El avispero de las tías estaba siniestramente alborotado. Después del réspice de mi padre, Pepita adoptó una actitud de silencioso encono. Su flato habitual vino a aguzarse en tremolados gases que la tenían sacudida horas enteras, sin decir palabra, aderezándose tisanas de tila y manzanilla, y bizmándose las sienes con rodajas de patata o con lunarones de hule negro, untados en diaquilón.
La tía Pepita era un extraño ser que, en la mocedad, había disfrutado de una belleza de rostro, un tanto provocativa, y de una abundante disposición de las carnes que gustaba a los varones. Mas, a pesar de su apariencia maciza, había denotado, desde joven, cierta flojera de salud, de no muy claro origen, que daba, además, de sí, temporadas de ocena de muy fastidiosa conllevancia. Esto la fue haciendo recelosa e insegura de sus reales valores como hembra, que veía diezmados por aquellas penosas y emanantes molestias que, aun cuando temporarias, la alejaban de toda relación consecuente, capaz de llegar a términos definitivos por los caminos del estado civil. Con todo ello, se había ido recociendo en su cálida morenez, privada de hombre, aunque bien pudo haberlos tenido; pero su austera honestidad provincial y su intransigente moral religiosa la habían hecho soslayar aquellos internos repelones de la carne hacia los derivativos del culto, de los novelones, de los fugaces noviazgos de balcón o de las calcinantes ensoñaciones solitarias a cuenta de las intrigas de alcoba que escuchaba, como quien no quiere la cosa, pero, en el fondo, ardiendo de curiosidad, de labios de las cinteras, corredoras y modistas que todo lo sabían y que, en cierto modo, la tenían por involuntaria confidente e indirecta consejera para sus tratos y discretísimas tercerías.
—¿Y usted, que haría en tal caso, doña Pepita?
—Una es quien es y haría lo que haría. Pero tratándose de esa perdidona, ¿qué importa uno más?
—¡Dios bendiga ese discernimiento!
—Expedí una opinión, no di un consejo…
Todas estas idas y vueltas del carácter, las contradicciones entre los fuegos del temperamento y lo frígido de las apariencias; las ansias frustradas, las ternuras sin destino, las pobladas soledades y las sofocadas pasiones del ánimo, habíanla llevado a aquellos términos de flatulencia y nerviosidad; y no pudiendo desenfrenar aquella carne por los cauces normales, la puerilizaba en una artificiosa inmadurez, con lo cual vino a quedarse, entre abobada del cuerpo y aniñada del alma, en esa zona donde lo cursi se realiza como una falsa imagen de la vida que el cursi va creándose para no sucumbir ante los bárbaros embates y los rudos mandatos del mundo y del deseo.
La tía Asunción, repatriada de Cuba algunos años antes, viuda de un coronel monstruoso que la había desposado a los catorce, acentuaba en los días de perplejidad y conflicto —pues en los otros parecía no existir— su jarabosa memez tropical, inflada de innocuas ironías, y se los pasaba cambiándose sus vestidos de cotorrona, colgándose cadenas, prendiéndose dijes y sacudiendo, en el balcón, los uniformes de su marido, para acentuar, con toda aquella simbología, su presunta superioridad sobre nosotros.
En cuanto a la tía Lola, con su ladino aire monjil, sus trotecillos perdigueros y sus jorobitas naufragadas entre los encajes de sus espumosos canesús, en cuanto hallaba razón para ofenderse, que para ella era tanto como vivir, se pasaba las horas, azogada y ardilla, corriendo de aquí para allá, abriendo y cerrando armarios y baúles como en la proximidad de un urgentísimo viaje. Las puertas y ventanas del segundo piso, que era el que mamá les cedía, se veían batidas minuto a minuto por descargas injustificadas de maderas y cristales. Y entre el fragor de toda aquella actividad, la voz de Asunción la emprendía de pronto con unas desgañitadas habaneras, sacudiendo a palmetazos las galas del extinto espadón:
De Yocotango a La Habana una
mandinga vi yo y como era tan
bonita con mandinga me fui yo.
La cantata se interrumpía por el tajo de una carcajada, sin origen alguno razonable, y ésta para dar paso a alguna incongruencia que intentaba ser irónica, dicha en pamemoso lenguaje colonial: «¡Laj cosa pasan po que tienen que pasá! ¡Ay… y cuantaj calaveraj va habé n’er día der Gran Juisio, unas peladaj y otraj con pelo…! Ya lo desía mi finadito: No é oro todo lo que reluse… ¡A mí con esas! ¡Ja, ja, ja!»
Guanabacoa la bella con tus murallas
de guano hoy se despide un cubano
porque el hambre le atropella…
Y paf, paf, paf, la palmeta cayendo sobre las mangas historiadas del remoto usía, patrióticamente hecho cisco en la guerra estúpida, por mambises y cimarrones o por los pestilentes alientos de la manigua. Y así todo el día, de la mañana a la noche, aquel cotarro…