Después del día de Vísperas, aturdido de campanas, transitadísimo de aldeanos y forasteros, con su vistoso «folión» nocturno en la Alameda del Concejo, el limpio cielo negro del verano triunfal surcado de globos de papel, las repentinas corolas de los cohetes de lucería, abriéndose al final de su alto tallo de chispas, las ruedas de fuego y los «castillos» de bengala, y la caprichosa iluminación «a la veneciana», encargada a los mañosos portugueses de Braga, llegó, envuelto en suntuoso junio, el de la gran fiesta, oliendo a lilas y a hinojo. El ambiente festival era una cosa que se veía, se oía, se respiraba, como una atmosférica presencia que entrase por todos los sentidos hiriéndolos dulcemente, inmersos en aquellas imágenes, que daban de sí su alegría intacta, inacabable, como perpetuas fuentes del placer. Era el día de las cosas sin tasa, de ponerse encima todo lo mejor y lo más nuevo que se tenía, de gastar dinero sin pensar en el mañana, de hundirse, hasta el dolor, en los manjares y golosinas. Los inconvenientes de esta furia vital —indigestiones, chichones, lamparones— que restaban como saldo del glorioso día, no ocasionaban disgustos, riñas ni remordimientos, y eran algo así como nobles heridas recibidas en la batalla del goce, consentido por el celo ritual y el frenesí de aquel día en que lo sagrado y lo profano se entretejían dándose mutua incitación y relieve.
Me despertaron las alegres «dianas y alboradas» que subían de la calle, ejecutadas por las bandas de música del Municipio, del Regimiento y las venidas de otros pueblos, y por las gaitas, que enternecían, con su saudoso trémolo campesino, las pétreas estructuras de la ciudad.
Muy temprano, me vistieron con el hermoso traje que el Tijera de Oro había dejado hecho una pintura. Desde las primeras horas estaba la casa llena de un cálido olor a alta repostería destacándose de entre la suma de las cochuras, el aroma de las tartas de almendra, lo que convertía mi ayuno, que había de prolongarse hasta muy cerca de las dos, en un suplicio intolerable. Criadas y asistentas zumbaban, afanosas y excitadas, en la cocina como abejas en un panal.
Entre los primeros que llegaron a verme estuvo Ramona la Campanera, envuelta en su tufo de aguardiente mañanero, que subió un instante, entre dos toques, a felicitarme, y Matilde, la pobre tullida que pedía limosna en la gradería de entrada a la catedral. Transigí con el beso de Ramona, a condición de que me prometiese, una vez más, llevarme un día al altísimo campanario. Hizo la extraña mujer grandes carantoñas y extremos a propósito de mi traje, moviendo todos los músculos de su cara pecosa, aplastada y hombruna, metiéndose a cada paso los dedos entre el pañuelo de la cabeza y el pelo de estopa que se le desvedijaba por todas partes. Danzó a mi alrededor, pequeñarra y movediza, asombrándose de cada detalle, y salió con la misma agitación, después de haber dejado unos churros, que nadie comería, envueltos en un papel rezumante de aceite.
La pobre Matilde no se atrevió a besarme en la cara y me besó en una mano. Luego me regaló una medalla de plata muy borrosa, con un San José, aún caliente del contacto de su pecho. Me llamó caravel y me apretó, desde el suelo, contra sus andrajos limpísimos, estrechándome por la cintura. Cuando iba a emprender su penoso descenso, arrastrándose apoyada en las manos, que era su manera de andar, la llamé por su nombre y la besé en la mejilla. Con la emoción le dio una especie de hipo y salió asperjando bendiciones.
—Así me gusta —gallipaveó la Pepita—, que ofrezcan esas tempranas pruebas de humildad.
—Yo no lo hago por humildad.
—¡No me repliques…! No olvides el estado de gracia. A ver, levanta esa pierna —puse el pie sobre el borde de una silla y me pasó los dedos en pellizco, por la raya del pantalón. Sentí de nuevo el infinito placer de verme con pantalones largos y de poder hundir las manos en los bolsillos tibios y hondísimos.
En esto apareció mamá, que andaba desde muy temprano patroneando la complicada cocina del día, y que en lo atañedero al indumento dejaba que Pepita ejerciese sus derechos de madrina, aunque bajo su estricta vigilancia para que no se le fuese la mano en los primores. Encontró que la blusa «no estaba bien asentada de plancha», lo que ocasionó un diálogo no por breve menos apasionado, tras el cual me quitó la prenda y se la llevó. La tía me recogió un poco más los tirantes, pues no se me veían bien las chinelas, y sentí una vez más la tibieza del género en toda la pierna y aquel picor de las asperezas de la sarga en las pantorrillas, tan delicioso como el golpe rítmico de las botamangas, al andar, en el empeine y en el contrafuerte del calzado.
Se alejó unos pasos para ver el efecto de las hebillas de plata sobre el charol y amohinó un gesto de cejas peraltadas y balanceada cabeza, que en seguida substituyó por otro de concentrada atención que vino a posarse en mi pelo. Seguidamente sentí el golpeteo sordo de la barra del cosmético asentándome otra vez la base del tupé y el arranque de las patillas, rizadas con tenazas calientes.
Entró de nuevo mamá, con la blusa marinera cogida por los hombros, oliendo a plancha. Pero el momento más emocionante, tanto que casi se me caen las lágrimas, fue cuando mamá, arrodillada, a mi lado derecho, me fijó con unos hilvanes en la manga el brazalete de seda en el que había bordado una Eucaristía con la paloma del Espíritu Santo en realce, y que terminaba con dos bridas colgantes, fileteadas por galones y flecos de oro.
Después de otra corta discusión, también vehementísima, sobre si debía llevar a no puesta la gorra, se resolvió que sí, pues tendría ambas manos ocupadas con el devocionario y el cirio de la ofrenda. En caso de apuro, Pepita, que defendía la tesis de la gorra, me prestaría ayuda, pues quedó definitivamente resuelto que sería ella quien me llevase a la catedral, ya que mamá tenía pocas ganas de aguantar miradas impertinentes y, por añadidura, las visitas familiares y de cumplido que luego había que hacer.
Puse los pies en la calle tan liviano como si en vez de andar volase sobre el crí-crí de mis chinelas de charol, hechas, con suavidades de guante, por Juanito el Pepino, zapatero litúrgico de obispos y dignidades. Los hojalateros, que holgaban, domingueros y lavadísimos frente a sus tabucos, me miraron y me sonrieron como a cosa propia. La señora Florentina, la del pan, que tenía allí contiguo el tenderete, ahuecó su cara de hogaza, dejando ver los dientes, como gastados por una línea y quiso, a toda fuerza, meterme una rosca en el bolsillo; cosa que la tía impidió con un gesto imperial y una seca impertinencia aludiendo a que «en casa sobraba el pan». Al vernos llegar, las Fuchicas revolotearon en su alero y, en volandas también, bajaron de su chiribitil recibiéndonos en el portal de la casa, fantásticamente enchorizadas en unas túnicas de percal gris, muy ceñidas al cuerpo y llenas de pegujones de masa y de lamparones grasosos a causa de la repostería casera que ejercían, excedidas de encargos en tales solemnidades. La flaca me besó con repelente succión de vampiro y la gorda con la unción de su belfo húmedo, como lardoso.
La tía me pasó ligeramente el borlón de los polvos de arroz por la cara, lo que siempre me hacía escupir, y nos fuimos en seguida, mientras las Fuchicas nos gritaban desde la puerta, sin duda para darse pisto ante el vecindario, que volviésemos por allí a la salida, que me tendrían preparado un buen cartucho de merengues y «pitisús». Al pasar frente a la taberna del Narizán apareció el tío Modesto, avisado de nuestra proximidad por el Pencas, zagal de la diligencia de Verín y medio espolique suyo. Surgió de la fresca penumbra vinosa con un vaso del blanco entre sus dedos de catador, y yo pensé que estaría vendiendo algún pico de la cosecha vieja, pues no era hombre de tascas. Me tocó la mejilla con dos dedos olientes a mosto y exclamó, sin mirar a la tía:
—¡Bien amariconado te llevan! ¡Lo que es hoy, el beaterío de tu casa no se privó de nada! Pasa por el Casino, que está allí el barbián de tu padre —me puso un par de duros en el bolsillo del pito y pegó la vuelta, después de haberme echado una mirada indescifrable, que también podía ser de ternura, aunque muy lejana y contenida.
Cuando habíamos dado unos pasos la tía musitó, con voz destrozadísima:
—Me relevarás del sinsabor de conducirte hasta la presencia de tu padre —y se abanicó con una prisa desproporcionada a la temperatura ambiente.
—Iré yo solo, y tú me aguardas enfrente, en el comercio de los Madamitas. Vuelvo en seguida —dije esto con tanta seguridad que no replicó palabra.
Doblamos por la plaza del Recreo y enfilamos por la calle del Seminario Conciliar de San Fernando, llena de señorío que salía de asistir, en Santa Eufemia del Centro, a la misa de diez. Pronto me vi naufragado en los «¡Ay, qué monísimo!» «¡Qué traje caprichoso, Pepita!» «¡No sé a quién sale este chico tan guapo!», y otras pamemas de las señoras que encontrábamos, cuyas manos, enguantadas de cabrilla de colores, oliendo rabiosamente a peau d’Espagne, me producían repugnancia y fastidio al rozarme las mejillas. La tía se deshojaba en excusas farsantonas sobre mi elegancia, al mismo tiempo que colocaba su ponzoña.
—Todo fue improvisado, ¡haceos cuenta…! No hay humor para nada con tantos disgustos… Una cosa sobre otra. Claro que el pequeño no tiene la culpa, pero…
Desde el asunto de mis padres se evitaba, con zorrería provinciana, el aludirlos en mi presencia y ninguna de aquellas bambolleras, que no servían ni para descalzar a mi madre, me dio recuerdos para ella, como era de elemental cortesía en Auria. Su serena belleza, su cuna limpísima y la valentía de su carácter, que desde muy joven le atrajeran el afecto y la admiración respetuosa de los hombres, eran prendas que jamás le habían perdonado aquellas cursis que aprovechaban toda ocasión para tratar de meterle el diente.
En cuanto llegamos frente al Casino la tía me dejó, y con mucho garbo, pues salerosa sí lo era, se fue hacia el comercio de los Madamitas, recogiéndose la falda y dejando ver la blanquísima escarola almidonada de las bajeras, que acompasaban su paso con un acartonado crujido.
Crucé la calle de esquina a esquina, orgulloso de que me dejase ir solo, con el pantalón largo y el cirio rizado, que blandía como el bastón de un mariscal. Mi padre, que estaba sentado, con otros, en los sillones de mimbre de la acera, se levantó al verme llegar y salió a mi encuentro muy ruborizado. Me cogió por los brazos y sin decirme nada me alzó en vilo y me besó en los labios. Me posó luego y me sacudió los polvos de arroz con su pañuelo de batista, mascullando algunas palabrotas, naturalmente sobre las tías. Estaba magnífico con su traje a cuadros diminutos, en gris y blanco, de chaqueta más bien corta, entallada, con ribetes de trencilla negra, el estrecho pantalón con los bolsillos al bies y su alto chaleco de solapas, cruzado de bolsillo a bolsillo por una cadena de oro con saboneta y guardapelo. Se sentó quitándose la bimba gris, y el sol le encendió los vivos oros del tupé. Me retuvo entre sus muslos, mirándome un largo rato, y luego me dijo:
—¡Estás guapote, jovencito! Tienes a quien salir, no hay duda…
—Claro, a ti —exclamó un veterinario, llamado Pejerto, famoso por sus impertinencias.
—Hablas como tus pacientes —repuso mi padre, que no perdía una—. ¿Acaso los hijos son sólo del papá?
Se callaron todos, allí donde las lenguas adiestradísimas no dejaban nada indemne, y yo agradecí aquel tácito homenaje a la belleza de mi madre. Era criterio formado en toda aquella venenosa camarilla que mis padres estaban enamorados, aunque no se entendían, pues, tal como teorizaba don Jesusito Cavestañ, un magistrado de la Audiencia dado a la filosofía, «el amor va por un lado y el discernimiento por otro, cuando la casualidad los junta, uno acaba matando al otro».
Fuéronse acercando aquellos caballeros y celebraron, sin ambages, mi apostura y vestimenta. Uno verdoso, delgado y altísimo, a quien llamaban don Narciso el Tarántula, con chalina a lunares y sombrero de haldas, que tenía fama de algo arqueólogo y gran ateo, dijo, con una voz resonante de bajo profundo, que parecía no pertenecerle:
—No sé cómo consientes estas pamemas, Luis María. Se empieza por estos simulacros y perifollos de juerga mística y se acaba en el oscurantismo. ¡Estás criando un retrógrado!
—Son cosas de las mujeres, Narciso. Algo hay que dejarles de los hijos. Cuando sea grande ya pondré mano en ello —repuso mi padre.
—De tales transigencias sufre luego el país.
—¡No fastidies, tú! ¿Qué concho tiene que ver el país con que mi hijo vaya un día a la catedral a tragar una oblea amasada por las Fuchicas y bendecida por Su Ilustrísima, don Antolín? De lo que sufre el país es de que vosotros andéis manoseándolo a diario con la soba de tantos escrúpulos y teorías.
—Es cuestión de principios, Luis María —insistió el Tarántula—, y de severidad para sostenerlos con lo privado de la conducta. Siete hijos tengo y ninguno pasó por las horcas caudinas del agua lustral. ¡No faltaría más!
Y con la misma se inclinó para mirar, con curiosidad mezclada de desdén, la Eucaristía bordada en mi brazalete. Luego, alejándose hasta el borde de la acera y, al parecer, sin que tuviese relación una cosa con la otra, sacó el labio inferior y sopló sobre las losas un lavativazo de escupe amarillo a causa de la hedionda tagarnina que andaba fumando.
Todos ellos me dieron pesetas y me palmearon la cara, llamándome buen mozo, presumido y otras lisonjas. Alejo, el adamado y viejo conserje, con su papo de rey, su melena de fígaro y su sonrisa de alcahueta, llegó de los adentros del casón recreativo envuelto en el permanente olor a colillas nocheras, pues el salón de la timba, que estaba barriendo, daba allí, contiguo. Traía en una mano la escoba de palma, y en la otra una copita de vino tostado, en un bandeja, en la que también lucían unas galletitas. Apenas mi padre, después de haberme puesto su pañuelo como babero, me acercaba la copa a los labios, cuando se oyó un alarido que salía de tras las piezas de cotí, puestas en columnata a ambos lados de la puerta del comercio de los Madamitas. Era la voz de mi tía lanzada en filos de diverso grosor, todos ellos dramáticos.
—¡Bichín, el estado de gracia! —rocié la acera con el buche delicioso, apenas paladeado, y me quedé confundido. Mi padre miró severamente hacia la tienda frontera, y, limpiándome los labios, pidió un vaso de agua.
—¿Y ahora, papá?
—¿Ahora, qué?
—No sé si podré comulgar. No tragué nada.
El Tarántula, desde su butaca de mimbre, expidió su opinión mientras jugaba con la trenza orejera de la que pendían unos lentes de oro con los pequeños cristales en forma de media haba.
—¡No habrán de faltarle días ni hostias, pequeño reaccionario!
Tuve ganas de darle un puntapié en la canilla a aquel sujeto turbio y acre.
—¿Y a usted qué le importa? —dije, sustituyendo una agresión por otra y mirándole de muy mal modo.
—¿Qué es eso, Bichín? —dijo mi padre con seriedad.
—¿Viste? Lo dicho. Aún no asamos y ya pringamos —abundó Pepe del Alma, el droguero, que también era de la cáscara amarga.
—Este pequeño, por mucho que hagas, ya tiene en el alma el virus ultramontano —agregó don Narciso con voz sepulcral.
—Así empezó mi primo Pampín —terció el otro— y ahí lo tienes en Mindanao, vestido de fantasma y convirtiendo leprosos. ¡Un plan de vida!
—¡No seas lambón tú también, Pepe! ¡A ti te caen peor que a éstos esas melopeas que leéis en El Motín y que atufan a cosa prestada y trasnochada!
—Cada uno habla según su cultura —terció Barrante, un empleado de Correos marcado de viruelas y escéptico conocido—, y el que claudique, allá él.
—No irá eso por mí —repuso mi padre—. Yo soy de los de al pan pan y al vino vino. Mi anticlericalismo es de hechos y no de retóricas cafeteras.
—Al que le pica, ajos come —agregó, indirecto, el Tarántula, ofendiendo con la paremiología, que es recurso de taimados.
—Eso de los ajos me lo aclararás luego —replicó papá con la voz llena de amenazas.
—Me va a ser imposible improvisarte un olfato.
—¡Caballeros! —terció un señor de edad, que estaba allí, al margen, leyendo un periódico—. Por ese camino llegarán ustedes a las vías de hecho.
—¡Qué de hecho —alborotó mi padre—, de deshecho, dirá usted! Hay caras que ofenden sólo con su presencia.
Como la discusión iba subiendo de tono y, además, Pepita ya había asomado diversas veces con el pañizuel de encajes moscardoneando sobre frente y mejillas, lo cual era en ella una muestra de gran impaciencia, papá me despidió con otro beso, diciéndome, con una rara firmeza, «hasta luego». La tía salió del comercio de los Madamitas y me miró espantada como si me faltase un pedazo. Yo iba pensando en que mi padre, de ordinario tan desprendido, no me había regalado nada, ni dinero siquiera, en un día tan señalado para mí. Anduvimos unos pasos y cuando llegamos a un lugar donde no era posible que nos viesen los de la acera del Casino, la tía, parándome con un tirón del brazo, inquirió con inesperado y dramático laconismo:
—¿Tragaste?
—No.
—¿Estás seguro?
—Segurísimo.
—Vamos, pues.