CAPÍTULO XI

No podía quedarme solo. La soledad me atenazaba como un mal físico, como si me lastimase. El problema que desde semanas atrás me venía fatigando, surgía cada vez más apremiante bajo la especie de una creciente desazón que no se mitigaba si no era yendo en busca de la gente o caminando sin ton ni son, poseído de una verdadera necesidad ambulatoria, cosa muy difícil pues en aquellos tiempos yo debía justificar todas mis salidas. Tenía otro medio de hallar el indispensable reposo o, al menos, de cambiar la forma de la angustia, que era el meterme en la catedral; mas esto era, en realidad, substituir un desasosiego con otro: el conminatorio de aquellos días por el perpetuo y solapado que el templo me causaba.

Calculé que faltaría media hora hasta la de comer y me fui a mi cuarto a coger la gorra dispuesto a salir sin permiso. Estaba mi habitación casi en penumbra, pues en aquel momento del estruendoso mediodía de mayo la casa quedaba sumergida en la zona de sombra, por lo que el David se recortaba en el marco de mi ventanal, delicado, cristalino, en medio del alboroto de millares de vidrios heridos por el sol, que llenaban los dos grandes arcos rebajados, apoyando su vuelo en la columna del parteluz, que David coronaba con su hierático concierto. Esta vez no me vino de él ningún eco de mi estado de ánimo y me pareció más bien inexpresivo y ausente, con sus pies como derretidos, escurriéndose, y su perfil de judío adormilado, como dejándome librado a mis propias fuerzas. Empero, mirándolo con más fijeza, me pareció que los plegados de su túnica tenían en aquel instante un aspecto abandonado y una levedad que contradecía la materia pétrea; la frente semejaba más caída sobre el instrumento y la mano se ofrecía en melancólica laxitud, como asiéndose al cordaje para no caer a lo largo del cuerpo. Lo miré largamente, sin pestañear, como solía cuando esperaba de él algo extraordinario. Al poco rato de iniciada esta contemplación sostenida sentí que se me aflojaban las piernas y que mi cuerpo pesaba extrañamente sobre los brazos apoyados en el alféizar. Los canelones de la fimbria acababan de moverse y su barba tembló también un instante entre los dedos del viento. De pronto todo su cuerpo entró en una blanda ondulación, como cosa soñada o sumergida. Mis manos se agarrotaron al marco de la ventana. El doble vano del gran pórtico acristalado se movía también, con un corrimiento de mojados moarés, sobre los vitrales encendidos, cuyas figuras opacas, apenas entrevistas como plomizas sombras, organizaban una procesión alucinante. Los altísimos muros sillares que cubrían la perspectiva del cielo, se contaminaron también de aquel portentoso cataclismo, que trocaba la mole del templo en algo súbitamente transitorio, levitante y licuoso, en un ingrávido mundo de prodigio. Me encaramé a la cama para sacar del todo la cabeza y abarcar los límites de los inmensos lienzos y sus crestados confines celestes, buscando un apoyo para no dejarme llevar hacia el horror de lo imposible, mecido en aquel fantástico vaivén. Cuando pude mirar hacia arriba, en procura de la referencia inmóvil del cielo, buscando de sujetar aquel mundo desorbitado, negador de su propia materia, vi las nubes pasar, en grandes y rápidos islotes, resbalando por las claras luces de mayo y veteando el mundo con sus fugitivos jaspes movedizos.