Todo cuanto hizo mi madre en las semanas siguientes para mitigar aquella desavenencia fue por completo inútil. Por mi parte sabía muy bien que algo se había roto entre mis hermanos y yo quizá para siempre. No me perdonaban ninguna ironía. Me llamaban «hijo de papaíto», «delfín»… Un día les preguntó mamá por qué no me llevaban a casa de unos parientes de su padre y le respondieron que aquélla «era su familia». Escondían todas sus cosas, recibían sus visitas aparte y se alejaban de mí como de un apestado. Se veía a las claras que seguían un plan perfectamente discutido. Mamá tuvo uno de aquellos prolongados desvanecimientos que tanto alarmaban al médico, y desmejoró tan a ojos vistas que terminaron por asustarse e hicieron algunas concesiones para un arreglo momentáneo de la situación; mas yo no quise entrar en el juego, pues sentía que en mi interior se iba acrecentando un desprecio, que era casi odio, hacia aquellos hermanos a quienes había querido tan tiernamente. Con todas estas cosas, yo, que no era nada valiente de apetito, di en no querer comer y me quedé en los huesos. Mi padre, enterado de todo este desbarajuste, le envió a mamá un billete perentorio donde le decía que «o aquella sucia canalla, de la rama de los tísicos Maceiras, volvía inmediatamente con sus frailes y monjas o que me sacaría nuevamente de allí, por encima del consejo de familia y de la cara de Dios, y que me pondría donde nadie pudiera manosearme».
Con este desorden todo andaba en mi casa a la deriva. Mamá terminó por caer en uno de sus períodos de abatimiento e indiferencia que me alarmaban más que sus enfermedades. Las tías hallaban en ello ocasión para sus desenfrenos y mandonerías. Se agitaban como demonios y tenían a mis hermanos todo el día pegados a sus faldas. Las comidas eran lúgubres y efectuábanse en tres tandas. Joaquina andaba con los pergaminos del rostro ablandados de lágrimas, amenazando, entre dientes, con marcharse a su aldea, «para siempre jamás», que era su argumento de las grandes ocasiones, su forma más compulsiva de hacerse valer y que utilizaba desde cincuenta años atrás en que venía honrando nuestra casa con su fidelidad y abnegación. Las Fuchicas iban y venían como devanaderas negras y Pepita se pasaba las semanas tomando infusiones y pergeñando páginas en su «diario», pues tenía la inspiración trágica y sólo en circunstancias así le acometía. De vez en cuando aparecía en mi cuarto, donde yo estudiaba horas y horas no sé si para emborracharme con los libros o para recuperar el tiempo perdido; me echaba la frente hacia atrás y, mirándome un rato a los ojos, exclamaba: «¡Infeliz hijo mío!» Un día en que yo estaba en la saleta de costura con mamá, irrumpió para decirnos, con repentino acuerdo y muy mala voz:
—Carmela, esto llegó al paroxismo; o tus hijos se avienen o partiré de esta casa, aunque tenga que casarme con Pepín.
Mamá, que no estaba de humor para aguantar caricaturas, aunque fuesen involuntarias, contestó:
—Tal día haga un año, Pepita. Con Pepín o con el moro Muza, no te vendría mal una solución así que te privase de pensar en quimeras.
—Mi salud no gana nada en una casa donde, por una razón o por otra, se vive con el alma en un hilo.
—Mira, Pepita, haz todo lo que se te antoje menos venir a atosigarme. Ya vas teniendo años como para exigir de ti misma un poco más de juicio.
—¿Y aún te atreves a añadir tus dicterios?
—¿Pero qué quieres que haga, estúpida? —gritó mamá en un arrebato—. ¿Golpeáis todos en mí, como en un hierro frío, y encima me echáis la culpa de vuestros golpes? Ya no soporto más ni quiero veros ni oíros…
—Siendo ello así —terqueó la flatosa, con voz repentinamente abatida—, nada me queda que reponer. De hoy más, las que hemos sido hermanas ejemplares…
—¿Quieres dejarme en paz y salir de aquí, Pepa?
—¡Adiós, inocente hijo mío! —añadió, ajena al enfado de mi madre y abatiéndose sobre mí, que la separé de un empujón—. No creo que vuelvas a tener ocasión de ver más a tu tía y madrina. En esta casa…
Mamá arrojó la labor en el cestillo y cogiéndola de un brazo la puso en el corredor:
—¡Largo de ahí, fachosa, cursi…!
Al volver se dejó caer en la butaca, palidísima, respirando con dificultad.
—¿Qué tienes, mamá? —exclamé asustado.
—Nada, nada, hijo; nada… Déjame así un poquito, descansando… Así…
Nunca la había visto tan asaltada por las cosas, tan indefensa frente a los hechos. «Todo es por mi culpa», pensaba yo, entretanto. Después de unos instantes su respiración volvió a ser casi normal. Me atrajo hacia sí y me hizo reclinar la cabeza sobre su hombro, como solía, y terminó por hacerme sentar en su regazo. Estuvimos un largo rato sin decirnos nada; yo pensando en mí, reprochándome, odiándome, y ella tratando de llenar de aire el pecho, suspirando a cada momento. Mis cavilaciones, que eran ingobernables, que eran casi sentimientos sin palabras ni imágenes terminaron girando en un solo plano, como formando una masa borrosa; oía algo así como las voces de muchas personas irreconocibles, hablando al mismo tiempo… Empezó a germinar en mí una resolución…
La angustia me agobiaba en cada hora del día y continuaba su persecución en el trasmundo del sueño. Era como una solapada fuerza que se apoderaba de mí hasta substituirme, hasta hacerme otro. Nada de la anterior depresión, ni de aquel descaecer del ánimo; ahora era una energía que pedía a gritos interiores el mando de mí mismo para destruirme desde adentro. Me llegaba en impulsos repentinos durante los cuales perdía el gobierno de mi ser. En el regazo de mi madre sentí uno de aquellos brotes de exasperada energía inmóvil. Mis ojos se habían quedado como sin luz, mirando hacia un punto todavía inconcreto en la resolución, donde estaba la salida de aquel poderoso cerco de miserias, obsesionante. Y en súbita ocurrencia, me vi manejando a mi antojo todas las posibilidades, concretadas en una, en mi ida irremediable. Todo lo circundante se desvió ante aquella fácil cancelación donde lo inmediato ingresaba en un mundo de gestos inútiles.
De pronto advertí, con sensación casi molesta, que me había ido acomodando en el regazo de mamá y que mis piernas colgaban ridiculamente de sus rodillas; por vez primera sentí su carne ajena, casi hostil. Ella advirtió mi rigidez y aflojó los brazos. Me puse en pie y la miré de modo tal que la extrañeza hizo subir el rubor a su frente.
—¿Qué te pasa, hijo?
—Nada; que ya voy siendo demasiado grande para estar en sus rodillas.
—Los hijos nunca son demasiado grandes —esperó un rato mi respuesta y yo me encaminé hacia la ventana. Luego añadió—: Te encuentro muy nervioso, Bichín. Acuéstate un rato, voy a hacerte una taza de tila.
Y salió con paso rápido, como liberándose de una situación cuya rareza no se le alcanzaba más que en la forma de una sensación penosa. Yo me quedé pensando en que mi relación con aquella mujer, mi fijación a ella, entraba en una nueva fase. Era como si algo la arrancase de mí para no arrastrarla en mi liberación. Me fui a mi cuarto y me tumbé en la cama. Un fino sol de cobre iluminaba la estampa industrial de san Luis, tan bonito que resultaba inhumano. Debajo de ella, sobre una alta cómoda portuguesa, una Purísima aquietaba, bajo el fanal, la dispersión barroca de sus ropajes de talla, rodeada por la minuciosa exactitud de un arco de conchillas. Mi abuela, con un gran polisón y bucles en cascadas sobre el escote, sujetaba con una mano lánguida el ave convencional del abanico, y el abuelo, en otro daguerrotipo, de levitón entreabierto, con chaleco floreado, corto y sotabarba de almirante, miraba hacia el vacío. Tales menciones aburridas y su lamentable reiteración me parecían en aquel momento más intolerables que nunca y contra ellas se rebelaba mi tenso afán de huida. Yo quería no tener nada que ver con todo aquello, romper el círculo de los seres y de las cosas, no ser de nada ni de nadie, poder desplazarme en una dirección solitaria y vertiginosa que me librase, para siempre, de aquel cerco de fantasmas.
Fue luego cediendo la tensión y empecé, otra vez a sentirme oprimido y triste. Comenzaba a actuar el otro lado de aquella aniquilante alternancia que había llegado a ser mi vida. Me enderecé de pronto y abrí de un golpe las hojas de la ventana. El chasquido de un cristal al romperse contra el muro y la lluvia de los fragmentos estrellándose, un instante después, contra las losas de la calle, me alivió, dándome una sensación de mando sobre la brutal energía de las cosas. Los hojalateros asomaron, sacando la cabeza de sus tenderetes, y el guardia municipal, desde la esquina, enderezó hacia mi ventana el palitroque con gesto interrogante. Yo los miré, sin respuesta alguna, y me acodé en el alféizar. Frente a mí el David se enorgullecía en la impasibilidad de su pétrea vida, orgulloso, invencible de indiferencia. Sus derretidos escarpines colgaban del escabel, entrecruzados en fina tontaina gótica, y sus manos atrapaban delicadamente los pianísimos del real instrumento. ¡Cómo envidiaba yo su vida aplacada en un solo gesto poderoso, en su inmovilidad que no era quietud, en su sólida permanencia sin muerte! Vino a quebrar aquella paz relativa la irrupción de mi madrina, que se apareció enfundada en un casabé de pañete cremoso con sombrero de fieltro de recogidas alas, casi de amazona, cubierto de velo espesísimo que le tapaba el rostro. La tía se desplomó sobre la butaca y se levantó el velillo, sollozando en seco (en realidad yo nunca la había visto llorar de veras), y limpiándose con prolijidad las lágrimas que no tenía.
—¿Qué te pasa, madrina?
—¿Qué me pasa? ¿No lo has visto? ¡Qué me arrojan!
—Ya sabes que no es verdad…
—Penetra en el sentido de la afirmación. No he dicho que me arrojen los seres, sino los aconteceres —aclaró, con retruécano de folletín.
—Nadie tiene la culpa, tía.
—¿Nadie? —se alzó majestuosa y expidió, a gran voz—: ¿Nadie? ¿Y el Destino? ¿No es nadie el Destino? —y al mismo tiempo que decía estas cosas increíbles, dejó caer al suelo el cabás de viaje que llevaba en la mano, en el que cabrían malamente media docena de medias, para derrumbarse de nuevo llorando con los hombros. Yo no sabía qué hacer. Me acerqué a ella y le dije con la voz más dulce que me fue posible:
—¡Vamos, tía, no es como para ponerse así!
Gimoteaba, sacudida por el histérico, sin poder exprimir una sola lágrima verdadera de todo aquel tumulto de la carne. Sin duda este fracaso debía mortificarla mucho, y quién sabe qué retumbante frase o qué desgarrada tesitura de los tonos andaría buscando en los adentros para abrirse a sí misma el dique del llanto. ¿Cómo haría yo para ayudarla a llorar? Ciertamente le tenía a aquella infeliz un afecto que lindaba en la compasión, y jamás había dudado del hondo cariño con que ella me agobiaba. Pero entre la realidad de tales sentimientos y su expresión, se interponía siempre aquel repertorio de gestos convenidos, tras los cuales, sin duda, se ocultaba un alma ingenua y vehemente, aunque yo nunca supe encontrar el punto de juntura y deslinde entre lo accesorio de su sensiblería y lo real de su sentimentalidad.
Le cogí una mano y repitiendo maquinalmente una frase que le había oído a ella misma muchas veces y de cuyo sentido no me percataba muy bien, exclamé:
—La verdad, madrina, es que eres una incomprendida.
No había terminado de decir esto cuando empezó a anegarse en llantos torrenciales, como una nube que se rompe.
—¡Sí, hijo, sí; eso es! La voz de Dios habla por tus labios inocentes… Eso es, una eterna incomprendida… ¡Eterna víctima propiciatoria! —gimoteaba estas vejeces de los libros, utilizando todos los registros de su voz, tan pronto en el estridente gallipavo como en las profundidades más hombrunas, hasta que, al fin, sus frases terminaron por asomar entre las cataratas del más auténtico lloro, como truenos entre hilos de lluvia. Mi aflicción consistió luego en hallar la forma de taponar aquella brecha que no daba tregua alguna en aguas, voces y ademanes, acompañando sus exclamaciones con gestos tan denodados e imprecatorios que sólo el asombro me impedía soltar la carcajada. Alzaba con los dedos de una mano los delanteros de la saya para desembarazar los pasos largos, teatrales, mientras declamaba los «¡oh, desdicha!», «¡de hoy más!», «¡esto es el fin!», o cruzándose de brazos frente al miriñaque y al levitón de los abuelos exclamaba: «¿Para qué me disteis el ser?» Resultaba patente que estaba utilizando la ocasión de sus lágrimas verdaderas para agotar la expresión de todas sus reivindicaciones. En medio de lo más rugidor y tremolado de la escena, se interrumpió, con voz de aparte, y dijo, en el tono más natural:
—Alcánzame un moquero, que éste ya lo mojé todo… —abrí la cómoda y le di uno de mis pañuelos que ella enroscó, por una punta, en un dedo, dejando flotante el resto y se entregó de nuevo al frenesí con más ímpetu que antes. Entonces me aburrí y le dije:
—Bueno, madrina, basta ya. ¡A ver si te crees que eres tú la única que sufre en esta casa! La pobre mamá no tiene siquiera esa facilidad tuya para alborotarse por nada y decir tonterías a gritos…
—¿Quieres dar a entender que finjo? —añadió con voz normal.
—¿Quién habla de eso? Digo que la cosa no es para tanto, en todas las familias hay disgustos —añadí perdiendo definitivamente la paciencia que, menester es confesarlo, con ella me duraba muy poco.
—Una cosa son disgustos y otra la más negra deshonra.
Me puse resueltamente furioso y exclamé, acercándome a ella, amenazante:
—Aquí no hay deshonra ninguna, ¿sabes? El que mis padres no se lleven bien y el que alguien haya envenenado a mis hermanos contra mi, nada quiere decir… Lo que ocurre es que tú estás loca y te has enamorado de mi padre…
—¡Bichín! —grito, corriendo hacia mí y tapándome la boca.
—… sí, sí —añadí zafándome—; lo sé todo, lo oí todo. Eso sí que es deshonra…
Se puso muy colorada y recuperó sin transición alguna todo el gobierno de sí, menos dejar el artificio de su prosa, que le era connatural.
—Esto no puede quedar así. ¿Quién te hizo partícipe de la infame calumnia? ¡Me voy de esta casa, pero antes me oirá tu madre!
—Deja a mi madre en paz —contesté también más tranquilo—. Yo tengo las hojas que habrás echado de menos en tu cartapacio. Yo las tengo y no te las daré.
—¿Dónde las ocultas, criminal?
En el momento en que iba a lanzarse sobre mí, se abrió la puerta con una lentitud que parecía calculada y apareció Joaquina, con su cara de visión y sus anónimos lutos, trayendo en la mano una taza de tila, cuyo azúcar revolvía calmosamente con la cucharilla. Pepita recogió el cabás y salió como una exhalación.
—¿A onde vai esa tola?[17]
—¡Conque tú no lo sepas! —dije con voz todavía temblona y ya pesaroso de haberme desprendido del terrible secreto que había descubierto al azar, buscando una pluma en el bufete de mi madrina y leyendo unas hojas sueltas de su «diario». En ellas, al relatar la visita al pazo del tío Modesto y su encuentro con mi padre, me habían llamado la atención algunas frases que luego me resultaron clarísimas al relacionarlas con el aparte que había sostenido con mamá el día de mi primera comunión. Joaquina terminó de revolver la tisana y dejó caer:
—¡Ay, Señor, que casa deixada da man de Dios![18]
—Calla tú también, con tus brujerías. Deja eso ahí y vete.
—¡Ai, meu homiño —salmodió la sierva, sin hacer el menor caso de mi réspice—; nesta casa entrou o inimigo, Dios me lo Santo Padre perdone! —añadió, santiguando el piadoso trabalenguas. Y luego con hondo acento—: ¡El Señor me perdone, mais penso que era mellor morrer![19]
—Claro que si; mejor, mucho mejor —dije, glosando con voz reconcentrada la jaculatoria de la vieja—. ¡Todo se andará!
Joaquina se volvió con increíble rapidez; quedóse un instante considerándome, con el ceño fruncido; avanzó hacia mí, con los brazos abiertos y su rígido andar de peana, y me apretó con fuerza la cara entre sus manos de palo, buscándome los ojos con sus iris de borde blancuzco.
—A ver, di comigo[20] —exigió, con un rigor desusado.
—¡Déjame!
—Di comigo: «y líbranos Señor de las malas obras y deseos».
—… «y líbranos Señor de las malas obras y deseos». ¡Ya está, suéltame!
—Non, deste modo non. Telo que dicir con humildade[21]. Y «líbranos Señor de las malas obras y deseos».
—¡Déjame, Joaquina, o llamo a mamá!
—Non te solto aínda que chames a quen chames. Di comigo, pero sen xenio nin soberbias[22]: «Y líbranos Señor de las malas obras y deseos».
Tardé un momento en poder calmar mi rabia y encontrar una voz pasablemente humilde, y repetí la frase penetrando, de pronto, todo el sentido de aquella oración, tantas veces recitada como un encadenamiento rutinario de sonidos. Me soltó y me pasó la mano por la cara como para borrarme de ella la pesada impronta de sus huesos. Joaquina siguió rezando entre dientes, sin mirarme, mientras trajinaba, aquí y allá, temblorosa, dando unos toques de arreglo superfluo al cuarto en orden. Yo tomé el brebaje, sacudido por presentimientos informes. Joaquina recogió los enseres en la bandeja y salió diciendo:
—¡Qué perdición, Señor, que perdición!
«Así es, qué perdición», pensaba yo también. «Pero no hay otro remedio».