CAPÍTULO X

Mamá calló largo rato y yo me mantuve con la cabeza entre mis papelorios escolares, aunque sin hacer nada. En el piso de las tías continuaba el batir desmandado de ventanas y puertas, y el canturreo de la criolla aquerenciada; y resultaba fácil imaginarse el trotecillo fantasmal de la gibosa y la melancólica postración de Pepita, hundida en los cojines de su canapé, devolviendo, en regüeldos aflautados, los vapores de las tisanas de azahar y sumidades de culantrillo.

Apareció Joaquina, con la desolación labrada en las masillas del rostro, para decirnos que las tías, tras haberse negado a desayunar, habían mandado luego a comprar, para el mediodía, comida de la fonda de la Javiera; viandas plebeyas que estaban comiendo a deshora sobre los muebles o con los platos apoyados en las rodillas, como los mendigos de portal o como en las casas donde hay duelos o enfermos, que nadie piensa en poner mesa, aludiendo a la situación con gimoteos, dichos y refranes hirientes, tales como «más vale pan en mi casa que ave en la ajena», «fui a tu casa y me enojé, vine a la mía y me acomodé» y mencionando su triste posición de «pobres recogidas», cuando, en realidad, eran las dueñas y hacían siempre lo que se les antojaba, sin consultar con nadie.

La Joaquina, que conocía muy bien el paño, hizo partícipe a mamá de sus sospechas acerca de aquel misérrimo refrigerio tabernario, como de jornalero, en el que se demoraban hacía ya media hora larga, alternándolo con idas y vueltas, injiriéndolo tan despacio que ya daba asco de frío, y asomándose entre bocado y bocado, a la ventana de la calle de las Tiendas, como si esperasen a alguien ante quien exhibir la bazofia humillante.

Dicho y hecho. Apenas la vieja sierva había acabado de referirse a esto, cuando se oyó la esquila del picaporte agitada por el tirón del cordel desde la perilla del zaguán. Joaquina salió al corredor para abrir y se encontró con que ya la Lola, desde el segundo piso, interceptaba la soguilla, chirriando, sin venir a cuento, con alboroto de corneja:

—¡Métete en tus cosas, fisgona, estantigua! ¿Acaso es visita vuestra? ¿O es que ya se nos prohibe también recibir visitas en esta casa?

Volvió Joaquina, esta vez con un espanto real abriéndole las enmohecidas fauces, para anunciarnos que acababan de entrar nada menos que las Fuchicas. Mamá frunció el ceño con severidad. Eran las Fuchicas dos hermanas beatísimas, sin edad reconocible, con manto negro en toda época, que vivían de la dulcería privada y de corretear secretamente prendas y alhajas de las viejas familias de Auria venidas a menos. Estas prendas iban a engrosar los ajuares y galas domésticas de los soberbios tenderos maragatos que formaran una asoladora emigración interior hacia los mediados del siglo anterior, invadiendo las provincias limítrofes y que habían acabado por constituir la nueva «aristocracia» con dineros cazados en las trampas de las escrituras de hipoteca, en los pellejos de aceite, o en los productos del país, acaparados por ellos para la exportación.

Estas Fuchicas, a quienes los rapaces llamaban «castellanas rabudas», pertenecían al escasísimo maragaterío pobre y habían llegado a la sombra de un hermano, cabo de carabineros, destinado a Auria, hacía más de treinta años. Murió el tal hermano y ellas quedaron allí, tal como vinieran, aferradas a su dura prosodia y a sus hábitos de pueblo estepario y cigüeñero, sin que la ternura y el humor del medio adoptivo las hubiese calado en lo más mínimo. Eran, cada una por su estilo, físicamente pavorosas, tanto la flaca con su abrujado perfil de cuento de niños, su pelo ralo y polvoriento asomando bajo el peluquín, colocado en los altos de la cabeza con una flojedad de toca, y sus largos miembros lentos de araña; como la gorda, con su abacial belfo pendiente y violeta, como un pedazo de hígado puesto al sereno, su gran seno fofo y sus ojos bociudos y saltones. Eran las correveidile de la ciudad, y el extremoso ensañamiento con que declaraban sus chismorrerías participaba de la exageración caricaturesca de sus facciones. La flaca daba sus nuevas con un rispido asco hacia la humanidad condenada, perdida, sin remedio posible, y la gorda con una compunción aconsejadora y resabiadísima, más peligrosa en sus ungüentos verbales, que la otra con sus bíblicos aspavientos. Tan a lo serio tomaban su misión que cuando alguien se les anticipaba en el conocimiento y difusión de una intriga —por ejemplo, la Vendolla, famosa alcahueta, o Andrea, la partera de las madres que no querían serlo— caían enfermas: la flaca con fiebres y la gorda con disnea. Y, además, como represalia, tomaban la defensa de los ofendidos por el rumor. Y esto, que parece tan inverosímil como sus caras, es tan verdad como su horrible contraste en un mundo soñado de meigas y adefesios. Su celo insomne las tenía noches enteras colgadas e inmóviles, como murciélagos, bajo el alero de su tabuco, en el más alto saledizo de una casa de pajabarro, de paredes abarrigadas y ruinosas, allá en la plazuela de los Cueros, espiando, entre postigos, la vida de los nuevos vecinos o adivinando, al pasar por los círculos de luz mugrienta de los farolones de petróleo, la silueta de los hombres que venían del lado de la Herrería, de las casas de perdición, irreconocibles para quien no fuese ellas, bajo las capas o tras el alzado cuello y espeso guateado de las zamarras; y era fama que habían comprado en el chamaril de la Filleira un viejo catalejo de la Marina, capaz de meter las ventanas más distantes en su acuoso redondel y que lo empleaban de noche y por la mañana temprano, encaramadas en lo alto de la guardilla, a riesgo de partirse el alma de un resbalón. La verdad es que sabían tales cosas que, sin el catalejo, habría que atribuírselas a pacto con el diablo. También se comprobó que se disfrazaban de pordioseras campesinas para seguir, de lejos y cada una por su lado, a las muchachas artesanas que salían de la ciudad, llevando un atadijo como para un recado, y se desviaban luego por las carreteras y corredoiras de extramuros a fin de encontrarse con novios de su clase, o con señoritos, al amparo de los pinares soledosos. Cuando el idilio resultaba entre iguales, las Fuchicas desinteresábanse de él, porque se amenguaba la posibilidad del escándalo; que una costurera se metiese en un maizal con un ebanista era una simple indecencia, de la que no valía la pena ocuparse, si no era a condición de que la artesana fuese dueña de una de aquellas bellezas estupendas que frecuentemente se daban en las clases populares de Auria y que tentaban la codicia de los buscadores de picos pardos, o que su familia tuviese acrisolada fama de honesta e intransigente en materia de honra. Tratándose de una muchacha así, en condiciones de interesar al señorío, las Fuchicas la anulaban para siempre con un somero y firme golpe de aguijón, pues ponían un celo particular en impedir el contacto y mezcla de las clases.

Por todo ello, la gente popular las odiaba desde siempre, pero con más saña aún desde que mediante su testimonio, en la Audiencia, mandaron a presidio al hermano de Alcira, la guardesa del tren, seducida por un alfeñique lúbrico, hijo de unos maragatos, fuertes aceiteros de la localidad, que solía cabalgar en una alta yegua gris por los alrededores de la ciudad procurándose aventuras. En una de ellas había sucumbido Alcira, con su blanca y dulce belleza de náyade. Era huérfana y le habían mantenido la guardería mientras su hermano cumplía el servicio del rey. Cuando éste volvió de la milicia la encontró de cinco meses. Fue a ver al seductor, quien lo hizo echar de la puerta. Cuando ya había nacido el niño, un día lo paró allí, cerca de la chavola donde vivían, para pedirle ayuda. El otro, que venía cabalgando en su airosa yegua, lo apartó de un pechazo, sin querer detenerse a pedir razones con el fuerte bigardo, el cual, no obstante, detuvo al animal con su recio puño de serranchín. El orgulloso zascandil, mal aconsejado por la soberbia, le cruzó la cara con la fusta, pero apenas lo había hecho, cuando se vio arrancado de la silla por un fuerte tirón que dio con él en tierra; y allí, llevado por la saña antigua y por la ofensa irreparable en la honra de su hermana, el muchacho, después de destrozarle la cara a puñadas le rompió la columna vertebral pisoteándolo, una y otra vez, hasta dejarlo por muerto, con sus zuecos claveteados. Salió de la tunda, pero quedó para siempre hecho una piltrafa, con las piernas colgando, tullido en un carricoche, y el muchacho fue a presidio porque las Fuchicas se presentaron como únicos testigos de vista, pues andaban por allí espiando, al olor de una murmuración que decía que la guardesa tenía tratos con otros señoritos y que ahora lo hacía por dinero: especie infame, sin el menor fundamento, pues la pobre, a quien mi madre, por cierto, protegió con dádivas y vestidos para ella y el niño, hizo una vida decentísima criando a su hijo y no consintiendo, por nada del mundo, que los abuelos aceiteros, al final enternecidos, pues no tenían otro nieto ni esperanza de él, le viesen, ni admitiendo de ellos socorro alguno, lo que fue un gran castigo.

Las Fuchicas eran avisadas siempre que alguna de sus amigas, clientes o protectoras necesitaba tomar alguna resolución innoble. Su destreza para justificar las mayores monstruosidades era famosa y temible. Consistía su táctica en desvalorizar previamente a las personas que iban a ser víctimas de la agresión o de la infamia, en forma tal que sus dictámenes contribuían a aligerar la íntima responsabilidad del que se resolvía a hacer la canallada. Así como hay zurcidoras de voluntades ellas oficiaban de liberadoras de conciencias.

Tales eran las visitantes de mis tías que, con tanta razón, alarmaron a la criada Joaquina. Mamá oyó sus alborotados escrúpulos con grave silencio, y desviando la conversación le ordenó que se metiese en sus cosas y le pidió pormenores sobre unas lampreas que nos había mandado de regalo un rentero de la Arnoya. Los exquisitos peces, lo mejor que aquellos ríos producen, exigían un ceremonial culinario que estuviese a la altura de la rareza de su pesca, por lo cual mamá —y, en realidad, para evitar las hablillas espantadas de la sierva— terminó por irse ella misma a la cocina a dar los últimos toques. Al salir cruzó conmigo una mirada de inteligencia que yo interpreté en el sentido de que nuestro coloquio quedaba momentáneamente interrumpido, pero de ningún modo terminado.