Me curaban los reventones de los labios con toques de miel rosada y me daban a beber pequeños sorbos de agua y vinagre; también a causa de la calentura me ponían sobre la frente interminables paños de agua fría. En Auria, donde todo era sabido a los pocos momentos de ocurrir, y a veces antes, se dijo que me habían dejado solo en la catedral a la hora del cierre de mediodía y que me desvanecí de miedo, luego de haber golpeado las grandes puertas y de haber gritado enloquecido por las naves. Una criada del procurador Pastrana, que vivía callejón por medio, frente a la parte posterior de la capilla de las ánimas, afirmaba haber oído voces aterradoras a la hora de la siesta; cosa que no podía ser verdad, aunque alguien las hubiese dado, pues las paredes tenían allí un espesor de más de cinco varas de piedra sillar y las lucernas se hallaban a más de veinte del suelo. Llevada por su afán de mimar la primicia, la criada reprodujo, durante semanas, ante todo el que la quiso oír, aquellos tremebundos brados, que resultaban, más que gritos de un chico, aullidos de una bestia adulta y feroz.
En realidad, tales habladurías tenían por único fin el poder motejar, una vez más, de locas a mis tías —pues se dijo que Pepita me había olvidado allá adentro— y de extravagantes a mis padres, que no hacían ningún caso de mí. Esta última explicación era la de las gentes de calidad y la utilizaban para poder añadir como final remoquete: «tales padres tales hijos».
—Esa loca dejó allí al chico y salió pensando en las musarañas o cotorreando con cualquier galán. Y cuando se vio solo y encerrado, habrá gritado como un demonio; luego le dio el ramo de locura, que siempre les acomete a los Torralba, y se fue a tirarle de la cortina al Cristo. ¡Y claro, el Señor le castigó privándole del sentido!
—No me negará usted que eso es un sacrilegio, don Juan Manuel, en cualquier tierra de garbanzos.
—De ninguna manera, doña Herminia. No hay sacrilegio sin conciencia de su comisión.
—¡Buena doctrina es ésa! Así anda el mundo lleno de malicia y de irresponsabilidad, con sus buenos ribetes de ateísmo. Un chico, sin malos ejemplos, no haría tal desatino, caballero.
—No tiene usted razón, señora. Los Torralba son farfantones y violentos, pero de ningún modo herejes. Y a Carmela no puede usted aludirla como origen de malos ejemplos. ¡Esa santa!
—No tan santa, no tan santa… No voy a negar que es una mujer honesta a carta cabal, pero en punto a materias de la fe, vamos a dejarlo ahí… Luis María y Modesto son un par de tarambanas, capaces de cualquier irresponsabilidad, a cuenta también de su teoría de usted, o sea de ampararse en el desconocimiento del alcance del mal que pueden causar con sus badulacadas. ¡Y que el chico es raro, se ve a las leguas!
—Ese pequeño es una chispa y dará que hablar si no se malogra; y si no al tiempo…
—Esa criatura, si Dios no baja las manos por él, será otro jacobino, patente o disimulado, como muchos que hay en este pueblo desdichadísimo, sobre el que un día caerán los fuegos de Sodoma y Gomorra.
—¡No querrá ser eso una alusión personal, mi señora doña Herminia!
—Peor es menearlo, mi señor don Juan Manuel.
Tal conversación dará la muestra de lo que se habló en Auria, y la escuché, todavía una semana después, en casa de mis primos, los Salgado. Este menudo suceso, como todo otro acaecimiento, por insignificante que fuese, bastó para agitar durante meses, hasta que otro más reciente vino a sustituirlo, el quieto ambiente del burgo, que esperaba siempre estas pedradas en la charca para sentir conmovida su superficie.
Yo creo que lo que en realidad me sucedió, fue que me sentí invadido por un sueño dulcísimo y que me quedé tendido sobre el escalón del comulgatorio, hasta que me encontró allí, cuando ya la alarma de mi desaparición había cundido desde mi casa al vecindario, el canónigo fabriquero del Cabildo, don José de Portocarrero, cuando, acompañado del pincerna, hacía su habitual recorrida de prima tarde, antes del coro.
Don José era un hombre corpulento, un poco congestivo, de grandes manos labriegas y cabeza hirsuta y potente, Sus cejas, negras y abigotadas, prestaban a su rostro un aire de primitiva violencia, pero, por debajo de aquellos peludos alerillos, asomaban unos ojos agrisados, brillantes, optimistas, llenos de dulzura infantil a la par que de penetración madurísima. Era visita de casa. A mí me quería mucho y cada vez que le atosigaba con los infinitos «porqués» que a mí mismo me planteaba el templo, me palmeaba las mejillas llamándome «sietelenguas» y me mandaba a jugar con los otros chicos, prometiendo decírmelo todo «cuando fuese grande».
Las muchas veces que me encontraba perdido y temblón en aquellas soledades, solía decirme: «¡Qué andarás tú tramando por aquí, perillán! ¿De dónde te viene esa manía de andar por la catedral cuando no hay nadie?» Luego me pellizcaba los carrillos y me mandaba para casa, no sin antes advertirme, una y otra vez, casi con las mismas palabras: «El templo es para el culto y no para venir a él cuando no hay nadie ni ocurre nada, a pensar tonterías. Si sigues así serás un hombre triste y raro. ¡Hala, líscate para la calle!»
Gracias a la afición que nos tenía don José de Portocarrero había sido yo perdonado las dos veces anteriores que me encontró el pincerna o tornacás —echaperros—, como le llamaba el pueblo, en la capilla del Cristo, a solas y en actitud que fue calificada de sospechosa, y que la intervención de clon José ante el Cabildo rebajó a pueril y atolondrada. Desempeñaba por aquel entonces el oficio de pincerna, pertiguero o tornacás, un aldeano cetrino y malhumorado de mediana edad, a quien llamábamos Nerón, por mote, a causa de su mala catadura. Los días de gran función intervenía en los ritos vestido con una amplísima pénula de enormes mangas caídas, igual al color del revestimiento del oficiante. Llevaba en la mano una alta pértiga de plata e iba tocado con un peluquín blanquísimo, terminado en un bucle semicircular a la altura del cogote y de las sienes. Como el Nerón era de estatura muy cumplida quedábale la hopa casi a media pantorrilla, viéndosele por los bajos del brillante ruedo de brocado los pantalones de tela dura, y por las mangas caídas, las de su aldeana camisa de estopa. El pincerna, además de sus funciones auxiliares en el ritual —donde venía a ser una especie de lacayo del maestro de ceremonias— desempeñaba otras de limpieza y policía, ayudando por las mañanas a las mujeres que barrían el templo y trajinando el resto del día de aquí para allá, metiéndose en aquella inmensidad de capillas, escaleras, recantos, bóvedas y escondrijos sin preciso nombre, ora despabilando una vela corrida, ora armándole trampas a los ratones; reponiendo aceites, sopesando «cepillos», despertando beatas y expulsando perros. Todo ello acompañado por el tintineo del llavero colosal y por los abruptos ruidos de pasadores enmohecidos y de fallebas chillonas que despertaban ecos impropios, repetidos por las altas naves.
En los brazos de este indiferente cristobalón litúrgico me desperté, pues fue él quien me cargó cuando allí me encontraron, de los que me deslicé apenas vuelto en mí, intentando echar a correr, lo que impidió el canónigo fabriquero cogiéndome duramente de un brazo.
—No puede ser, Luis, no puede ser; esta vez tengo que llevarte y dar cuenta de todo —me había dicho con palabra pesarosa pero enérgica. Y efectivamente, me llevaron hasta las salas capitulares, donde estaban vistiéndose los canónigos para el oficio diario del coro. En dos palabras musitadas aparte, don Emilio Velasco, magistral del Cabildo, fue impuesto de todo, y éste a su vez llamó al penitenciario, y después de un breve conciliábulo de cabezas juntas, durante el cual ambos me miraron con asco y extrañeza, se vinieron hacia mí. Era don Emilio un castellano viejo, seco, de alta estatura, color ahuesado y duro el mirar de sus ojos brillantes, pequeños y negrísimos como de alimaña. La última vez que me llevaran allí, por algo mucho más venial, me había tenido apretado entre sus rodillas, estrujándome a preguntas malévolas que nada tenían que ver con el suceso y que se referían a los hábitos y sucesos de mi familia. Temía yo que aquella escena se repitiese, seguida de las risillas y zumbas con que los otros canónigos, sobre todo los de la región, recibían las complicadas preguntas que me encaminaba el solemne castellano, con terrible seriedad, y el salaz desgaire con que yo las barajaba y respondía.
Posó clon Emilio en mí sus ojos de tejón y comenzó con su complicada monserga:
—¡Contesta, infeliz! Esa satánica curiosidad que vienes denotando, ¿es propia o es inducida?
Yo le miré mohino, sintiendo en mi cabeza la turbidez de la pasada crisis y en el estómago los retortijones del hambre. Y antes de que pudiese soltarle el afilado disparate que me hormigueaba ya en la punta de la lengua, intervino el canónigo Eucodeia, un navarro titán, fanático, conocido por la acritud de su carácter, por sus pésimos sermones y por su fuerza de toro, diciendo, al mismo tiempo que me pinzaba una oreja con tal presión como si el lóbulo fuese a hacerse papilla entre sus dedos:
—No se moleste usted con preguntas sublimes, don Emilio. A estos crios chiflados, productos de casas irregulares e histéricas, lo que hay es que darles una somanta de vez en cuando que los deje baldados, así se les bajarán los humos. Si me lo dejaran a mí por mi cuenta…
Don José terció, repentino, cogiéndome de un hombro y poniendo una cara de tan grave altivez y de tan indiscutible y desdeñoso señorío como yo no hubiera esperado nunca de su natural llanote y campesino. Ante el gesto de mi protector, la mentecata solemnidad del formalista y la barbarie del gigante quedaron por igual desarmadas.
—¡Dejen ustedes al niño! Ya me cargan estas farsas… Yo sé por qué hace lo que hace. También yo fui chico y no estoy seguro de no haber andado en lances parecidos. Son algo más que meros caprichos y travesuras; nadie es responsable del alma que recibe al nacer… Y quédese esto aquí y dejémonos de parodias inquisitoriales, que los chicos son después grandes y no está la Iglesia tan sobrada de amigos como para andar sembrando malos recuerdos en los espíritus. Peor que las tonterías que hace este perillán sería que no aportase por aquí.
Y con la misma, sin soltarme ni decir más palabras, cruzamos el claustro gótico, y, poniéndome en la puerta de la calle del Tecelán, me dio suelta como a un gorrión hacia el lucerío de la rúa, diciéndome mientras me alejaba:
—Si te vuelvo a ver por aquí a horas indebidas seré yo el que te dé la zurra que te ofreció ese bárbaro de Eucodeia. ¡Hala para casa, pillaban! —yo me alejé con las orejas ardiendo, la frente baja y las manos en los bolsillos. Me tambaleaba de hambre y sentía la cabeza como vacía.
Entró mamá trayéndome un cocimiento de tilo y malvavisco, que yo me negué redondamente a tomar. Dejó la taza en la mesa de noche, pues ella sabía bien cuándo era inútil insistir y cuán poco obedecían a simples caprichos mis decisiones. En realidad yo me sentía bien, y todo lo que tenía era hambre. Además, don Pepito Nogueira, el médico, había dicho que no se le volviese a llamar por aquellas cosas, que yo no tenía nada y que nada podía hacer contra la innata configuración de mis nervios y humores. Prescribió el jarabe de ruibarbo de siempre y una vaga pócima de bromuro, que tampoco tomé, naturalmente.