La comida transcurrió en una atmósfera de reticencia y de incomodidad. La imposición de mi padre, referente a que mis hermanos viviesen en internados, añadía a su arbitraria severidad de siempre, su resaltante injusticia en aquel día de tan entrañable significación para todos los hogares de Auria. Portocarrero, que era hombre animoso, liberal, pero, a fin de cuentas, tan canónigo como los otros, estaba, contra su costumbre, silencioso y con aspecto de mejor-hubiera-sido-no-haber-aceptado; aunque desde su juventud —había sido protegido de mi abuela paterna— era comensal fijo en las fiestas señaladas, lo mismo que don Camilo, que también habíamos heredado de mi abuelo materno.
Sin duda alguna aquella casa no era la misma. La agresiva chifladura de mis tías, cada vez más desmandada; la existencia amenazadora de aquellos Torralba que nunca se podría sospechar por dónde iban a salir; los chismes, ciertos o no, que circulaban sobre todos nosotros; la separación de mis padres, cada vez más irreparable, no en su aspecto formal sino como conflicto en sí, en sus desavenencias profundas al margen de las fantasmonadas del consejo de familia que ellos hubieran desconocido —¡buenos eran ambos!— de haberlo deseado realmente, todo contribuía, junto con los gastos verdaderamente ruinosos de mi padre, a desmembrarla y hundirla cada vez más.
El simpático dignidad estaba, pues, muy ocupado en sostener, aunque más no fuese, un apacible rostro farsantón de visita de cumplido, lo que resultaba muy molesto de advertir, pues todos sabíamos que no era así en confianza. Claro que también estaba don Camilo para hacer el gasto de la conversación, pero el noble anciano, hasta hacía muy poco tan vistoso y campanudo con sus explosiones oratorias y con su barba blanca separada en dos ramas, había empezado a momificarse antes de la muerte, y lo único para lo que parecía vivir era para las comidas prolijamente condimentadas y para los vinos hidalgamente apellidados.
Asunción y Lola, vestidísimas como para un sarao, manteníanse reservadas y con aire de ofendidas en lo alto de sus corsés, como si llevasen el busto en una canastilla o como si estuviesen asomadas al balcón de sí mismas. Pepa estaba algo más sociable, aunque la encontraba yo metida en una amable artificiosidad, un tanto nerviosa y excesiva, que me dio mucho que cavilar, acentuando esta sospecha el haber sorprendido a mamá, varias veces, mirándola con una extraña fijeza, como amenazante, lo que Pepita acusaba poniéndose encendida bajo la corteza de los afeites.
El tío Modesto, que no bien sentado a la mesa se bebió, seguidas, tres copas de vino blanco, apenas abría la boca para otra cosa que no fuese engullir, eso sí, con evidente satisfacción, grandes trozos de empanada de anguilas de río, que desaparecían en sus fauces como en un baúl, lamentándose, mientras seguía trasegando vino blanco en las grandes copas de agua, «de aquel indecente calor de Auria que privaba a todo dios de su natural apetito».
Cuando Joaquina entró con su guisado de lampreas, presentado en cazuela de barro, Modesto metió las narices en el recipiente, diciéndole:
—¡Detente ahí, estafermo! ¡A ver en qué han venido a parar en tus manos estos portentos de nuestros ríos! —y aspiró largamente.
Cancelando luego toda etiqueta sacó un trozo con la cuchara de palo con que había de ponerse en los platos a fin de que el exquisito pez no se deshiciese. Lo partió en dos con el tenedor, y sopeteando pan de Cea en la salsa masticó, mirando al techo con deleite. Luego extrajo un duro del bolsillo del chaleco y se lo dio.
—Toma para un trago, venerable Joaquina; cierto es que el zorro pierde el pelo y no las mañas. Sigues poniendo el mejor guiso de lamprea de todo este obispado y provincia. ¡El mejor, Quina, el mejor! —exclamaba sin dejar de masticar ruidosamente—. El mejor incluyendo el convento de Ervedelo donde hay un lego cocinero, ¡Dios lo bendiga!, que tendría que ser cardenal si las cosas de la jerarquía anduviesen como debieran andar. Y mejor que el cocinero de Su Ilustrísima, a cuyo episcopal pesebre va a parar lo mejor que da el río Miño. ¡Perdón, señoras y caballeros, pero para mí la lamprea es la verdadera misa mayor de este día!
Y poniendo los ojos en blanco, mientras embaulaba otro pedazo, exclamó: «¡Dominus non son dignus!» Portocarrero lo fulminó con una mirada, y murmuró algo entre dientes.
—¡Vamos, señores, a ellas! —continuó con rara locuacidad, él, que siempre hablaba punto menos que con monosílabos—. Sírvenos tú, Carmela; esas manos de bienaventurada no harán más que mejorar este maná con salsa.
Las tías estaban aterradas; Portocarrero se desentendió de la cháchara e inició una conversación con don Camilo que no le hizo el menor caso y no separaba los ojos de la cazuela, mientras mamá hacía los platos, enfrascándose, entre tanto, en el regusto del vino Priorato blanco, finísimo.
Cuando todos se sirvieron dos veces y el tío cuatro, instó a Joaquina a que hiciese su plato allí mismo, «pues la otra aldeana no lo había menester, mientras no fuese reduciendo la barbarie de su paladar», y la emprendió luego con el resto, que era una apreciable cantidad, arrebañando con la cuchara de palo la pringue espesa que todavía quedaba en el fondo. Otro tanto hizo con el cabrito lechal, asado a horno; y aun pidió «de aquellas perdices escabechadas que eran gloria de los Razamonde, digna de figurar en sus blasones y ejecutorias».
A los postres, cerró contra el roscón, grande como una rueda, y se zampó la mitad, mojando sopones en el vino tostado, que se sirvió en la copa del común. Luego la emprendió contra una colina de requesón, que doró, como haciéndola crepuscular, con abundante miel; todo ello sin dejar de picotear en las confituras y frutas escarchadas y en las riquísimas yemas de las monjas de clausura de Redondela, que en Auria, por una revelación especial del secreto, solamente hacían las Fuchicas.
Cuando trajeron el ron con el café, apuró de un trago la infusión y llenó el pocilio de la fuerte bebida. A estas alturas estábamos todos volados, menos mi madre, a quien la documentada voracidad del tío —uno de los más enterados paladares de la región— divertía grandemente, aparte del implícito homenaje a su cocina, pues Modesto, según él decía, no se dejaba convidar allí donde no daban más que «jigotes y bazofias con pomposos nombres de extranjis». Pero lo cierto es que no había manera de empalmar una conversación, preocupados todos por aquel apetito mitológico, por aquel hambre de semidiós, que arremetía contra los manjares como si fuesen enemigos, en callado soliloquio de mandíbulas crujientes y gruñidos deleitosos. Portocarrero echaba sondas a lo que se iba convirtiendo en irremediable sumersión alcohólica de don Camilo, y trataba en vano de anudar la hebra sobre los propósitos del nuevo diputado liberal. Lola y Asunción se habían puesto a cotillear en voz baja, agitadas e incómodas, y mamá seguía jugando al ratón y al gato mareando a Pepita con sus imprudentes miradas, que a la otra, a lo que se veía, le resultaba difícil soportar, y cuyo significado no se me alcanzaba. Cuando Modesto acababa de dejar limpia, como de lengua de perro, una fuente de natillas que los demás no habían querido catar, de ahitos que estaban, Asunción creyó del caso, mientras boquilleaba con ligeros sorbitos su anisete, lanzar una de sus jarabosas indirectas, envuelta en los dengues prosódicos de la zalamería tropical, que no pegaba ni con cola al propósito.
—Pué sepa usted —exclamó dirigiéndose, como más inofensivo, a don Camilo, que la miraba con ojos agónicos— que ayá, en Cuba, la gente e mu frugá… po el caló sofocante, casi como aquí hoy. Poque yo digo que hoy hase una caló tremenda…
Pasado un rato y cuando el tío se metía en la boca puñados de almendras de pico, de tres a la vez, insistió la cubiche, glosando la aparición de la caja de puros:
—¡Ay, mi Cubita linda, con loj hombrej fino que hay ayá! —y se abanicó histéricamente mientras Lola rechinaba con una risilla.
El tío le dirigió un ojo inyectado y burlón, y dejando apenas espacio entre carrillos y paladar para que pasasen las palabras por entre el bolo de los dulces, que le llenaba la boca de banda a banda, dijo, aludiendo al agitado abanico de la isleña:
—¡Deja ya tranquilo ese pay-pay, tú, que me estás poniendo nervioso!
La aludida cerró de golpe el abanico y la gibosa se hundió en su canasta de ballenas, como la tortuga en su carapacho. Pepita, viendo que el ambiente se nublaba, creyóse, como más experta en lides sociales, en el caso de interponer sus buenos oficios y lo hizo, tratando de dar con su voz media, lo que no consiguió; por lo cual, entre desgarrones del tono, y al tiempo que Modesto introducía en las fauces un ovillo de huevo hilado y una cucharada de guindas en aguardiente, logró decir:
—Estoy segurísima, mi dilecto pariente, que de nutrirme yo en la venturosa medida en que tú lo efectúas, no tardaría en verme presa de la gastralgia —y como el tío le echase encima los ojos relampagueantes ella desvió la monserga hacia el canónigo, que estaba encendiendo una breva con deleite de buen fumador; espetándole, sin venir a cuento—: En cuanto a mí, sé decir, mi señor don José, que si por mí fuese, no iría más allá de ensaladitas y sopicaldos.
—¡Así andas, baldada del cuerpo y tísica del alma! —intervino brutalmente el tío—. Las solteronas —agregó— vivís requemándoos por los adentros, y debíais de pensar en reponer lo que se os arde.
Don Camilo, que reaccionara un tanto con el par de tazas de café que había ingurgitado, se mesó las barbas hacia los lados despejando la sonrisa. La tía quiso salir del paso con un golpe maestro de su tacto diplomático y lanzó una carcajada que le salió más falsa que una mula. La isleña aquerenciada asomó una cara consternadísima por el plinto del corsé, y la jorobeta, desentendida del diálogo, se aplicaba a los manjares; pues también ella, en todo silenciosa y contumaz, comía con la lenta e implacable seguridad de una lima. Mas ni esto, que siempre constituía un motivo de respeto y admiración por parte de mi tío, la libró de sus trabucazos.
—¿Ves? Esta me gusta; traga de lo lindo, a lo zorro, como los buenos, y no como yo que todo se me va humo de pajas. Claro está que lleva trabajo el llenar esas cavidades del hueso, entre las que tienen más lugar, para dilatarse, las entrañas de la cocción…
La chepuda sacó su aguijón y sin perder la serenidad ni levantar los ojos del plato, donde perseguía con el dedo unas laminillas de hojaldre, contestó:
—Te diferencias de los otros animales en que ellos, por lo menos, callan cuando comen.
—¡Bravo, gibosa! Así me gusta que salgas al ruedo…
—No hables que pierdes bocado, tragaldabas…
La cursi advino rápida con el sahumerio de su tacto social.
—Supongo que interpretarán ustedes estas expresiones como inequívocas pruebas del trato familiar que ustedes nos inspiran. De otro modo sería…
—Ahórrate la pelotilla, concuñada, que este par de vainas me conoce mejor que tú… Son antiguos plepas de Auria, como cada quisque… ¿Acaso te crees que si fuesen tenderos castellanos o cabilderos vizcaínos estaría yo de buen humor entre ellos?
—La urbanidad no reconoce clases ni fronteras —aventuró la tía, en el terreno de los principios generales.
—¡No seas burra, Pepita, y guarda esos relumbrones para cuando vuelva Pepín Pérez a arrastrarle el ala! ¡Qué volverá, no lo dudes! Vuestros amores coinciden con los eclipses totales; pero ahí están, qué demonio, eternos.
—¡Modesto! —intervino mamá severamente—, ya podías guardarte esas chanzas para la golfería del casino, que aquí no hacen gracia a nadie.
—¡Cállate, falsaria, que estás muerta de risa por dentro, como estos dos pájaros pintos!
—¡Tengo dicho! —agregó mamá con acento cortante.
Modesto, que la quería y la respetaba como a nadie, la miró con aire de fiel mastín apaleado y se dedicó a vaciar, en silencio, un frutero lleno de grandes higos regados.
—¡Es mucho Modesto éste! —comentó Portocarrero sonriente y con un dejo melancólico en la voz que traía, quizá, a su mente el pasado, como un eco de agitadas mocedades, gozadas y sufridas en común, en épocas de fuerte y fino romanticismo, cuando el burgo vivía su auténtico ritmo aristocrático y popular, la armonía de sus familias proceres y de sus antiguos gremios.
Yo estaba muy triste y desanimado, como siempre que me tocaba soportar ambientes regidos por la violencia y el sarcasmo.
Oyóse el repique para los oficios litúrgicos de la tarde, y don José de Portocarrero aludió a que estaba próxima su hora de coro. El tío Modesto encendió otro puro de la media docena que traía en el bolsillo de pecho y largó dos bocanadas de humo azul hacia la lámpara colgante. Casi inmediatamente se levantó y, sin tenderle la mano a nadie, se despidió con el gesto, dándole una ligera palmada en el hombro a mamá y a mí un pellizco en la mejilla. Y salió diciendo que iba al casino. En seguida nos levantamos todos como si el contradictorio nexo de la reunión hubiera sido el incómodo huésped que acababa de irse. A mí me mandaron a dormir la siesta.
Cuando al poco rato salí de mi cuarto, para ir a un lugar, oí que mamá y Pepita dialogaban apasionadamente, aunque en voz bajísima, en la penumbra del corredor. Me detuve ocultándome, y vi como mi madre le entregaba un envoltorio de papeles. Sólo pude oír las frases finales del raro coloquio, que fueron dichas con voz irritada y casi alta:
—La culpa es de tu imprudencia al haberlos leído. Esos cuadernos contienen mis anotaciones íntimas, donde se mezclan la fantasía con la lejana realidad.
—¡Ya te daré a ti fantasías, hipócrita, canalla! ¿Por qué tienes que mezclar en esas chifladuras el nombre de mi marido? No por ti, que eres capaz de cualquier cosa, sino por mi propio decoro, no quiero creer que haya nada de verdad en tales desvergüenzas de loca. Pero si llegase a saber…
La tía no contestó. La oí alejarse por el pasillo y bajar la escalera hacia su piso. Y oí también que mamá entraba en su gabinete, corriendo violentamente un cortinón cuyas anillas de madera tabletearon con sonido óseo.