CAPÍTULO VII

Siguieron tres días de tupida llovizna abrilera en los que no se pudo salir de la casona. Relucían los prados a lo lejos, en las caudas de las colinas, como láminas de cristal verdiamarillo iluminadas por debajo. Descendía por las corredoiras, roto en hilos de azogue, desbordado, el regato de las Zarras, y después de hundirse en los blandos céspedes de un soto de castaños, en los bajos del pazo, juntábase en un caz de más formal andadura, tapado casi por los helechos espesísimos, por las matas de malvela y las varas de la digital con sus altos sistros de campánulas purpúreas y barbadas y sus hojas anchas como lenguas lanosas y frías. En la linde del paredón, donde acababa la huerta y empezaba la dehesa, salía al paso del riacho un molino de rodicio vertical que alegraba aquellas sumergidas horas con el ritmo bailarín de su tarabilla, antigua inventora de coplas y de danzas.

La llovizna de espesos vapores daba a todo un aire fantasmal y pesimista. Y cuando el sol metía su lanzón repentino, para iluminar una escenografía de boscajes, parecía anunciar la irrupción de algún genio desaforado, harto ya de tanta modorra y dispuesto a terminar con aquel adormilado pespunteo de agujas grises sobre las encantadas luces del mundo.

Fueron unos días para mí muy fatigosos y tristes. Al final de ellos sentía los huesos del pecho como resortes apretados contra el corazón, como si el costillar del lado izquierdo tuviese sus curvas hacia adentro.

El tío Modesto extraía, de pronto, de entre los filos y mazazos de su habitual ordinariez, unas delicadezas tan impropias en él que más bien semejaban cazurrerías encubiertas, como es de uso entre las gentes rústicas que disimulan así sus burlerías. Pero su reiteración y la elección de su oportunidad descubrían la naturaleza de tales atenciones, denotando una gran ternura de alma, hundida, negada, quizás defendida por aquel exterior puntiagudo, como la carlanca de púas defiende el pescuezo del buen perro guardián.

No permitía que su barragana interviniese en mis cuidados, y apenas la vi un par de veces, mirándome desde lejos, entre maravillada y rencorosa.

Las perentorias reclamaciones a la servidumbre, no sólo sobre mis comidas principales sino sobre cosas de la gula y merendolas de entrehora, eran tan ásperas como si la cochura de un roscón o la temperatura de un vaso de leche fuesen asuntos de los que dependiese la vida de un ejército. Y allí eran los vozarrones de mando:

—¡Eh, tú, Ludivina! ¿Dónde rayos has visto que se le den a los chicos filloas sin miel…? ¡Gerardo, o centellas! ¿Vas a ir o no a los trasmallos de la presa a ver si hay truchas? Dos comidas sin que este pequeño tenga un miserable pez que llevarse a la boca…

Estas reclamaciones eran a condición de que yo tácitamente no las oyese. Si tenía que dirigirse a mí, las cosas cambiaban.

—¡No sé quién carafio te educa a ti! ¡Echale los dedos al pollo, canijo, que se te queda lo mejor pegado al hueso…! ¡Suena para abajo esos mocos, hom! ¡Fuerte, fuerte!

—¡Pero tío, si hago ruido!

—¡Anda, concho! ¿Y cómo vas a sacar ese endrollo de moquerío que tienes ahí, namás que acariciando las ventas con ese lenzuelo de dama? No os enseñan más que mariconadas. Ven aquí… Sopla… —y me cogía la nariz con su horrible panolón, oliendo a tabaco y a sudor.

—¡Sopla encanijado, sopla! Ahí está. ¿Vistes?

Lanzaba luego una risotada y me apartaba de sí con un empellón, como si quisiera demostrarme que nada tenía que ver conmigo y que el sonar a un chico era la cosa más natural del mundo, que se hacía con cualquiera.

Cuando estábamos en éstas solía aparecer mi padre con su paso alobado y, sin decir oste ni moste, como quien se apodera de un objeto, me sacaba de allí de un tirón y me llevaba a otro cuarto, sometiéndome a uno de aquellos interrogatorios llenos de matices y distingos, interminables, torturantes, sobre el irme o el quedarme, sobre el elegir entre mi madre y él, que me dejaban aturdido.

Era terrible su táctica. A fuerza de idas y vueltas del razonamiento quería persuadirme de que mi alejamiento de mamá sería asunto de mi libre decisión y que por parte de ella ya estaba descontada una tranquila conformidad. Y como esto no era cierto, quería que lo fuese acumulando palabras, argucias e interpretaciones caprichosas sobre la irreductibilidad simple de los hechos. Y así era en todo: una gran decisión, una escueta violencia ejecutiva para llevar a cabo actos que casi siempre descansaban sobre bases arenosas, movedizas, que él intentaba consolidar artificiosamente sometiéndolas a su terquedad, a su capricho, a fuerza de transformarlas con palabras, identificándolas con la imagen de su deseo, o desechando las contradicciones, como si no las viese.

Cercado por la contumacia de aquella tremenda voluntad, empeñada en saturar más que en mandar, acudí al subterfugio de colarme por la porosidad de sus propias malicias, declarándole que necesitaba pensar en todo lo hallado, pero lejos de allí, en mi casa y en mi cuarto. Unos pocos días serían suficientes. Realmente había un fondo de verdad en tal promesa. No todo lo que mi padre hablaba iba a humo de pajas para mi atención. Uno de sus argumentos sobresalía, con su limpio patetismo, sobre los demás. Razonaba que, si le dejábamos solo, ya nada le contendría en aquel librarse al azar de las cosas y sería peor para todos. Y peor para él, pensaba yo viéndole tan inseguro, tan desasistido, refugiándose en mi parva entidad, como en un final reducto, para no caer del todo en la desintegración social y en el caos íntimo.

Y así, después de unas repentinas llamaradas del carácter, con numerosos «no me da la gana», «no faltaría más» y «se hará lo que yo mande», el primer día en que el sol dio cuenta de aquella ceniza final de la rezagada invernía, partía yo de regreso para mi casa, montado en la Cuca, la yegua predilecta del tío Modesto, con el zagal Gerardo de espolique.