El final de aquella tarde fue horrible. Yo estaba cansado y soñoliento, no obstante lo cual, apenas llegamos a casa, la madrina me peinó y me condujo, sin dejarme tomar aliento, a las visitas de familia y de cumplido. Por las calles nos encontramos con otros niños también de primera comunión, que hacían las mismas visitas. Las madres espiaban mi traje y mis lucientes chinelas con un gesto entre despectivo y maravillado. La tía saludaba a diestro y siniestro, sin hablar, con cabezazos equinos, muy pronunciados, y ladeando ligeramente la antuca que llevaba abierta sobre el hombro derecho y que, a veces, pinzaba, tomando la punta de las varillas, con los dedos de la mano izquierda; gestos todos ellos de consentida coquetería y de extrema distinción entre las señoritas de Auria. También ella, de vez en cuando, lanzaba un vistazo disimulado a la ropa de los otros chicos. Cuando pasaron los nietos de Cuevas, que era el jamonero más rico de la localidad, la tía musitó complacida, haciendo girar la sombrilla:
—No sé si está bien que provoque tu naciente vanidad masculina, pero llevas el traje más caprichoso de este año. ¡Qué ello estimule tu gratitud hacia tu tía y madrina! —y acercó a los labios, para interceptar un regüeldillo que le bullía en los adentros como resultado de la comilona, el pañizuel de encajes que llevaba siempre trabado en los dedos con un aire de infantina seronda.
Estuvimos en casa del fiscal, cuyas hermanas, unas viejas chochas llenas de apresuramientos sin motivo, se agitaron febrilmente en cuanto entramos, haciendo tintinear sus collares y dijes, para traernos corriendo tarta de almendras y espeso licor de café.
El ama de llaves —otros decían la antigua manceba— de don Camilo el procurador, tomada de inoportuna piedad, me hizo rezar dos padrenuestros en una saleta donde habían entronizado, aquella misma mañana, el Sagrado Corazón de Jesús, en lamentable versión de la imaginería salesiana. Luego me regaló un pesado cartucho de rosquillas de Allariz, que quedó en mandarme por una criada. Sólo en casa de Consuelo, prima carnal de mi madre, me sentí realmente bien. Era una casa de gente franca y alegre donde parecían estar siempre de buen humor, y cada vez que íbamos nos recibían con una cordialidad sorprendidísima, como si acabásemos de resucitar.
—¡Ah, vosotros por aquí! ¡Juan Carlos, Amparo, Concha, bajad, que están aquí los primos! ¡Parece mentira! ¡Dichosos los ojos que os ven! —y habíamos estado allí la semana pasada. Eran muy ricos, tanto por parte de ella, que había heredado de su madre el señorío de Boiro, como por el marido, Pepe Salgado, hombre distinguido, muy dulce de hablas y modales de origen auriense —se decía que humilde— pero nacido en una provincia de la República Argentina, llamada de Entre Ríos, donde su padre le había dejado tantas tierras que cabía en ellas buena parte de nuestra provincia; cosa tenida por exageración y tomada a chacota en el casino, pero que era verdad. Se refería que en cierta ocasión, discutiendo el caso, Salgado se puso rufo y tomando una vara de medir, pues ocurría la disputa en la tienda de los Madamitas, le dijo a el Tarántula, que era el de las dudas:
—Tome usted esto. Le pago el viaje a América, y si las mide usted en todo lo que le resta de vida, le cedo la mitad.
Lo cual olía a broma fúnebre, pues el Tarántula, por su aspecto de tísico, no parecía conservar alientos para medir su propia calle, que tenía cincuenta pasos de largo.
Había allí muchos forasteros e indianos bebiendo de lo lindo, y luego se improvisó una especie de baile donde Consuelo tocó al piano valses, polcas y rigodones.
Al salir de allí, ya casi anocheciendo, pasamos por la plaza de la Sal, en el barrio popular, donde había un troupoloutrou de gaitas y tamboriles y se danzaba con furioso denuedo, a lo suelto, entre una polvareda tan cálida como si fuese el resplandor de una hoguera. Allí Chaparro el chocolatero, Valcarce el pintor, Ramón el Chino y otros puntos de baile, bordaban, con fina precisión e infatigable violencia, muiñeiras, ribeiranas y cachoupinos, sobre las lajas de la plazuela, en torno a cántaras del espeso vino local, que, entre una danza y otra, circulaban por todos los labios. La tía pasó de largo frunciendo la nariz, ajena al arrebato con que el pueblo, obediente a su honda entraña pagana, céltica, traducía los laberínticos significados de la jornada litúrgica. En cambio me consintió detenerme unos instantes en la plaza del Corregidor, donde otra muchedumbre, no menos sensual y herética, hervía de actividad y de excitación celebrando una follateira: misteriosa fiesta de Auria, reminiscencia, quizás, de cultos báquicos del latino colonizador. Mas apenas pude entrever, entre el gentío apiñado, una especie de templete, de tablas, cubierto de verde pinocha y de ramas de laurel y vid, donde un viejo y una vieja, al son de cantigas y panderos, batían leche en rojas ollas de barro, con miradas y gestos de evidente concupiscencia, todo ello en medio del más ruidoso desenfreno y algaraza de la plebe, que bailaba al compás de rústicos instrumentos y se agrupaba, cantando y pataleando, a la puerta de las tabernas, con la taza del vino en la mano y bajo las guirnaldas de los versícromos farolitos de papel, que acababan de encender.
Insistí con la tía para que me permitiese acercarme un poco más al templete de los viejucos, mas sólo conseguí que exclamase, con brevedad espartana, señalando el cotarro con el regatón de la sombrilla:
—¿Ahí? ¡Jamás! —y adelantando un papo de emperatriz me cogió la mano y me remolcó de un tirón. Al emprender la marcha, ya entrada la noche, me pareció ver entre las cabezas de la multitud unos ojos fijamente posados en mí, bajo una visera de charol muy hundida en la frente.
—Madrina, si corres tanto me caeré. Mejor sería que nos fuésemos a casa. No puedo más.
—Comprendo que estás al sumo de tus fuerzas —dijo acortando el paso y acumulando palabras inútiles, como siempre—, pero nos faltan los Cardoso, nobles amigos, e iremos a verlos como visita final. Y eso que nos dejamos otras ocho o diez entre las más principales. ¡Estoy corrida! Mañana se hablará en todo Auria de mis omisiones.
—Iremos mañana.
—No puede ser, habrá que esperar a la octava de Corpus.
Nos encaminamos a la abominable casa de los Cardoso, en la calle de Santo Domingo, cuyo jefe era un apoplético magistrado de la Audiencia, hijo de un abad de aldea y de una criada, casado con una ricachona adusta y solemne, y famoso por sus tragaderas y por su estupidez judicial. Asistía a los juicios orales sesteando, con los ojos semicerrados durante las pruebas, y las manos cruzadas sobre el vientre por debajo de la toga. Corrían acerca de él innumerables chascarrillos, siendo el más famoso una pregunta, en una vista por lesiones en riña tumultuaria: «Dígame el testigo: en el momento en que ocurrían los autos, ¿la víctima estaba en el balcón o viceversa?»
Tenían los Cardoso cuatro hijos varones, entre los veinticinco y los cuarenta, y dos hijas entre esas edades, todos ellos feos, atezados, silenciosos y morrudos; todos con los ojos abesugados y todos de luto riguroso por un hermano de la señora que había muerto, cinco años atrás, de un envenenamiento de setas. Cuando llegamos estaban a punto de pasar, unánimes, al comedor; pues la madre era muy regimentera, y lo hacían corporativa y puntualmente, como en desfile, a las nueve y media en punto. Eran gentes de rosario después ele la cena, tras el cual las mujeres iban a recocerse a sus alcobas y los hombres salían de tapadillo, en noches rigurosamente señaladas para ello, alternándose y simulando los unos que no sabían la salida ele los otros. Iban a verse con sus querindangas baratas en sórdidos tabucos instalados en las casas ele pajabarro de los arrabales, por la Puerta de Aire, en la antigua judería. Como había oído yo tantas críticas sobre aquellos enlutados, que pasaban, no obstante, por las gentes más honestas del burgo, me fastidiaba su asnal solemnidad y nunca pude verlos, sobre todo cuando estaban juntos, sin sentir unas endiabladas ganas de soltar la risa.
Al pasar, habíamos preguntado al portero del resonante caserón si llegaríamos a tiempo, y nos dijo que nos apresurásemos, pues apenas faltaban unos minutos para el toque de la cena. Efectivamente, allí estaban, todos de negro, esperándonos en un salón tapizado de damasco púrpura, los padres en el estrado y los hijos en semicírculo, como los maniquíes de una familia real ante el pintor áulico; ellos con americana abotonada hasta el cuello, morenos y barbados, y ellas con blusas de mangas enterizas, abullonadas, y con aderezos de cabuchones y abalorios. Cuando entramos, anunciados en alta voz por un sirviente, los vimos moverse vagamente contra las figuras del tapiz del testero, a la luz de las velas de una araña de cristal francés. La tía saludó a todos, extremando su reverencia caballuna, y luego se dirigió a la dueña de la casa y le dijo, besándole en ambas mejillas:
—Perdonaréis, Gertrudis, se nos hizo tarde. Os traigo al niño un par de minutos para que lo veáis. ¡Una no puede partirse en dos! —añadió, con retrasada conclusión. La mayestática Cardoso, como si la cháchara de mi tía no fuese con ella, nos indicó un confidente con un gesto, que prolongó luego en un ademán semicircular que tenía por objeto indicar los asientos a los otros, y se dejaron caer todos a la vez. La hirsuta dama recobró la voz.
—No te preocupes, Pepita; ya sabes que siempre se te recibe en esta casa con particular afecto… aunque ello no pueda hacerse ahora extensible a toda tu familia… desgraciadamente.
—Mucho me honras; ya sabes que me hago cargo de la rigidez de vuestros principios.
—Hay ropa tendida —dijo vulgarmente, por un lado de la boca, la mayor de las hijas. La ropa tendida era yo, claro está. Luego vino un silencio.
La tía empalmó, desviada:
—Hace un instante, si no me equivoco, se oyó la retreta del cuartel de San Francisco. Debéis de estar a punto de pasar al comedor…
Hubo otro silencio durante el cual los hombres consultaron, con simultáneo gesto, sus pesados relojes de bolsillo; luego miraron todos hacia el hermano mayor, uno que tenía la color más aceitunada y la barba más negra (y que venía a ser el querido de Elena la Sucia: una antigua hospitalera que lavaba ropa y a la que Cardoso pasaba cincuenta reales al mes para pagar el cuarto), y éste, a su vez, miró hacia el reloj de la chimenea, mirada en que le acompañaron también los otros. El jefe de la casa surgió de su mutismo segundón para preguntar a mi tía, con una franqueza popular que contrastaba con la burda solemnidad de los otros:
—¿Y cómo anda tu hermana Carmela? ¡Buena chica! Y guapa…, guapísima —toda la familia se volvió hacia él; y el vinculero, que, por lo visto, era el encargado de resumir los gestos de todos, le asestó una dura mirada. Era éste otro indicio más de que las familias de Auria habían condenado a mi madre, a «la separada», a «la liberalota», al silencio, que era la condena a muerte social que dictaban aquellos farsantes. El viejo Cardoso, más que viejo envejecido por los placeres de la mesa, que eran en aquel hogar cotidianas orgías, conservaba, aunque ya muy espesa, su viva sangre aldeana que se oponía, en cuanto le daban las fuerzas, al proceso de solemnización emprendido por su mujer y sus hijos y que, al menos en él, no había logrado dar frutos definitivos. Y fue así como, ajeno a las mudas fulminaciones, continuó:
—No puedo creer que Carmela Razamonde haya tenido arte ni parte en el lío ese del entierro, y así lo afirmé en el Tribunal y lo juraría sobre las brasas…
—¡Padre! —cortó, desmandándose del vinculero, Armida, la hija menor, con abierta iracundia.
Casi al mismo tiempo el reloj de la chimenea dio la hora tocando una delicada mazurca. Se pusieron todos de pie, como movidos por un muelle, menos el padre, que tardó un rato en desenclavijar las articulaciones, levantándose con ayes, puestas las manos sobre la riñonera. Con igual simultaneidad apareció en la puerta un criado de librea, con un candelabro en una mano y un apagavelas en otra.
Yo no había abierto la boca. Me despedí casi sin alterar aquel silencio, y la madrina gallipaveó durante unos instantes las cortesías del adiós, que fueron contestadas por todos con impacientes gruñidos y salimos de aquella casa infernal habitada por condenados a los trabajos forzados de la simulación y del bandullo.
Ya en la calle la tía miró hacia arriba y exclamó:
—¡Ya me parecía a mí, este bochorno…! El cielo muéstrase opaco y amenazador —no bien lo había dicho, un trueno retumbó propagándose en ecos por las rúas. En el cruce de las calles se levantaron remolinos de polvo y papelorios. Apretamos el paso en la obscuridad, con tiempo apenas suficiente para alcanzar los soportales de la Plaza Mayor, cuyo espacio central recibía ya, con rumor atamborilado, el golpeteo de las gotas tempestuosas. Salían en aquel instante, retrasados por la insubordinación de las fiestas, de los bajos de Ayuntamiento, los faroleros, abultados por sus grandes corozas de paja para la lluvia que les daban un aire de mascarones ebrios. Llegaron chorreando, sólo con cruzar, y aplicaron a los farolones del soportal la estopa chisporreante, metiéndose luego por la sombra de las callejas dejando tras sí el tufo del petróleo.
La tía habíase puesto nerviosísima, pues acababa de pasar bajo el reverbero recién encendido, Pepín Pérez, el cronista social de El Eco de Auria, distinguido poeta local y pianista del teatro, que se le declaraba un par de veces por año, desde hacía doce o catorce, en estrofas de diverso metro, aunque del mismo inmitigable fervor. Aquella acechanza, pues se puso a pasar y repasar, indicaba que tal vez no estaba lejano el plazo de las reiteraciones. La igualmente obstinada negativa de ella originábase no tanto en el tipo, que no le era del todo indiferente, sino en el misérrimo sueldo que Pepín percibía por la suma de sus habilidades, ni aún arrimándole la mesada de un puesto de bóbilis bóbilis, que desempeñaba en la Diputación Provincial, pues tenía que mantener a una hermana, con la cual vivía, la que a su vez se ayudaba haciendo ramilletes de flores de cera.
Pepín pasó de nuevo, como queriendo decir algo, lo que extremó la nerviosidad de la tía, que se hubiera lanzado al arroyo si en aquel momento la tronada no estuviese desatacándose de sus más entusiastas chaparrones. De pronto, volviendo sobre sus pasos, muy aprisa, como quien coge impulso para no desanimar una decisión arduamente tomada, Pepín Pérez se detuvo frente a nosotros y quitándose el bombín, dijo, con acento emocionado:
—¿Quisiera usted honrarme aceptando mi paraguas? la tía, sobreponiéndose a su turbación y tratando de aplacar la insurrección de su laringe, que la acometía muy excedida en trances como aquel, contestó:
—Sentiríame inclinada a hacerlo por el inocente —el inocente era yo—, pero no me atrevo, ante el temor de las interpretaciones.
—Pepita… Yo en realidad… Lo cierto es que no somos de hoy… Porque una cosa es… Y otra, como vulgarmente se dice….
—Siendo así…
Nos adelantamos hacia el borde del escalón que separaba el soportal de la calle. Pepín, que lo había alcanzado antes, hacía esfuerzos desesperados para abrir el paraguas, que era de los de nueva invención, de resorte. Forcejeó durante unos instantes contra el rebelde artilugio. Entretanto, la lluvia pareció ceder un poco.
—No se moleste, Pérez, ya escampa. Lo mismo reconocida. ¡Vamos, Bichín!
—Disimule, Pepita… ¡Estos implementos modernos! —la tía le alargó lánguidamente la mano. No bien pusimos el pie en la calle, iniciando una carrera, cuando se oyó detrás de nosotros un ruido, como un golpe dado con fuerza sobre el bordón de un contrabajo: era el paraguas de muelle de Pepín que acababa de abrirse con la velocidad de una exhalación de tela.
Nuestra casa hallábase a doscientas varas de allí y nos largamos en su procura a grandes zancadas. Estaba como boca de lobo, pues aún no habían pasado los faroleros. Ya próximos a nuestro zaguán advertimos que estaba enfrente un coche, en dirección contraria a la que íbamos. Los relámpagos nos permitieron identificar un faetón de la empresa del Mangana, con tiro de fuertes caballos, cuyos atalajes mojados brillaban con las descargas eléctricas. La tía iba un poco adelante, pegada a los muros, procurando salvar, en lo posible, su sombrero, que era una atmosférica mole de gasas y flores de raso, y sus botitas de tafilete castaño claro, y yo la seguía tratando de cobijarme en la estrecha franja que protegían los aleros y de pasar indemne bajo los chorros de las altas gárgolas que se estrellaban contra las losas de granito, en medio de la calle, salpicándolo todo.
Evidentemente, aquel coche estaba parado frente a nuestra casa, aunque siempre era muy difícil, tan juntos estaban los portales, distinguir si un vehículo allí detenido sería para nosotros o para nuestros vecinos. Cuando llegamos, las linternas del coche, que estaban tapadas, fueron liberadas de su obstáculo y nos dio la luz en los ojos encandilándonos, pues hacía unos minutos que andábamos en la obscuridad. Apenas mi madrina había dado los primeros pasos en el obscuro zaguán, protestando de que se hubiesen olvidado de encender el farolón de entrada, y cuando yo iba a alcanzar el umbral, después de haber mirado recelosamente hacia el faetón, alguien salió de tras la puerta de mi casa y me tomó en vilo por las corvas y la espalda apretándome contra un macferland que olía a goma húmeda. El raptor entró en el coche y la portezuela se cerró tras nosotros con fuerte golpe. En medio de la pestilencia de la goma percibí un fresco olor a agua de lavándula. Sobre mi cara se abatía el capuchón del impermeable, estirado en el frente por la visera rígida de una gorra. Oí la voz de mi padre que decía:
—¡Tira ligero, Pencas! —las herraduras resbalaron un momento sobre las lajas y el ganado salió al trote largo. Tras nosotros se oyó la voz despavorida de la tía:
—¡Auxilio, favor! ¡Bichín, Carmela…!
Mi padre me mantuvo en el regazo, apretado contra sí. Yo no me movía. Oía su corazón con golpes lentos y fuertes. Cuando, unos minutos después, el coche pasaba del empedrado de las calles al barro de la carretera, me incorporé sobre sus rodillas y adivinándole el rostro en la sombra, le dije:
—¿Qué has hecho, papá?
—No sé, hijo mío; las gentes de nuestra casta nunca sabemos bien lo que hacemos. Por lo pronto quererte mucho… Procura ahora dormirte, que tenemos para largo.
Me arrebujé en sus brazos, y luego me cubrió con una manta de viaje. Yo me dejé llevar inánime, callado, sin otra sensación que la de un dulce sosiego, tras las emociones y el cansancio ele la jornada, oyendo como las llantas mordían, a través del barro, los morrillos de pedernal de la carretera y pensando en el extraño remate que había tenido el día de mi primera comunión y de la fiesta mayor de mi pueblo.