CAPÍTULO XX

Mamá, que esperaba mi regreso en la ventana, bajo a recibirme en el descanso del primer piso. Tenía los ojos tristes y brillantes y las manos indecisas, como doloridas, todo lo cual denotaba en ella ansiedad y disgusto. Me acompañó hasta mi cuarto y se quedó para ayudarme a que me quitase el traje y a ponerme un delantal. Le pedí que me dejase puestos los pantalones largos hasta la hora de la siesta, con el firme compromiso de no arrugarlos.

No pareció muy interesada por los detalles de la ceremonia, que escuchó con una sonrisa ausente. Todo denotaba que había ocurrido algo. Cuando mamá caía en aquella resignada preocupación era que algo referente a mi padre andaba de por medio.

Apareció Blandina, la criada nueva, una brava chiquillona de catorce años, que nos habían mandado de la aldea, para avisarnos que estaba en el recibidor «un hombre de afuera», de parte de Obdulia, la ecónoma y barragana del tío; Modesto. Nos encontramos allí con un jornalero que puso en manos de mamá una canasta de ciruelas Claudias, olientes y doradas, y un inmenso haz de lirios blancos. Dio una peseta al muchacho y ordenó a las criadas que se quedase a comer con ellas en la cocina, como era de uso cuando venía algún trabajador o rentero de nuestras tierras.

Mientras mamá disponía parte de los lirios en dos floreros, que eran unas grandes manos de opalina sujetando sendas cornucopias, en el chinero del comedor, me fui a la cocina a sonsacar a la vieja sirvienta, sobre la que yo ejercía una tiranía cariñosa pero resuelta, y a merodear sus cacerolas, pues no podía más con el hambre.

La abordé con las manos metidas en los hondos bolsillos del pantalón, lo que acentuaba mi aplomo y autoridad. De acuerdo con su táctica habitual empezó por no darse por informada de que yo había entrado. Estaba decorando con lengüetas de bizcocho unas natillas. Decidí atacar el asunto de frente.

—Quina, ¿qué le ocurre a mamá?

¡Vaia, meu homiño! —dijo, como siempre, ajena en el primer instante a la pregunta que se le dirigía si ésta implicaba algún compromiso en su respuesta—. Gracias ao Señor que te vexo. Nin siquera viñeches a darme un bico nin a mostrarme o vestido novo[7].

Me di cuenta de mi injustísimo descuido y traté de disfrazarlo.

—Después hablaremos de eso, dame ahora algo de comer que me caigo, y dime, de paso, qué es lo que tiene mamá —y la miré de lado esperando el efecto. Ella siguió trajinando en sus fuentes y peroles, inalterable.

¡Qué ten, que ten…! Todos temos algo nesta vida, meu neno. ¡Así Deus me dea, que a ninguén lle faltan alifafes! Toma este vasiño de leite para ires matando o rato, senón non terás logo apetite de comer[8].

Joaquina sumaba a la raposería natural de aquellas aldeanas, el sutil tacto adquirido en su relación con los caracteres arbitrarios y tumultuosos de mi familia, a la que venía sirviendo desde casi medio siglo atrás. De antemano sabía yo que tendría que repetirle la pregunta media docena de veces y que sería contestada utilizando la más parabólica jerga, y eso siempre que no trajese ulteriores consecuencias y nuevos embrollos. Pero tampoco, en modo alguno, arriesgaría ninguna franca negativa a contestar. Mientras se iba ablandando de recelos, abandonando, con lentitud y ensañada casuística, su prosear salmódico, hasta ofrecer un claro, por el que yo me tiraría a fondo con energía de amo, continué estimulando el progreso de sus respuestas, mientras mitigaba mi hambre, apenas entretenida con la leche, arrebanando los perrajos de natillas del fondo de un cazo de cobre con los restos de los bizcochos, cortados para la minuciosa decoración.

Estaba la cocina toda abarrotada de marmitas, fuentes, ollas y cazuelas que expedían olores entreverados y magnos. La criada nueva abrió el horno y golpeó con la yema del dedo un roscón buscando el sonido parcheado de su punto. Las dos asistentas, que venían durante el día para los trabajos mas pesados, andaban, por allí, calafateando aquella inmensa cocina que ofrecía siempre la pulcritud de un laboratorio intacto.

Desque un vai vello —continuó Joaquina sin preguntarle yo nada— ninguén lle fai caso, meu homino. Pero xa sabía eu que virías a vermé[9].

Salió una de las mandaderas enarbolando el roscón y dejando en el aire un rastro de maravillas olfatorias. Joaquina se limpió la boca sumida con un recanto del mandil blanquísimo.

Dáme acá un bico, agora que vés santo —le acerqué la mejilla, sin dejar de remoler el bizcocho, y me beso repetidas veces, con sus labios fríos y duros. Luego continuó en voz de rezo—. Eu non che son das que ando con andrómenas, como as culipavas das túas tías, pero querer quérote como quixen á túa nai, como vos quixen e vos quero a todos… como a luz destes ollos que case xa non te ven[10] —agregó temblándole la barbilla y a punto de llorar.

—No te pongas así, Joaquina, no hay para qué ponerse así… ¿Qué pasa?

Pasa que vos teño lei, que lle teño a lei a esta casa, agora tan disgraciada…[11]

—¿Por qué tan desgraciada?

¡Ai, meu homiño, ogallá que nunca ti medraras para non teres que saber as cousas desta vida![12]

Las lágrimas brotaron de sus ojos opacos y blancuzcos desflecándose por las arrugas de sus mejillas. Desde algún tiempo atrás la firmeza, que pareciera inquebrantable, de aquella reliquia, se iba desmoronando como si verdaderamente la socavase el llanto que ahora asomaba a sus párpados con el menor motivo.

—¡Vamos, Quina, que no quiero verte llorar en un día como hoy! A ver…: ¿qué ibas a contarme?

Limpió los ojos con la punta del delantal, suspiró, compuso el rostro hasta donde le fue posible y mandó a la asistenta restante a no sé qué menester, con el evidente propósito de alejarla; luego alzó por el lado derecho sus siete sayas y refajos hasta dejar al descubierto la policroma faltriquera, hecha de piezas sobrantes de la costura, que llevaba sujeta con una baraza a la cintura, y dijo, mientras cacheaba entre rosarios, dedales, alfileteros y demás enseres que allí se amontonaban:

Meu homiño, a vella Quina goréntase moito de verte tan cumprido de corpo, tan lanzal e xuizoso, neste día que recibiches ao Señor. Tamén eu che teño un regalo. ¡Veleí tes![13]

Y sacando la mano de la faltriquera la abrió dejando ver en su cuenco una grandiosa y resplandeciente onza pelucona de oro.

—¡No, no, Joaquina! —exclamé retrocediendo, casi asustado—. ¿Para qué quiero yo eso?

Gárdaa para a cadea do reloxo, cando sexas grande. E non digas nada a ninguén, meu ben —yo cogí la enorme moneda con extraño temor. Joaquina calló y fuese a destapar una tartera de barro donde probó una de sus ilustres salsas. Luego se sentó a medias en el ángulo de una artesa baja y continuó—: Estas onzas, e moitas máis, tróuxoas mei pai de Cádiz, onde estivo, aínda solteiro, na guerra dos gabachos, con don Belintón[14]. Contábase que llas sacaron aos franceses, que as roubaban nos mosteiros —sonrió con una mueca de huesos, y añadió, como para sus adentros—: ¡E algunhas aínda quedan… para cando eu case! E eso que os meus parentes ventaban por elas como cans perdigueiros, os condanados… hi… hi[15].

En labios de la vieja Joaquina, que permanecía contumazmente aldeana en indumento, mentalidad y verba, a través de tantos años de ciudad, el romance fundamental adquiría de inmediato una pátina de leyenda. El tema era lo de menos para su innato don de narradora, maestra en graduar los efectos y en situar la acción, aun la más real y próxima, en un trasmundo de lejanías. Me dio mucha desazón el no poder seguirla, desandando los caminos de aquella limpia onza Carolina, que parecía acabada de acuñar y que apenas lograba yo abarcar con mi mano en el bolsillo, mas no podía perder tiempo, si había de enterarme de lo que sucediera en mi ausencia.

—Ya me contarás todo eso, Quina, insistí. Pero dime ahora qué le ocurrió a mamá. No estaba disgustada cuando yo me fui…

Pregúntalle a ela, meu homiño, que eu xa sabes que estou xorda e case non vexo[16] —atajó con sorna aldeana.

—No empieces, Joaquina, que ya sabes que yo nunca cuento nada de lo que me dices.

Volvió pronto Blandina con un botellón de vino blanco, viejo, y se puso a rociar un estofado. Las carnes de la zagalona, rojiza de cabello y clara de piel, se sacudían con el asperjado del mosto; sacó luego una jarra del alzadero y la llenó extrayendo el agua de un tinajón de arcilla, de los que había dos en el cantarero, avellocinados con una pelusa de rocío. Luego la vi sacar un vaso fino de una alacena para ponerlo en un plato, por lo que deduje que acababa de llegar un invitado, trajeado de cumplido en aquel riguroso día de junio, y llegaba aspeado de sed. Cuando me disponía a insistir, apareció mamá, vestida ya para la mesa, con una blusa de batista de cuello bajo y canesú rizado y una falda de alpaca con anchas lorzas contrapeadas del mismo género y ahuecada, en ruedo de campana, por la enagua de almidón. Ceñía su cintura, esbeltísima, un gran cinturón de charol, azul marino, cerrado por una hebilla de similor terminada en ángulo agudo sobre el vientre. Su pelo, en entera coca aviserada, le cubría la mitad de la frente espaciosa y dejaba al aire sus lindísimas orejas, decoradas por rosetas de turquesas menudas, sujetas a tomillo. Al cuello llevaba una cadena de oro de tres vueltas de la que pendía un dijereloj francés, con tapa de esmalte, recogido en onda el conjunto y fijado, con pasador también de turquesas, sobre el seno izquierdo.

—¿Qué haces aquí todavía? —exclamó con algún desabrimiento—. Ya sabes que no me gustan los hombres en la cocina. ¡Mira cómo has puesto el delantal! —efectivamente, tenía un lagrimón de natilla sobre el pecho, que me raspó con un cuchillo. Luego me tomó por un brazo y me sacó de allí. Joaquina ni volvió la cabeza, como ignorando la escena.

Me hizo lavar las manos en el lavabo de su gabinete, y me arregló el pelo sujetándome el tupé con un toque de pomada y ahuecándome las rizadas patillas mediante unos tirones de peine.

—Me parece que será mejor que no te pongas la blusa para ir al comedor —dijo, con el mismo tono desapacible.

—¿Qué te pasa, mamá?

—No me pasa nada. ¿Por qué ha de estar siempre pasándole algo a una? ¡Mira que eres testarudo! ¿Te crees que no me di cuenta de a lo que fuiste a la cocina?

La miré en silencio con un triste reproche en los ojos. Me acercó su cara luego, y en un transporte de efusión, exclamó riendo:

—¡Ay, qué hijo tan pamplinero tengo, Virgen Santa! ¿Viste? Ya te despeinaste otra vez.

—Fuiste tú, mamá —protesté llorando, sin saber por qué.

—Tienes razón, hijo. Vamos, ponte la blusa que ya están todos, y Modesto estará al caer.

Me ayudó a ponerme la blusa, me repasó el cabello y luego se quedó inesperadamente inmóvil, con la mejilla pegada a la mía.

—¿Quiénes vienen, Carmeliña? —pregunté para interrumpir aquel agobiante silencio. Y sin separar la cara me contestó, con tierna enumeración infantil, acompañando los nombres con un vaivén del cuerpo, como si me meciese:

—La tía Pepita, la tía Lolita y la tía Asunción, que por cierto están furiosas las dos porque no entraste a saludarlas…

—Pero, ¿en qué quedamos? ¿No me tienen prohibido entrar antes del arreglo, y nunca se encuentran arregladas hasta después de las once…?

—… el tío Modesto, don José de Portacarrero, don Camilo el procurador, y para de contar.

En uno de aquellos prontos míos, que no hacía nada para evitar, precisamente por una especie de obscura intuición de que eran imprudencias, pero imprudencias llenas de sentido, exclamé:

—¿Y papá? ¿Por qué no viene papá un día como hoy? Un año vino desde París, otro desde Lisboa, aun estando enfadado contigo; tú misma me lo has dicho. Y hoy que, además del día de Corpus, es el de mi primera comunión, no está aquí, aun estando en el pueblo…

—Lo esperé hasta ahora mismo —dijo mamá con voz rencorosa, poniéndose en pie—. Para tenerlo a él me privo de mis hijos, alejados por su mala voluntad… Creo que desde hoy ya las cosas no tendrán remedio.

Se oyó la campanilla de la escalera, agitada en su fleje por un enérgico tirón y quedó luego repicando un rato con temblores intermitentes, cada vez más débiles.

—Ahí está Modesto. Vamos.