Nos asomamos a todas las bocacalles que nos fue posible, durante un par de horas, para poder ver pasar íntegra la grandiosa procesión media docena de veces. Las rúas hallábanse alfombradas de hinojo en todo el trayecto. Todos los balcones y ventanas lucían hermosos reposteros, colchas de ricos géneros o colgaduras con la bandera nacional. Tanto esplendor justificaba nuestras carreras, en las que terminé por perder la cadencia de mi paso. El principal altar de los varios que había en el trayecto, en que se entronizaba momentáneamente al Santísimo, para cantarle los motetes, estaba en la plaza de los Cueros, frente a la casa de las Fuchicas, y allá nos encaramamos, a su alto alero, para poder abarcarlo todo en una visión de conjunto. Resultaba realmente sobrecogedor contemplar aquel inmarcesible poder de la Iglesia manifestado con tanto arte y suntuosidad, sobreviviendo a la ramplonería contemporánea y al mal gusto de la mayoría del clero. La escasez de imágenes de bulto en el sacro desfile le confería una tal pureza y una fuerza de abstracción teologal tan poderosa como si fuese la propia presencia del Dogma, apenas corporizada y, no obstante, tan arrolladora y eterna. Abrían la marcha, como una concesión a arcaicas y potentes paganías, los gigantes y cabezudos bailando la danza rural de la región, que les dictaban los trinos alegres de las gaitas del Cabildo, dirigidas, con su instrumento parlanchín y dulcísimo, por el famoso gaitero de Penalta: arrogante mozo, como un dios aldeano, de cara abierta y apicarado mirar, que desmentía el cortesano atuendo de su ropón de brocado, con los salerosos remeneos del cuerpo, transmitidos a los flecos del instrumento y con el clavel reventón, que llevaba dando gritos encarnados en lo alto de una oreja.
Venía luego un grupo de niños, con roquetes rojos, dando guardia a un estandarte bordado en oro sobre damasco blanco con una escena de la Santísima Trinidad, de buen pincel antiguo. El estandarte, montado sobre ástil de plata, era conducido por el señor gobernador civil, que vestía levita y calzaba guantes blanquísimos, de cabritilla. Las borlas las llevaban el presidente de la Audiencia y el de la Diputación provincial, igualmente enguantados, igualmente enlevitados. Tres ordenanzas de sus respectivos organismos iban un poco atrás llevándoles, muy serios, las chisteras, apoyadas suavemente en el antebrazo.
Seguía luego el grupo de San Tarcisio, de la Adoración Nocturna, en el que formaban los niños de las mejores familias de Auria, graciosísimos, todos de chaqué, como diminutos caballeros, un poco nerviosos bajo aquel solazo, metidos en el incómodo indumento, y un turno de las escuelas de pobres, compuesto por chicos vestidos de nuevo —gracias a la munificencia de la marquesa de Valdevelle— cuyos trajes eran de marinero, con muchas dobleces horizontales, a causa de la posición en los estantes, por lo cual los chicos tenían aire de náufragos vestidos de urgencia en una maestranza. Llevaban todos gorras de plato caídas a la espalda, sujetas al cuello por un barboquejo de elástico.
En medio de los niños pobres iba la fulgente cruz procesional de Arfe, la más preciada joya del tesoro basilical, rodeada más de cerca por ocho franciscanos descalzos, con blandones de cera obscura, todos de igual edad, del mismo luengo y color de barba que parecían disfrazados. Al pasar por las bocacalles, el sol oblicuo arrancaba destellos a la cuantiosa pedrería que un indiano, del pasado siglo, quién sabe en expiación de qué delitos de Ultramar, había hecho incrustar en la imponente alhaja, que pesaba tres arrobas, y cuyos portadores tenían que turnarse de tanto en tanto.
A continuación se aparecían las corporaciones, gremios y cofradías con sus pendones y enseñas. En medio de ellos iba el Orfeón Auriense con las flámulas, banderas, estandartes y gallardetes de sus triunfos innumerables, colgados de placas, medallones y palmas de oro. Estaba anunciado que cantaría, frente a uno de los altares, la secuencia Lauda Sion, del doctor Angélica, en una nueva armonización del maestro Trépedas, barbero y compositor, eminente hijo del pueblo. En la parte central de la procesión, entre un piquete de guardias civiles, vestidos de gran gala, con sus fracs cortos, ribeteados de blanco, lo mismo que sus tricornios de castor gris; con su pantalón de blanca malla, calzados con altas botas de charol y portando los fusiles a la funerala, iba Su Ilustrísima el obispo de Auria, revestido de pontifical, con prendas de antiguo y ostentoso bordado, bajo el palio, llevado al compás de sus seis pértigas de plata por las dignidades del Cabildo. El prelado avanzaba a pasos lentos portando entre sus manos, envueltas en amplia estola, el viril, como un pequeño sol de oro y brillantes, que ostentaba, en el centro de su entraña flamígera, la cándida y tierna redondez opaca de Dios en la Eucaristía. Iban a ambos lados los diáconos recogiéndole las puntas de la capa pluvial para desembarazarle la marcha y otros asistentes llevando el báculo y la mitra. Detrás de este grupo seguían los curas parroquiales, igualmente revestidos, y luego la banda municipal y la del regimiento de Ceriñola, que tocaban alternadas, y un cornetín de órdenes del mismo regimiento que hacía sonar el toque de atención, imponiendo silencio, cada vez que la custodia llegaba a uno de los altares. Remataba el magno desfile, en su parte más significativa, la Corporación Municipal, en pleno, con sus vistosos maceros vestidos con ropas copiadas del tiempo del emperador y sus alguacilillos con atuendo de la época de los últimos Felipes. A ambos lados, toda la procesión iba flanqueada por una triple fila de hombres, mujeres y niños de toda condición, con cirios encendidos, y más atrás, en muchedumbre apeñuscada, los aldeanos, deslumbrados por tanta grandeza, llevando consigo a los ofrecidos: niños encanijados, enfermos con horrendas lacerías, mujeres de impresionante palidez, y paralíticos llevados a pulso; y, cerrando el desfile, el ya calmo grupo de los poseídos. Aún más atrás de todos, ya como desprendidos del conjunto, dos camilleros de tropa y el cuerpo de barrenderos municipales, formado por diez números, con sus caras joviales, vinosas y afantochadas, tras los grandes bigotes, su insólito uniforme limpio y escobas nuevas, de verdísimo escambrón, sobre el hombro.
Durante todo el trayecto y a todo lo largo de la procesión, incluso sobre los barrenderos, cayeron desde los balcones millones y millones de pétalos de rosas, sin tregua alguna en su multicolor y olorosa nevada.