Traspuse el patín desierto y furiosamente asoleado, y entré en el templo por la puerta del Perdón. Crucé la nave del Rosario, esquivando la amenaza del san Jorge, con su lanza suspendida sobre el dragón del aire, arbitrariamente adosado a una pared por un juego de grapas que mantenía el gran caballo de madera con su jinete en un galope áptero de naturaleza increíble.
No sabía bien a lo que iba. Muchas veces entraba en la catedral así, sin designio cierto. La inmensidad de su estructura, su silencio, el color y el olor de su atmósfera, sin duda influían en mi estado moral y físico, nunca supe si para bien o para mal. A veces era como si aquel silencio me redujese a mí mismo, cuajada de pronto la interna dispersión en un punto de interior solidez; y otras, en cambio, me sentía como desleído en sus penumbras, como sorbido por un grato y moroso vampirismo que me postraba en una tibia inmovilidad de desmayado.
Entré en la capilla del Santísimo Cristo, que a tal hora se amodorraba en una sombra espesa llegada de los rincones, con olor a pábilo y a siglos, tan sólida que parecía sentirse, al andar, su resistencia como una mano blanda, inmensa, posada contra los huesos del pecho. La ranciedad del aceite votivo chisporroteaba en los lampadarios de plata y cristal, que eran como rojizos faros en aquella negrura. Los altos vitrales, en su embudo de roca, traían desde la calle, a través del espesor del muro, una luz de fondo lacustre, transparentada de santos y profetas, y ésta era la única mención del día fulgente que estrellaba afuera sus solazos contra las lajas de las rúas. Anduve unos pasos con las manos extendidas y tropecé, sin verla, con la mesa de las cuestaciones, entapetada de veludo, y mis dedos dieron justamente en el pequeño crucifijo de marfil, que apreté un momento, con gesto involuntario, sintiendo el cuerpecillo amuñecado como un frío contacto de cosa muerta. Comprendí que no iba bien, puesto que la mesa de las limosnas se hallaba a uno de los lados, y rectifiqué la dirección apoyando la mirada en la curva del barandal de bronce del nuevo comulgatorio, que recogía en un punto de su convexidad pulida las pequeñas luces dispersas. Al llegar al barandal lo sentí oblicuo, como algo tropezado en el duermevela y me coloqué bien para arrodillarme frente a Él, que estaba allí, a cinco varas de altura, tras el pesado cortinón de peluche, que no se podía descorrer si no era por manos autorizadas y en fechas severamente marcadas por el ritual. Me resultaba siempre un espectáculo de magia aquel lento advenir de las cosas que iban amaneciéndome en el fondo de los ojos, anunciadas por sus brillos y relieves para irse completando en hondura y volumen, lentamente. A los pocos instantes se hicieron presentes, como si vinieran flotando por un túnel de oscuro escarlata, los símbolos de la Pasión, bordados en haz de abundante oro sobre la gruesa felpa de la cortina; fueron después amaneciendo los bulbos, florones y bruñidos de los seis enormes candelabros de plata dispuestos a ambos lados del sagrario, y las tablas de los evangelios, con marcos de oro vivísimo, a los extremos del altar. Con lentitudes de pincel despacioso, iba la luz desencantando aquel alto mundo de capiteles y crujías, ornadas con el rudo universo animal, floral y frutal del convencionalismo gótico. Entre yo y la bóveda, ya visible por una rasante luz cristalina, como nacida de las piedras, empezaba a interponerse un nubarrón de espesa y no obstante, vaporosa calidad; era el baldaquino, con su inestable delirio de formas barrocas, que empezaba a dibujarse contra el dovelaje de las piedras antiguas, enarcadas en poderosa y limpia curva eterna. Un dinámico apeñuscamiento de visiones superpuestas fue concretándose luego en la entraña del sólido nubarrón, poblado de serafines rampantes, de espiriformes cornucopias, desbordado de pomas y racimos, con sus cartelas de crispado contorno; los torsos anatómicos frustrados, de repente, en miembros de ramajes fugitivos, los florecimientos policromos en la sublevada geometría de los acantos y las columnas en fofa torsión visceral; todo ello crepitando en silenciosa alharaca de incendio frío, dignificado el conjunto por los colores asordados y los oros tristes, polvorientos, crepusculares.
Sosteníase el ingente nubón airosamente en el cielo de la capilla, descargando su peso sobre los hombros de cuatro arcángeles gigantescos, largos de diez varas, oblicuamente tendidos a través del espacio, sonrientes sus inmensas caras de niños, como para desmentir el esfuerzo, vestidos con rutilante armadura romana, yelmos de plumas esculpidas y rígida loriga hasta la mitad de los potentes muslos desnudos, que apoyaban sus pies, como barcas, en las distantes pechinas… Todo ello labrado en un tumulto de troncos de castaño que habían perdido la más remota relación con la materia originaria, transmutada en resplandor y vuelo.
En los testeros laterales los retablos renacentistas del Descendimiento y de las Mujeres de Jerusalén sosegaban, con un patetismo más noble e indirecto, el «tempo» apasionado de aquel rapto de la madera.
Cuando todo estuvo ordenado en sus justos términos y luces adecuadas, sentí que me volvía la tentación, casi incontenible, de otras veces y quise huir, también como otras veces, pero aquel día no pude. Sabía yo, por los monaguillos y por los niños de coro, dónde estaba el hilo de la roldana que dejaba el cuerpo de Dios al descubierto. En muchas ocasiones había visto la tremenda imagen por las fiestas y novenario de la Santa Cruz o en la fiesta mayor de Auria, que era la del Corpus Christi. La prodigalidad de las luces, el apeñuscamiento de los fieles y la obligada distancia, no eran condiciones suficientes a mitigar la doble sensación de atracción y terror que metía siempre en mi alma aquella figura desolada que destacaba, apenas sin contorno, del fondo de los viejos brocados. Era como si en aquella presencia, tan inerte y activa a la vez, se concretase todo el inmenso poder del templo. La tentación de verlo, frente a frente, de cerca y a solas, había llegado, por veces, a serme tan irresistible que me levantaba bruscamente, como perseguido, y cruzaba el templo, en desalada carrera, buscando la salida con un ansia de liberación corporal frente a un peligro prodigioso e inminente. No era la prohibición estricta de descubrir la imagen lo que me contenía, sino la secreta responsabilidad de abrir las esclusas de no sabía qué aniquilantes misterios.
Pero ese día mi estado moral, la perturbación de mi voluntad, puesta por mis padres en aquel brutal trance electivo, me hacían ajeno a mí mismo, insensible a fuerza de sentirme vivir y deseoso de afrontar la aventura, como si sus revulsivas consecuencias fuesen los elementos que yo necesitaba para volver a mí o para aniquilarme en un tan alto portento que necesitaba la complicidad de Dios.
Me defendí unos instantes barboteando oraciones informes, donde se amontonaban fragmentos entremezclados como si quisiera buscarles nuevo sentido a las que lo habían perdido ya a fuerza de repetirlas en sus ritmos apacibles, rutinarios.
De pronto salí de mi postración, como alucinado; subí por la pequeña escala lateral, disimulada en las ensambladuras del retablo, busqué a tientas la manivela de la roldana, que chirrió extrañamente, y descorrí la cortina de un tirón.
Consciente de la violación volví, con la cabeza baja, sin mirarlo y me arrodillé de nuevo en el comulgatorio. Allí estaba, frente a mí, tan cerca como sólo lo habían tenido los oficiantes, desplegado como una inmensa voz que venía de todas partes, como un vivo resplandor hiriente que me envolvía. Sí, estaba allí con su brutal severidad, su costillar escueto, sus descarnadas tibias de osario, sus larguísimos brazos de embalsamado. Las manos y los pies desdibujábanse hacia lo obscuro en una especie de borrosidad carcomida, y el pelo de muerto le caía, lacio y lateral, sobre la mitad del rostro hundido en la clavícula, hasta mezclarse con la barba larguísima, también de pelo natural.
De la cintura, increíblemente consumida, pendía, en vez del sudario, un faldellín de terciopelo carmesí, con franja de amatistas y brillantes que, por contraste, hacía resaltar, aún más patética, aquella tremenda muerte esculpida. La media cara visible, a través de la lacia pelambrera, mostraba una demacración de mejillas hundidas y pómulos gangrenosos y salientes, y el párpado recogía, en su grieta, un hilo de luz distante elaborándolo en reflejo de lágrima sobre la revuelta pupila.
Allí estaba, frente a mí, el Santísimo Cristo de Auria, con su enigma inviolable para la razón del arqueólogo y con su obscura potencia para el alma porosa del fiel. Su origen lo sitúa fuera de todo raciocinio de épocas y escuelas, y mucho más que la grandiosidad imperial de los Cristos bizantinos o que las sedentes moles coronadas de los románicos, este gigantón, ulcerado y escuálido, desplaza de su ruda invalidez un agresivo dominio que hace abatir la frente, sudar la espalda y temblar las rodillas. A través de su evasión de la forma vital, a pesar de ser todo muerte y trasmuerte, conserva un recuerdo tan patente de la materia sufridora, que resulta pura y vibrante mención y riguroso lenguaje del más hondo dolor transmisible. En su forma tan lejana y veraz, es y no es; su apariencia es ya trascendencia, vive por la grandeza de su no vivir; y, sin embargo, su insensible despojo alude, con muda e hiriente lengua, a un sufrimiento temporal que alcanza, como un dardo, a la responsabilidad del contemplador, que se transforma en ejecutor, para sentirse luego descendido, desde aquella altísima impavidez condenatoria, a su propia conciencia contrita donde ha de buscar, a solas, el entrevisto perdón.
El Santísimo Cristo de Auria no incita al contento estético ni halaga el alma con la armonía del canon imaginero; penetra en los instintos primarios, alanceándolos por las hondas vías del terror obscuro; nos lleva a la esencia por la presencia, ya que Él mismo está en el punto de deslinde entre lo que es representada realidad y una arrolladora energía que puede enajenarnos, lanzándonos a la imitación o al arrobamiento; y el contemplador puede seguirle en la peligrosa invitación hacia el vuelo o quedarse, humillado de labios y corazón, en la viscosidad tristísima de sus pústulas y desgarrones. Es Dios y Hombre como no logró serlo jamás ninguna imagen; no encanta, ni siquiera ordena: anonada.
Yo traté de calmar mi agitación todavía sin querer verlo, apoyando la frente en el frío barandal. Comprendía que aquel no era momento para el juego pueril y arriesgado a que me entregara, desde lejos, en otras ocasiones, y que consistía en probar cuánto tiempo resistiría mirándole fijamente. La idea de intentar a solas aquella pugna de miradas me iba dominando y quise huir una vez más, pero no pude. Además, ¿para qué? Aguantaría allí, tundido y solo, todo aquel rigor, que era como un torrente implacable, a la espera de una amistad hecha de resistencia, que resolvería para siempre aquel dramático forcejeo, grotesco de desproporción, que existía entre el templo y yo, centrándome en el vaivén del impulso y de la contención, entre mi amor y mi espanto, para gobernar aquel poder, más que simbolizado, vivo, en el escuálido despojo de un cuerpo de madera. Quería, mudo, fuerte y esperanzado, ponerme a merced de aquella pulsión arrolladora, de aquella fuerza casi irónica, de tan segura en su poder, de aquella energía que me venía de Él para alejarme de Él.
Lo miré un instante y bajé de nuevo los ojos. Un rombo de luz verde, suavemente disparado desde un vitral, vino resbalando por una escala de luz pulverizada a posarse en el costado de la herida y lo tornó cristalino. Yo estaba rezando arrodillado, con la piel roída contra el escalón de piedra, e insertaba en la confusión de las oraciones los términos de mis propios pesares. Después de un largo rato en que me sentí más calmo y liberado, me atreví a alzar de nuevo los ojos hasta Él, como temiendo encontrarme con alguna pavorosa novedad, y lo vi indiferente, lejano, con nuevos goterones de luz amarilla y azul, resbalando sobre las lacerías de su frente y hundidos en su pelo, como extrañas luciérnagas. Me pareció que la humildad de mi oración era menos humillante que otras veces. Dulcísima flojedad me fue enfriando los miembros y sentí como si me faltaran las rodillas, bajo las que pareció ablandarse el diente del granito. Lo miré con más insistencia y advertí que era graciosa, casi tierna y mujeril, aquella clara tregua del cabello estirado por la corona de espinas a los lados de la raya, en contraste con la pelambrera borrosa de las barbas y guedejas. La inclinación de su frente —aquel insoportable resentimiento de su cabeza inclinada— me pareció que ahora se sosegaba en un amable gesto humano, como de aburrimiento y soñera… Si no me pesaran tanto los brazos de buena gana le desclavaría para acostarle dulcemente a dormir en el mullido sofá de las salas capitulares. ¡Pero era tan grande! Quizás no pesase nada, tal como estaba ahora todo transparentado de luces, como si fuese la luz misma. Era increíble, pero todo empezaba a animarse con aquel creciente resplandor que no venía de ningún lado y que iba agrandándose como un fanal sin contornos. Debió haber sido en este momento cuando las Mujeres de Jerusalén se pusieron a respirar y a sonreír y cuando la Santa Bárbara de la columna espantó, con su palma, un rayo de luz blanquísima que se le venía sobre la torre. Todos los candelabros temblaron como un humo de plata y san Martín de Tours entró por el aire, jinete de un caballo blanco, con la cara de mi padre. La fragata del exvoto, que estaba colgada en la capilla del Carmen, entró, también en ingrávida navegación, con todas sus velas desplegadas. Mamá cosía ropas de niño en el cuadro de santa Ana. ¡Qué fácil era todo! Los brillantes y amatistas se desprendieron del sayuelo del Señor y volaban como fúlgidos moscones. Estaba seguro de que no era posible a tales horas y, sin embargo, allí estaban, con los trémolos de sus más puras voces, los órganos, pero tocando habaneras… San Miguel tiene rostro de niña y relucientes pies de bailarín. San Pedro Abad es inocente y pequeñito, con su barba rizada y su seguidor gorrinillo de juguete. San Jerónimo, con cara de no saber por qué, se rompe el pecho a pedradas en un sombrizo de rocas, y el pobre Cristobalón quiere desprenderse de la pared para pasar el río, y no puede.
Ya sé que estás ahí, pero no quiero mirarte. Todo puedo ordenarlo, combinarlo y moverlo a mi antojo, pero Tú estarás siempre ahí, seguro y lleno de certeza, en tu provocadora calma. ¡No te necesito ya! Tal vez te has desclavado y vienes a estrangularme con tus grandes manos leprosas, pero no te miraré. ¡Termina de una vez! Estoy seguro de que has levantado la cara, has echado atrás el pelo y me estás observando con dos terribles ojos de luz. Pero no necesito mirarte; dentro de mí veo todo lo que quiero… Las Purísimas de bulto sufren todas de sus párpados enfermos. He aquí que las palomas comen en las manos, con hoyuelos, de la Dolorosa. San Antonio canta y el Niño Dios baila en su hombro, muerto de risa…
Ya te miro, así, con los ojos bien abiertos, todo el tiempo que quiero. ¿Ves? Así… No me das miedo. No puedo levantarme, no podré ya jamás moverme, ya lo sé, pero te miro. Te miro y te culpo de todo y te digo que te odio. ¿Dónde está tu poder, dónde tu ira? ¡Mírame, levanta la cabeza! ¿Ves como no puedes? Pero yo puedo ir y volver y volar con sólo desearlo. Aquí estoy junto a Ti, toco tu piel áspera, siento mis dedos entre tus guedejas que tienen frío y olor de tierra. ¡Si te pusieran cara de niño…! Desde ahora gritaré, mandaré, iré por lo obscuro sin que los pisos se me hundan… ¿Pero quién me acostó en esta losa? ¿Y estas agujas que me atraviesan las piernas…? ¡Mamá, no, mamá! ¡No te pongas la cara del David, sería intolerable…! La cruz da vueltas y te veo como una mancha circular, veloz, vertiginosa. San Martín me alza hasta su altura y me besa en los labios; lleva la cara de mi padre, pero su boca es fría, como de retrato, y sabe a barniz…