Pero esta paz iba a durar poco. La vida de Auria, tan sosegada en la superficie, parecía estar siempre almacenando en sus honduras una oculta presión que luego surgía, con brío inusitado, por cualquiera grieta de la diaria rutina, como la descarga de una solfatara de la maloliente entraña del suelo. Esta vez la sarracina alcanzó con una salpicadura a nuestra casa, como si fueran pocas las calamidades que sobre ella se cernían. Pero si toda la verdad ha de decirse, y aunque la cosa quedó a medias sumergida en la incertidumbre, mi madre tuvo parte de la culpa por su manera especial de entender sus protecciones y caridades.
Analizando ahora su práctica e inteligencia de estos asuntos, me siento tentado a pensar que tales extravagancias, que a veces lindaban con el disparate, venían a ser una forma de nivelación de la forzada pasividad a que su clase social la sometía y la energía apasionada de su personalidad, relegada a la morigeración y al disimulo por su medio; un desquite, en suma. No había en el burgo persona criticada que ella no defendiese ni muchacha despreciada y caída con quien no hablase. Cuando Pilar de las Muías, una artesana bellísima, encajera de bastidor e hija de un alquilador de bestias, fuera rechazada por la comisión de reconocimiento de un baile de máscaras del gremio de ebanistas —lo que equivalía a una pública y perpetua fulminación social— a causa de unos rumores, desgraciadamente veraces, que terminaron en el más ostentoso y desafiante embarazo, mamá detuvo a la infeliz, nada menos que en el atrio de la catedral, a la salida de la misa de doce, cuando ya la barriga le llegaba a la boca, y habló con ella largo rato, prácticamente mientras duró el desfile, ante la estupefacción de todo Auria.
Doña María Palmés de Lema, una marquesa retaca y culona, famosa por su locuacidad y sus conocimientos de geografía política, la llamó a un breve aparte, en pasando.
—¿Te has vuelto loca, Carmela? ¿O te propones ponernos a todas en ridículo?
—No sé a qué te refieres, Maruja…
—¿Para qué hablas con esa desdichada?
—¿Te parece poco que sea desdichada?
La de Lema la miró desde la furiosa tembladera de sus impertinentes y se alejó dignísima.
Sin duda era un matiz de su inclinación antisocial el interesarse por las solteras «en desgracia». Muchas veces he visto entrar en mi casa a las tristes preñadas; venían a ella en los días últimos de su gravidez, demacradas y temerosas, no tanto por la próxima maternidad, que su carne sana llevaba con secreta alegría, sino por las tundas de los padres y hermanos que creían ponerse a cubierto, con aquellas bestialidades, de la deshonra que se les había entrado por las puertas. Venían a ella las primerizas, más aniñadas aún por la carga de su vientre impropio, con los ojos miedosos, melancólicos, como dulces animales asustados, con sus sienes hundidas y sus bocas renunciantes, con sus mejillas maltratadas por un llanto sucio y con sus manos repentinas sobre el vientre, al menor ruido, en gesto de defender la entrañable carga, aprendido en el temor de los amagados puntapiés de los brutos familiares. Mi madre las aconsejaba en misteriosos cuchicheos y, a veces, era llamada doña Florinda, la partera de la aristocracia de Auria, que acudía con notoria desgana y sólo por respeto a mamá, y se encerraban las tres en conciliábulo. Cuando andaba en una de éstas, ardía Troya con los zipizapes que armaban las tías, con sus habituales represalias de no subir a comer, sus espeluznos silenciosos al verla pasar, el zafarrancho de puertas y ventanas batidas y el varió simbolismo de un urgente viaje que jamás llegaban a emprender. Un día en que viniera a ver a mamá la pobre Antonia la Cebola, hija menor del barrendero municipal, que había caído por segunda vez, se pusieron especialmente molestas.
—¡Anda, jaleo —gritaba la cubiche—, que si eto no é la Inclusa, venga Dió y lo vea! ¡Toavía hemo de vérlaj poniendo er güevo en la propia ecalera…!
En esta ocasión la gibosa trotó veinte veces todos los peldaños de la casa, diciendo con ritmos histéricos: «¡No puede ser, no puede ser, no puede ser…!» Y cuando, al fin, se recogió a su cuarto, disparó su ponzoña hacia nosotros, envuelta en un graznido, por la ventana que daba al patio:
—Un día vendrán los hombres confundidos, a deshora, a llamar a esta puerta.
Mamá palideció de golpe y la Cebola, levantándose como aguijonada, bajó las escaleras como si las rodase. Casi en seguida se oyó abajo el chasquido de una terrible bofetada seguida de un grito, de un cuerpo que cae en tierra y de una loza que se escachifolla. Era muy fácil reconstruir la escena: el trompazo de la fuerte bigarda dio en tierra con la jorobeta, en una de sus crisis; la criolla huyó con su chillido de rata y la Pepita dejo caer la taza de tisana con que, en tales momentos, trataba de ahogar sus gaseosos sinsabores.
Pero mamá no cejaba. Y cuanta más resistencia hallaba esta particular forma de hacer el bien, más insistía, exagerándola en su publicidad y detalles. Mi padre jamás se metió en nada de esto, pues no sólo tenía por norma pasar altivamente por encima de todo cuanto fuesen cuestiones del mujerío, sino que, en el fondo, tal conducta lo halagaba y venía a pelo con su enemiga hacia la sociedad de Auria, regida por beatas, por funcionarios del reino, por curas ignaros y por traficantes venidos a más.
Este otro escándalo a que me refiero, había sido mayúsculo y, como casi siempre que tronaba gordo en Auria, había tenido que ver con la Iglesia, tan audaz en su intolerancia y en su soberbia, que esta vez ni se detuvo, sin ningún género de prueba, en señalar, entre los responsables, a mi madre, que llevaba dos de los apellidos más tradicionales y respetados de la región.
Exacerbó aún más aquel brío punitivo de la Curia, la circunstancia de que tal suceso vino a quebrar una carnestolenda litúrgica que organizaba para repatriar los restos del obispo Valerio: un santo auriense, lleno de humildad y desaparecido en la pobreza, que había dispuesto, al morir en una lejana diócesis, ser enterrado humildemente en su ciudad natal y en el cementerio común; disposición que empezó por violar el Cabildo que se aferró al caso para hacer un despliegue de fuerzas, con motivo de la llegada de los despojos del justo, y ordenando que fuese sepultado en la catedral.
Los hechos ocurrieron así: popularmente se conocía a la Pelana, propietaria de la casa de lenocinio más lujosa de Auria, heredada por su primitiva dueña, como a una mujer de gran bondad, que no sólo repartía con las pupilas mucho de sus tristes ganancias, sino que hacía infinitas caridades. Nadie se acercaba a su puerta sin ser socorrido. Mientras los ruines tenderos alimentaban su fariseísmo dándoles a los pobres una moneda de dos céntimos cada sábado, luego de haberlos hecho esperar, en exhibición, un par de horas, la Pelana les daba un tazón de olla caliente, con buen compango; un vaso de vino y un par de reales; casi siempre ella misma les servía al abrigo del gran zaguán de azulejos, al que llegaban, desde el interior de la casa de pecado, las palabrotas y olores a pachulís de las pupilas. Y muchas veces forzaba la dádiva en metálico, cuando la situación «de sus pobres», que conocía con todo detalle, así lo requería. Se decía de ella, entre otras cosas, que había pagado los primeros estudios del hijo de la Silvana, una ciega que tocaba el acordeón y cantaba por las calles con bellísima voz, a la que le había salido aquel hijo que era un asombro de inteligencia, y que estaba terminando su carrera en Compostela, después de haber retirado a su madre de la mendicidad, protegido por un abogado de nota, que le tomó de pasante.
También era fama de que hacía llegar, bajo cuerda y dentro del más juramentado sigilo, su ayuda a algunas viejecitas de Auria, pertenecientes a familias principales, que habían ido quedando solas y desvalidas, contando para ello con recaderas tan prudentes y sagaces como la Veedora y Paca la Coja, que mantenían en la penumbra el origen de aquellas dádivas, insinuando, si acaso, que venían del obispado.
Por todo ello y por lo que el pueblo añade de legendario a las cosas de la rara bondad de los pudientes, la Pelana era muy querida. Además, dentro de su nefando trato, ella hacía una vida ya alejada de lo más directamente reprobable, y quienes la conocían de cerca decían que lo único que la retenía en el ludibrio de aquella existencia era su afán de no dejar en la miseria a muchos de sus protegidos. Había sido hermosísima y conservaba a través de los años una lozanía de carnes y una gracia popular, extrañamente mixturada con los finos ademanes aprendidos del señorío y con la palidez de su rostro y manos macerados de afeites, de trasnochadas y de años de enclaustramiento, pues no salía jamás si no era, según se decía, al amanecer, muy arrebujada y desconocida, para asistir a algunas misas en capillas extrañas y desiertas.
En los últimos tiempos su palidez se había extremado en pocas semanas, hasta adquirir un tinte amarillento, como pajizo, y sus ojos se habían ido hundiendo tras unas ojeras papudas y salientes, como de borracha. El rumor de que una grave enfermedad la minaba se hizo certidumbre cuando la criada del médico Corona dijo, en el lavadero público de las Burgas, que «la Pelana tenía un cáncer abajo».
Fue breve el proceso del terrible mal, y cuando las cosas se inclinaron a lo decisivo se hizo trasladar, desde los esplendores y comodidades de la casa de pecado, a una chavola de madera en las afueras, cerca de las Lagunas, donde una prima suya, vieja y algo idiota, tenía un pequeño parador para servir cerdas y un zaquizamí donde despachaba gaseosas y paquetes de picadura de tabaco a los jornaleros. Los días finales de la Pelana fueron de gran edificación, y los alrededores de la humildísima casucha viéronse día y noche poblados de gentes humildes que iban a ofrecerse, a llevar remedios caseros y a rezar hincadas en tierra, a veces en número tal que llegaron a preocupar al clero y a las autoridades. Dispuso de sus bienes, que no eran muchos —casi todo lo había dado en vida—, con gran equidad, entre su parentela que apenas conocía, pues había salido siendo una niña de su aldea para vivir en la abominación a donde la arrojara un portugués ambulante, serrachín de bosques, que la trajera a la ciudad después de haberla perdido. Entre tales disposiciones figuraba el cierre definitivo de la casa.
Cuando pidió confesión empezó a esbozarse el conflicto, pues ninguno de los curas de las parroquias de Auria quiso ir hasta el «castizo», donde agonizaba la pecadora, a suministrarle el pan redentor, insistiendo en que la llevasen al hospital, que era un caserón siniestro, lleno de hedores y de crueldades, resistido hasta por los pobres de solemnidad. Esta actitud causó gran irritación en la gente del pueblo y hasta en alguna de la clase media y de las profesiones liberales. Cuando estaba casi en las boqueadas del tránsito y los rezadores empezaban a amotinarse, apareció un clérigo medio loco, don Lucio Abelleira, que vivía entregado a unos raros estudios e invenciones para el aprovechamiento de la fuerza de las olas del mar y que subsistía gracias a las misas de manda y testamento, y de una pequeña y misteriosa ayuda que recibía de una sociedad inglesa. Don Lucio salió de la chabola, después de dos horas largas de confesión, y cruzó por entre el gentío con lágrimas en los ojos, murmurando como para sí: «Una santa… una santa…» El mismo padre Abelleira volvió al día siguiente trayendo el hábito de san Francisco con que la Pelana pidió ser amortajada y ya no se movió de allí hasta que la infeliz expiró, siendo su última voluntad que le vistiesen el sayal en vida, luego de pedir que le cortasen su preciosísima mata de pelo que había sido el orgullo de sus tiempos de vanidad. Fue también don Lucio, que estuvo sin pegar ojo cuatro noches, el único sacerdote que acompañó el entierro hasta el cementerio, cantando en voz alta, casi desafiante, salmos y responsos, durante todo el largo trayecto, tras los despojos que iban en un caja humildísima cubierta de percalina negra, por la que transparentaban las tablas de pino nuevo. El ataúd fue llevado a hombros por mujeres, cosa nunca vista en Auria, y seguido por gran muchedumbre. Las que lo llevaban eran cuatro gigantas silenciosas llamadas las Catalinas; unas aldeanas que venían al rayar el alba, desde su lejano lugar de la Valenzá, a ganarse un jornal picando pedernal, de sol a sol, para las obras de la carretera nueva.
Al llegar el imponente cortejo a la puerta del camposanto, que estaba en los altos de la ciudad, el conflicto adquirió su gravedad definitiva. El capellán del cementerio, cruzado de brazos, ocupaba la entrada, asistido del Paulino y el Elias, los dos sepultureros, armados de relucientes palas, y se negó en redondo a dar cristiana sepultura a aquellos restos. Las Catalinas posaron el ataúd en tierra y la muchedumbre, casi toda de mujeres, se replegó con un rumor de pasmo y de ira. Los hombres habían acordado no meterse en aquello, pero vigilaban en gran número, algo alejados, pues todo había sido combinado a fin de que el entierro coincidiese con la tregua del mediodía. Mientras don Lucio parlamentaba con el obstinado cura, hubo una rápida consulta entre las menestralas. Las Catalinas, en su calidad de aldeanas, manteníanse aparte de las puebleras, a los lados del ataúd, sin meter baza en sus deliberaciones, grandiosas, llenas de poder, con las chambras delgadas empapadas de sudor sobre los agresivos senos, casi visibles, y trasluciendo también sus espaldas musculosas, dignísimas en su grave fortaleza, como figuras de un grupo escultórico.
Después de la breve consulta destacáronse hacia el cura dos mujeres muy respetadas del pueblo, en realidad dos cimas dentro del prestigio de la menestralía: Balbina la cascarillera, una viuda que sacaba adelante cinco hijos cascando cacao para la chocolatería de Rey, y la María del Sordo, pulquérrima costurera de blanco, muy solicitada y querida por las familias de Auria, que quedara soltera a causa de una quemadura que había sufrido de niña que le había dejado la boca contraída cómicamente, como para un beso lateral, y un párpado derretido y lagrimeante, siendo, por contraste, el otro lado de la cara hermoso, y resplandeciendo en él un ojo de incomparable belleza.
Hablaron brevemente con el capellán, que era un tal don Blas, brutazo, con los mofletes acarbonados por la recia barba. Por los gestos se vio que insistía en su malhumorada negativa. La multitud empezó a remegerse y los hombres fueron apretando su cerco vigilante, mientras algunas mujeres y chicos se bajaban a recoger piedras.
Balbina y María del Sordo se volvieron y hablaron con las más cercanas, mientras las otras se arremolinaban en torno queriendo oír. En el tramo despejado entre la gente y la puerta del cementerio, estaba el ataúd, al final de una pequeña cuesta, de forma que resultaba muy visible para todos, custodiado por el recio grupo de las Catalinas, que allí se estaban al rayo del sol, quietas, con las manos en la cintura, como talladas en piedra y, al parecer, sin enterarse de nada. Continuaron unos momentos más las idas y venidas entre el cura terco y los corros de las mujeres agraviadas. En una de esas se vio a las Catalinas entablar entre ellas un breve coloquio, por encima del féretro, sin descomponer el ademán, y que fue más de miradas que de dichos. Y, de pronto, se adelantaron, arremangándose, hacia el cura y los enterradores, a los que, sin decir palabra, acometieron con tan certeras y hombrunas puñadas que los dos custodios de la pala rodaron por tierra, mientras el cura huía, alzando el balandrán a mujerengas, dejando ver las botas de elástico y las medias rayadas. Mas casi en este mismo momento se vieron aparecer a retaguardia, por el final de la calle de Crebacús, los charolados tricornios de los guardias civiles que habían sido avisados y que llegaban, en el sorprendente número de cuatro parejas, con el asesinato ya escrito en las jetas fatales y el mosquetón bajo el brazo, venteantes del crimen gubernativo. Los hombres se interpusieron en amenazante barrera y el tenientillo, que era de Academia, se adelantó a inquirir, con el espadín desenvainado, imponiendo contención a los números, por lo cual el sargento, que era de cuchara, lo miró con asco.
Se acordó que se dejase donde estaba el féretro, a cargo de una pareja de la benemérita y retirarse todos, tal como lo exigía el señor gobernador, a fin de reducir, en sus comienzos, lo que había calificado de «intolerable amenaza de motín», y destacar una delegación que fuese a discutir con él el asunto del entierro en sagrado.
Cuando la delegación de mujeres volvió, a eso de las tres de la tarde, provista del permiso de su excelencia, aunque sin haber conseguido el de la autoridad eclesiástica, se enteró, con gran indignación, que la guardia civil —sin duda obedeciendo órdenes emanadas del gobernador mismo—, luego de despejar de curiosos aquellos contornos, había hecho enterrar a la Pelana en el cementerio civil o de disidentes, inaugurado veinte años antes y del que continuaba siendo habitante único mi abuelo materno, don Juan María de Razamonde, sabio y filántropo de infinitos méritos, gran caballero y esclarecido masón, quien junto con el obispo Valerio, en el otro polo de la concepción filosófica aunque no de las prácticas humanas, había sido el más admirado y amado varón de las últimas décadas de Auria.
El pueblo, lejos de resignarse, se echó a la calle y hubo juntanzas y corrillos en cada barrio durante toda la tarde, que valió por un día de huelga, pues nadie fue al trabajo. Hacia el anochecer las cosas tomaron peor cariz y unos cuantos mozalbetes del gremio de fundidores, que era el más levantisco, apalearon a los faroleros, no dejándoles encender las luces en los arrabales y apedrearon las galerías del palacio episcopal hasta no dejar vidrio sano. Durante la pedrea se oyeron varios disparos, afirmando algunos que habían sido hechos por los guardias civiles parapetados en las cocheras eclesiásticas de la rúa del Obispo Carrascosa, y otros que habían salido del palacio mismo. A prima noche una comisión de mujeres recorrió las principales casas de la gente liberal de Auria demandando consejo. A su paso por la plazuela de los Cueros, las Fuchicas las atajaron blandiendo un crucifijo y llamándolas «zorras, bandoleras y condenadas», por lo que hubo una breve zalagarda de arañazos y repelones donde las Fuchicas llevaron la parte peor.
Según afirmaron luego las mismas Fuchicas, jurando por sus cruces, donde las «tías aquellas» habían recibido el plan preciso, que luego habían de poner en práctica, fue en nuestra casa, en la que, efectivamente, estuvieron a ver a mi madre; reunión que no pude espiar, pues se encerraron con llave en la saleta y hablaron cerca del balcón, en voz muy baja. En los días que siguieron no pude arrancarle a mamá otra respuesta que una sonrisa al parecer de satisfacción, como quien recuerda una peligrosa travesura.
A eso de la medianoche unas cuantas mujeres, encabezadas por las Catalinas y dirigidas todas ellas por una que se arrebujaba en un manto lujoso y que picaba menudo al andar, subían hacia los cementerios, que estaban separados por un muro, dando un rodeo por el callejón de la Granja, al amparo de las altas paredes que lo flanqueaban, y como fundidas en la espesa llovizna que caía a tales horas. Se las vio llegar al de disidentes, y a las Catalinas, con fuerza y decisión viriles, escalar las tapias y tender unas sogas. Desde adentro mandaron una escala de mano y fueron pasando casi todas, hasta unas doce, quedando fuera tres o cuatro para ventear si alguien llegaba. No hubo modo de encender las cerillas, que se empapaban en la raspa húmeda de las cajas, y fue preciso buscar a tientas la tierra recién removida; y aunque el cementerio, en previsión de los pocos herejes que Auria había de dar de sí, era pequeñísimo, de unas cincuenta varas de largo por veinte de ancho, el asunto fue trabajoso. Cuando una de las Catalinas dio con el sitio, al hundírsele, con susto, un pie en la tierra esponjosa, cayeron en la cuenta de que no había traído instrumentos con que librar al féretro de los terrones. Pero ya emprendida la hazaña y metidas en la aventura hasta aquel punto en que el miedo se trueca en furioso valor, las mujeres se abatieron sobre la fúnebre gleba y arrodillándose, animándose unas a otras con bisbiseadas expresiones, empezaron a sacar la tierra con las manos. Afortunadamente, hecha aprisa y de mala gana, la sepultura era de poca hondura, y muy pronto las uñas dieron en la tela del mísero sarcófago. El contacto con el macabro objeto dioles todavía más ánimo y en pocos instantes la caja era levantada a pulso, atada con las cuerdas, y sacada de allí por encima de las tapias.
En las primeras horas del día siguiente una noticia pavorosa corrió por toda la ciudad. El ataúd, conteniendo los restos de la Pelana, había sido hallado por el pincerna de la catedral en su primera ronda, antes de la misa de alba, en el mausoleo que esperaba, abierto, los restos del santo obispo Valerio. Sobre el lugar donde iría la lápida de cierre, veíase una tapa de madera con el siguiente epitafio, trazado en letras de negro chapapote, aunque con diestro pincel:
†
R. I. P.
María del Rocío Rz. Canedo
Natural de Sta. Cruz de la Merteira
Murió reconciliada con Dios
El 3 de mayo de 19..
A los 40 años de edad.
¡Rogad por ella!