Cuando apenas faltaba una semana para el día del Corpus Christi, en el que solía realizarse la primera comunión de los niños de Auria, sobrevino, toda aspada de sustos, la criada Joaquina en el cuarto de costura donde mamá y la tía Pepita, nuevamente reconciliadas, pero aún mirándose de lado a causa de las murmuraciones del fragoroso entierro, asistían a la prueba de mi traje de ceremonia, que era de marinero, de sarga azul con anchos pantalones de campana. La presencia de Lisardo el Tijera de Oro, que en aquel momento estaba arrodillado a mis pies, manejando febrilmente el jaboncillo en las vueltas de la prenda, contuvo a la sierva en la descarga del aspaviento que traía preparado en los ojos llenos de noticias, y en el iniciado volatín de las manos. Ante el sastre se fracasó de gestos e hizo una seña a la Pepita, indicándole que alguien la esperaba abajo. A los pocos instantes fuese el Tijera de Oro, protestando de aquel defecto, que atribuía a un error de reentrado de la pantalonera, esa chambona, y que sería corregido ipso facto. La Pepita, que nunca obraba a derechas, salió con el pretexto de acompañarlo y como si no se hubiese percatado de la seña. No bien quedamos a solas, Joaquina se cubrió la cara con las manos moteadas de vejez, como negándose a mirar hacia alguna horrenda aparición.
—¿Qué pasa, Joaquina? —interrogó secamente mamá, a quien nunca agradaron aquellos extremos gesticulantes de la vieja.
—Están abaixo as Fuchicas[4] —balbuceó por entre los dedos, en su insobornable prosa regional. Mamá hizo un gesto contrariado, pero lejos de participar, al menos en apariencia, de los repulgos de la bondadosa estantigua, la calmó con palabras entre severas y afectuosas.
—¡Vamos, Joaquina, que ya tienes años para no hacer chiquilladas! ¿Qué te va ni qué te viene en que vengan las señoritas de Mombuey, a quienes no sé por qué tienes que llamarlas Fuchicas?
—Nunca eiquí viñeron sen traer calamidades, como a sombra do moucho… ¡Meigas! ¡Linguas pezoñosas![5]
—¡Silencio, Joaquina! Mejor harías en ir a ver lo que hace Blandina con las confituras… Llega hasta aquí el tufo del almíbar quemado… ¡Vete ya! Ya sabes que no me gustan habladurías.
—¿E logo vostede, alma de cántaro, non sabe que andan por aí apoñéndolle o conto da Pelana, dicindo que foi nesta casa onde se deron os cinco pesos para emborrachar a Xeló, o sereno, e que deixase entrar as mulleres na Catedral? ¡E aínda as defende…![6]
—Terminemos, Joaquina. Vete, hazme el favor…
Joaquina se alejó refunfuñando. Casi inmediatamente apareció Pepita y se paró en seco, en los medios, con la vista recta y fija hacia donde no había nadie.
—¿Qué mosca te picó? —preguntó mamá, tratando de reducir, con esta frase familiar, la expresión de turbulento mensaje que Pepita anticipaba con aquella entrada teatral.
—¡La mosca de la evidencia! Lo que eran vagos rumores son hoy certidumbre —continuó, sin moverse y sin mirar. Y añadió luego, con voz destrozada—: ¡Caerá sobre esta casa el anatema!
—Mira, Pepita, habla como todo el mundo y déjate de pamplinas. ¿Qué nueva infamia te han traído esas embrollonas? —repuso mamá con mal humor.
—No las llames así; esta vez son mensajeras indirectas de más altos poderes.
—¿Quieres dejarte de novelerías, estúpida? —gritó mamá, seriamente indignada—. ¿Qué altos poderes ni qué niño muerto van a elegir tales recaderas?
La Pepita, con los ojos alzados hasta casi ocultarlos en el párpado superior, declamó, manteniéndose con dificultad en el medio tono:
—¡No le darán comunión a tu hijo en la catedral! Las Fuchicas traen la noticia de muy buena fuente. Y habrá que meter muy serios empeños para que lo reciban en cualquier alejada parroquia. ¡He ahí tus genialidades! ¡Dies irae, dies illa! ¡Esto es el fin…!
—¿Qué no va a ser recibido mi hijo en la catedral? ¿Ignoran esos miserables quién soy yo? —exclamó mi madre, erguida, con una altiva gravedad que yo no le había visto nunca—. ¿No saben que desde hace cuatro siglos nuestra gente tiene asiento en el coro? No faltaría más sino que media docena de clérigos maragatos y vizcaínos vinieran aquí a plantar países. ¡Dile a tus emisarias, de parte de Carmen de Razamonde, que nos veremos las caras ésos y yo! No faltaría más…
—Es inútil, el asunto viene de la jerarquía…
—¡Aunque venga del Padre Santo! ¡Joaquina! —exclamó, lanzándose hacia la puerta.
—¿Qué vas a hacer, desventurada?
—¡Desventurada serás tú! —gritó mamá, volviéndose de pronto—. Y no vuelvas a arriesgar palabras como ésa si no quieres quedarte sin postizos —añadió con uno de aquellos prontos villanescos que tan salada hacían su indignación—. Pepita salió, hendiendo el aire con el perfil como una majestuosa proa.
Apareció Joaquina enjugándose las manos en el mandil y preguntando con sus iris blancuzcos perdidos en las huesudas cuencas.
—Anda en seguida a casa de don José de Portocarrero y dile a qué hora puede recibirme, hoy mismo; que se trata de asunto urgente. Y vete al parador del Roxo; si está allí todavía el peatón de Gustey, dile que venga en seguida a verme, que tiene que llevarle un mensaje a mi marido.
Esta última parte de la orden dejó a Joaquina asombrada y se quedó un instante, como esperando una rectificación.
—¿Qué aguardas, momia? —Joaquina volvió en sí y, haciendo crujir las bisagras de sus antiguas articulaciones, partió con su ágil trotecito de anciana diligente.
No bien salió la criada pregunté a mamá el porqué de recado tan increíble. Yo siempre supuse que, aun cuando nos quemásemos vivos, mi padre sería la última persona del mundo a quien demandaría auxilio aquella orgullosa mujer.
—No seas métomentodo, Bichín; déjame disponer, déjame hacer. Hay que cortar esas intrigas por lo sano y con mano dura, desde el mismo momento en que nacen, sin fijarse en los medios. Después… Dios dirá.
—Por algo don José me dijo, el último día que estuvo aquí, que consideraba acabada mi preparación y que, además, le resultaría muy difícil seguir frecuentando esta casa… —exclamé, como pensando.
—Pues seguirá viniendo, te lo aseguro. ¡No faltaría más! ¡Claro que vendrá! —concluyó mi madre, frenética.
Las gestiones fueron firmes y minuciosas. Mi madre ferió ruegos y amenazas. Anduvieron en ello, por la parte persuasiva, don Camilo, el procurador, anciano respetabilísimo que había sido amigo de mi abuelo, y por la parte compulsiva mi padre y el tío Modesto, que bajaron inmediatamente de la aldea con ese fin. Parece ser que el tío, no bien llegado, se encontró con el canónigo Eucodeia, al atardecer, en la oscura rúa de San Pedro; y, cogiéndolo de un brazo, le amenazó, de buenas a primeras, «con romperle la crisma, o mejor dicho, el cráneo, que la crisma era demasiada cosa para un canónigo». No tanto la amenaza personal cuanto la brutal frase, por su carácter genérico, cayó pésimamente en el Cabildo y estuvieron en un tris de perderse las negociaciones del viejo procurador, que lo era también de la Curia eclesiástica. Modesto fue instado por él a que quitase las manos de aquello y dejase que mi padre, como hombre de más mundo y de humor más gobernado, se entendiese con las gentes de sotana, asesorado por el mismo respetable picapleitos. Y, efectivamente, en la primera reunión que tuvo con tres de ellos, don Emilio Velasco, Eucodeia y don Pío el deán, mi padre, poniendo punto final a la entrevista, cuando apenas los otros habían terminado de disponer las baterías de su amanerada dialéctica, les dijo que, «o arreglaban el asunto del chico sin tantos ringorrangos del palabrerío o que no habría procesión de Corpus, que de eso se encargaba él». Y para final añadió, encasquetándose la bimba: «Que ya hacía tiempo que les tenía ganas a muchos farsantes e hipócritas y que al primero que volviese a mentar a su mujer, para envolverla en líos de la canalla, le daría dos bastonazos en medio de la calle, así fuese el propio sursum corda coronado». Y con la misma, salió del despacho de don Camilo, picando furiosamente el yesquero. ¡Buena manera de apagar faroles!
No resultó fácil abatir el terco orgullo de aquellos hidalgos y burgueses ensotanados que formaban el Cabildo, más avivado aún por las expresiones despectivas de mamá hacia la casta canonical, de las que no hacía el menor secreto.