dicho tras los dientes y como si no fuese por mí. En una ocasión me hicieron caer en una trampa para zorros, con la consiguiente desolladura del tobillo, y otras veces me soltaban perros mastines o carneros topones que me hacían huir aterrado. También hacían descender, atadas con cordeles, sobre la ventana de mi dormitorio unas espantosas calaveras talladas en sandías huecas, con una vela dentro, que se me aparecían allí, de noche, flotando en el vano, tras los cristales, como el péndulo de un reloj. Especulaban con mi discreción, pues sabían muy bien que si Castrelo llegaba a enterarse los baldaría de una tunda.
Mi padre, que no podía prescindir de la vida del agro, pero que, a la larga, aguantaba poco en él, se fue, como ya dije, pasadas dos semanas. Bajó a Auria «por unos días» para entender en sus pleitos y trapatiestas y para frecuentar chirlatas de toda condición, aunque de idéntico resultado; pues para él, «como para todo jugador de raza» —eran sus palabras—, le parecía «indecoroso salir de la timba con el dinero ajeno ni aun con el propio».
A los pocos días de su marcha yo estaba desesperado, sin noticias de mi madre y soportando aquella sociedad enemiga y bestial; perdido, además, en medio de una naturaleza temblorosa, huidiza, modelada por los cambiantes de la luz, donde todo variaba a cada momento bajo aquellos cielos amplísimos, de un colorido inagotable, llenos de proezas de las nubes, que hacían y deshacían, sin tregua, inestables universos de formas y tonos. En aquella imponente plataforma telúrica, donde aún se rezagaban algunos gestos de la invernía, me di cuenta, por vez primera, hasta qué punto estaba yo apresado entre los bloques de piedra de mi ciudad, en su trabazón segura, antigua, protectora; y hasta dónde me era ajena, casi hostil, la agobiante suntuosidad natural que rodeaba aquel islote de enfática estructura, pues no había casa alguna hasta las de la primera aldea tributaria, que se agarraba, allá arriba, a los costurones del suelo, como un pardo nido. La nostalgia se me iba haciendo insoportable y apenas alcanzaba a mitigarla encaramándome, al atardecer, a un alto peñasco de la crestería que daba borde final a la meseta, siguiendo con la vista la línea azogada del río hasta el contorno, más adivinado que visto, de la ciudad, casi siempre esfumado en la distancia, bajo la bruma. Y lo que acentuaba de modo más preciso mi tristeza era un pequeño codo, muy curvo, de la carretera que iba de Vigo a Auria, que era lo único que se veía de ella en el rodapié del altísimo repecho; blanquísimo tramo alegre, entre el severo verdor de un pinar.
Una mañana de domingo en que había asistido a la misa en la ermita de la aldea, hice el gran descubrimiento que tanto habría de ayudarme a conllevar mi cautiverio: una alta roca desde la que se dominaba un enorme horizonte. A la salida, Peregrina —tal era el nombre de la Castrelo—, que no me prestaba nunca la menor atención, se adelantó con los mellizos y yo aproveché el descuido para encaramarme a mi nueva atalaya. La perspectiva resultaba totalmente distinta. La ciudad se veía nítida, recortada en la distancia como en la fresca hondura de un cuadro acabado de pintar; la masa rojiza de sus tejados, los cubos grises de las casas viejas y la blancura de las canterías de las de más reciente fábrica. Y en los medios del burgo, airosa y precisa, la torre de la catedral recortada contra el Montealegre, que ahora resultaba tan mía, tan dócil, así de pequeñita y de naufragada en distancias y luces, que me parecía cosa fácil poder cogerla con dos dedos y ponerla en la palma de la mano, como un juguete.
Con aquel descubrimiento, que me trocaba el paisaje casi en hogar, quedé un poco más sosegado. Por deducción podía situar mi casa. En rápida asociación de ideas invadiéronme mis preocupaciones familiares y también mi secreta relación con la iglesia, que en aquellos instantes parecía inadmisible. A la distancia del tiempo y del espacio sentí con toda claridad cuánto había en aquella ligazón, de costumbre, de cotidiano pacto, de no sé qué sedimentación hecha de imágenes reiteradas e ininteligibles, de experiencias obscuras, de infinitos y mudos diálogos, entre tan fuerte inercia y la tierna y lenta construcción de mi vida, de mi conciencia de ser; todo condicionado por la lógica presencia del templo y por la ilógica consecuencia que desplazaba de sí, envolviéndome, arrastrándome, enajenándome con poderes situados más allá de lo visible, de lo comprobable, que me hacían vivir todo lo demás, aun las cosas más inmediatas, en su dolor y en su goce, más veraces, como provisionales modos del existir.