Llegamos cuando ya estaban en los kiries. Cruzamos las naves del Rosario, a donde llegaban las oleadas del incienso y el espeso pleamar de la música. Teníamos que alcanzar el sitio, entre el presbiterio y el coro, reservado, en aquella ocasión, para los niños comulgantes. El órgano grande cubría casi todo un lienzo del muro derecho, sobre el coro, con las escalas de sus tubos de plomo que iban desde lo grueso de los cañones hasta lo delgado de los flautines; con sus ángeles trompetarios surgiendo, en atrevidos vuelos, del imponente artilugio; con los salientes abanicos de sus cornetas fusiformes, con sus cabezas de querubines de carrillos hinchados, soplando como eolos de mapa; todo ello envuelto en flámulas, agitado de palmas, accidentado por los incesantes mundos de la fauna y la flora, como si fuese la intención de los lejanos artistas que labraron aquella selva de tallas, el representar plásticamente el énfasis, igualmente barroco, de aquel apasionado mundo de sonidos. Bajaba la música en potentes caudas desde el alto arrecife de madera y metal o, de pronto, se aminoraba su fragor en levísimos trémolos para dejar desnudo en el aire el aleteo de un solo acorde y aun de una nota única, como un ave sobre el mar. La capilla de tiples, salmistas, tenores, barítonos y sochantres, reforzada, como en todas las grandes ocasiones, por elementos del ilustre Orfeón Auriense y por una orquesta adicional de oboes, clarinetes, flautas y el delicado mundo de las cuerdas, era, de tanto en tanto, envuelta, arrollada, aniquilada por el vendaval del órgano grande, centro, excipiente y norma de aquella tromba musical.
Saltando sobre las pantorrillas de los fieles arrodillados, farfullando excusas y dando algunos pisotones y codazos, conseguí llegar hasta la reja del altar mayor, frente a la cual se apiñaban los chicos solos, en hileras, del lado derecho; del izquierdo estaban las niñas, como una agitada espuma blanca, con sus largos velos de tul. Las familias principales, revueltas con los fieles de toda condición, se colocaban donde podían en el amplísimo espacio de los brazos del crucero, colmados de gentes. (Esto era lo que hacía que las familias de Auria abominasen de la basílica, pues en las parroquias se les asignaban lugares especiales). Dentro del presbiterio habían instalado un comulgatorio provisional, que luego alcanzaríamos nosotros penetrando en tandas por la puerta del Evangelio y las niñas por la de la Epístola. El retablo del altar mayor se elevaba unas veinticinco o treinta varas del suelo, hasta alcanzar los últimos ventanales, formado por casetones con imágenes enteras historiando la Vida, Pasión y Muerte del Señor, desde la Anunciación hasta la Ascensión. Entre los cuarteles iconográficos, en los paramentos, jambas y dinteles de la formidable obra, se desarrollaba un universo de agujas, pináculos, flechas y estalactitas trabajado en oros, azules y rojos del ojival flameante, sin que un sólo espacio de los entrepaños estuviese libre de los lanzales encajes de la madera. En la base del aéreo retablo estaba, separado de forma que se podía circular en torno, como en los altares antiguos, la mesa litúrgica, que era de planchas macizas de plata de un estilo posterior, de Churriguera, teniendo encima seis altísimos candeleros del mismo metal y, en medio de ellos, un Cristo de la escuela sureña, violento y crispado, como queriendo arrancarse de la cruz. Del lado de la Epístola, bajo dosel escarlata con franjas de oro, en un estrado de tres peldaños, el señor obispo, revestido de pontifical, con alba de finos bordados, capa pluvial de metálicos brillos y báculo de plata y oro, asistido por dos canónigos que oficiaban de diáconos, seguía la misa cantada levantándose y sentándose, yendo de la silla al altar y de allí a la silla, según los complicados ritos de tales funciones. En lo alto de la airosa farola gótica, sobre el crucero, los ventanales debatían su esgrima de colores. Todo el espacio vibraba, y los sentidos no tenían tiempo de gustar, con la debida calma, tanta y tan primorosa grandeza.
Su Ilustrísima intervenía en el sagrado oficio contestando al tumulto del coro con una voz solitaria, atenorada y casta. Después de cada pax vobis, la voz del prelado sucumbía bajo los et cum spiritu tuo, que bajaban de la capilla coral como cataratas. Era el obispo de Auria, por aquel entonces, un leonés carilargo, alto y soberbio de mirada, de unos sesenta años muy enhiestos, a quien llamaban el Torero por su garbosa andadura y por la manera, entre militar y chulapa, de llevar terciado el manteo. En el púlpito era hombre seco y duro, y sus escasos sermones tenían un acento tremebundo, que no casaba bien con las miríficas materias que solían servirle de tema y que nadie entendía. Jamás se refería, de cerca ni de lejos, a ninguna viviente contingencia de la política o de las costumbres, pudiendo sus discursos haber sido pronunciados, con idéntica propiedad, en cualesquiera de los vastos siglos de la historia de Nuestra Santa Madre Iglesia. En cambio tenía fama de ser, en privado, suave conversador y hombre de razones sutiles, un poco inclinado a la ironía.
Discurría la misa, magna y pausada, como si fuese a durar eternidades. Mezclábanse en el aire a los aromas litúrgicos, los perfumes de las damas y el olor a cuero, a sudor y a ganado de los labriegos que habían llegado en romería numerosa. Los diáconos andaban entre el altar y el coro en misteriosos paseos, precedidos del pincerna y de seis monaguillos, con túnica roja, roquetes blancos y algunos con casullas diminutas, graciosísimas, portando humeantes turíbulos. Diáconos y oficiantes saludábanse con amaneradas reverencias, se reunían en hieráticos consejos y esbozaban abrazos, tocándose hombros y caderas, con rígidos brazos de marionetas. De vez en cuando el señor obispo dejaba la silla curul y se acercaba al altar, hacía unos gestos, mascullaba unas palabras y volvía bajo el dosel, donde sus asistentes le quitaban y le ponían la mitra y le entregaban o le desposeían del báculo, mientras la música se despeñaba sobre la multitud en torrentes sonoros llenos de kiries, glorias, benedictus y neumas del aleluya, en la parte catequística del divino oficio, intensificando, cada vez con mayor ímpetu, su ciclón musical que no ofrecía más treguas que los solos que entonaba, con su hermosísima voz popular, Gonzalo el ebanista, primer tenor del Orfeón, o por la seráfica alegría de la de los niños sopranos y las fulminaciones del sochantre del Cabildo, un beneficiado aragonés, que blandía su terrible bajo profundo, como una mítica clava, para cantar los salmos, versículos y doxologías, como si todos ellos contuviesen amenazas sobre la inminente extinción del género humano.
Al comenzar la Consagración oyose un rumor de ropas remegidas y de pisadas presurosas y todo el mundo se arrodilló como pudo, quedando el templo en silencio expectante. El fragor de la música fue descendiendo y quedó apenas un hilillo en el órgano, como una cristalina vena de agua, que se prolongó durante el sublime momento de la Elevación, para abrir de nuevo sus poderosas compuertas en el amén del final del Canon, organizando ya las anchas riadas del Paternoster y del Agnus Dei que volverían a sepultarnos bajo el turbión de voces e instrumentos.
Después del ad pacem, el obispo se inclinó hacia los diáconos como para besarlos y luego éstos formaron una pequeña procesión con el pincerna, el maestro de ceremonias y los niños turiferarios, que vinieron a buscarlos desde el coro; luego volvieron todos allá para darles a besar los portapaces y relicarios, llevados ostentosamente, cogidos con estolas, a los canónigos y dignidades, y volvieron al presbiterio donde los besaron igualmente el gobernador, el alcalde y otros «fuerzas vivas», que ocupaban allí un sofá de talla, nada cómodo, y que sudaban tinta dentro de sus cumplidos levitones, en forma tal que, por dos veces, creí que el coronel del Regimiento iba a tomar el portante y marcharse, tanta era su impaciencia y tanto su apoplético desasosiego. El maestro de ceremonias, un andaluz repulido, joven, de finos labios rojos y diminuto pie, ordenaba, apenas insinuándolos, aquellos movimientos, con un bastoncillo de plata, deslizándose agilmente sobre sus chinelas, con alicatados saltitos de bailarín de ópera.
Apenas acabara de consumir el celebrante, bajo la tronada del Dominus, cantada a todo poder, cuando los Padres Escolapios, que eran quienes aportaban mayor número de niños, empezaron a agitarse y a dar voces de alerta, saliéndose tanto de su anterior ensimismamiento como si de pronto hubiesen desembocado en un campo de batalla.
Eran más de las doce y media y yo me sentía tan alanceado por el hambre, que se me iba a la cabeza. Los otros chicos, pasada la primera hora de asombro litúrgico, habían empezado a moverse y a parlotear en voz baja. En el grupo de los Salesianos, debió de ocurrir algún acto de indisciplina, pues se vio al Padre Papuxas, a quien apodaban así por su exagerado prognatismo, avanzar rápidamente hasta el centro de sus discípulos y darle un par de repelones a Pepito el Malo, y luego sacar de una oreja, como si llevase un animal repugnante colgado de los dedos, a uno de la clase de pobres, a quien llamaban el Peliquín, que había sido sorprendido royendo una onza de chocolate que, sin duda, le había sido obsequiada «para después».
Como estaba convenido, fuimos avisados por un triple campanillazo. Yo entré con la quinta tanda, que constaba de unos veinte muchachos. Al pasar, me encontré con los ojos de la tía Pepita, abiertos, casi desorbitados, en el rostro palidísimo, veteado por el corrimiento de la espesa capa de crême Simón. Le dirigí una sonrisa tranquilizadora y entré en el amplio recinto ceremonial, cuyo pavimento estaba recubierto por una alfombra roja, donde se apagaban los pasos.
Nos arrodillamos todos a la vez, procurando reproducir fielmente el gesto de unción que nos habían enseñado, y repasé mentalmente la oración del caso. Yo pensaba que aquel templo sonoro, lleno de cristiandad y fulgente de luces, nada tenía que ver con la inmensa oquedad, con el impresionante bosque pétreo, con la soledad abrumadora, bárbaramente activa, de mis frecuentaciones…
El obispo avanzó hacia el comulgatorio sosteniendo el copón con ambas manos, moviendo los labios y con los ojos en el suelo. Desde cerca me pareció mucho más viejo y más humano. Le asistía el reverendo Padre Eusebio, Superior de los Escolapios, llevando una bandeja y una palmatoria. Los niños, acompañados por la capilla y el órgano, cantaban el
Venid, venid, Jesús mío
por la vez, por la vez primera…
Muchas madres lloraban, tratando de disimular su emoción abanicándose, esparciendo por el aire el inoportuno aroma de los polvos de arroz. Yo estaba arrodillado cerca del marquesito de Altamirano, y teníamos en medio a Pepe el Peste, de la clase de pobres de los Hermanos Maristas, pues se había dispuesto, como prueba de cristiana humildad igualatoria, que comulgásemos señoritos y artesanos alternados, en las mismas filas. A medida que se acercaba Su Ilustrísima, murmurando latines y cogiendo delicadamente las Formas con rapidez y seguridad, sentí como un ligero desvanecimiento, sin duda causado por el hambre. El Peste le miró a los ojos con una tranquila desvergüenza y sacó toda la lenguaza para recibir la partícula, bajando luego la cabeza con artificiosa compunción y espiando con el rabo del ojo la escena que seguía, cuyo azorado protagonista era yo. Me asestó el Padre Eusebio la bandeja bajo la barbilla y me arrimó tanto la vela que tuve miedo por mi tupé. Su Ilustrísima trazó frente a mis labios, con la hostia, el signo de la cruz y la posó en mi lengua seca. Le temblaba ligeramente la mano y vi que tenía el vello de la muñeca chorreando sudor. Bajé la cabeza gozando de una extraña y delicada emoción, mientras acariciaba la insípida partícula contra el paladar cuidando de no herirla con los dientes. La fui luego abarquillando cuidadosamente con la lengua y la tragué entera.