Resaltando de las tracerías de la puerta de hierro enteriza hasta lo alto del soportal, se veían las letras del Ave María en anagrama. Y en lo alto del arco rebajado, pomposas en su barroquismo de cantería, las del nombre del lugar: Quintal de doña Zoa, que era el nombre de mi bisabuela paterna. Un inmenso nogal, con argollas incrustadas en el tronco, para las caballerías de los visitantes y renteros, sombreaba el paraje; y, tallada en el muro que rodeaba toda la heredad, a la derecha de la entrada, había una fuente con dos delfines, de colas entrelazadas y bocas de sapo, que dejaban caer el agua en el pilón que servía de abrevadero.
Me fue permitido tirar de la cadena del llamador y oí cómo la campanita daba sus avisos cristalinos, allá en la corraliza de la casona. Prodújose luego un chirrido de alambrados artilugios y la cancela se abrió silenciosamente, sobre sus goznes engrasados, obedeciendo a una mano distante.
Recorrimos el camino central, bajo la parra en túnel, bordeado de alcachofas y plantas de fresones; entramos en el pazo, sin haber visto a nadie, y ascendimos por la ancha escalera de piedra, que arrancaba del zaguán amplísimo, como un patio de armas. En el rellano, donde la escalinata bifurcaba en dos brazos su ancho señorío, se me aclaró gozosamente el misterio al ver a mi padre, esbelto, hermoso, con un batín de veludo color malva, y un tanto enmascarado con sus bigoteras de cañamazo sosteniéndole las sedosas y doradas guías del bigote. Se me iba dibujando lentamente, mientras ascendíamos, en las retinas todavía alampadas por la luz exterior, y fui descubriendo sus finas manos hidalgas, su boca roja y adolescente, sus ojos de audaz cabrilleo verde y el tupé airosamente encrespado sobre la frente impulsiva. La tía se llegó a él, alzó en silencio su velo de tul y mi padre la besó en la mejilla y le dijo «gracias». Me pareció que ella se ponía demasiado pálida. Luego me cogió por los brazos y sentándose, sin soltarme, en el arcón que allí había, me atrajo hasta tenerme entre sus rodillas, sin dejar de llenarme los ojos con aquel chisporroteo de los suyos, y como bañándome de gozo en el resplandor de su sonrisa. De pronto me sacudió por las caderas y me dijo con un temblor casi ávido en la voz:
—¡Qué hay, caballerete! —yo aspiré su olor característico a piel sana, a cosmético y agua de lavándula y, sin contestar, le quité la bigotera, forzando el elástico sujeto a la oreja, y le besé en los labios, sintiendo a través de su pulpa los dientes firmes y parejos. Nos separamos un instante tomados de los brazos y volvimos a besarnos de nuevo. La Pepita, que detestaba lo que ella llamaba «esos transportes», zanqueó por la escalera arriba torciendo el morro y murmurando con blanduchería cubana, imitada de la tía Asunción: «¡Qué relajo!». Mi padre me llevó luego abrazado contra su pecho y yo le oía el corazón con sus dos golpes precisos, netos, seguros.
El tío Modesto tomaba «las once» —lo que solía ocurrir después de las doce, por la misma razón que la comida del mediodía se hacía allí pasadas las dos— abatido sobre un pernil de lechón fiambre y frente a un vasote de vino, de grueso cristal. Apenas me lanzó una mirada esquinera, contestando a mi saludo con un gruñido. En una de las ventanas que daban a un patio de labor, colgaban tres conejos despanzurrados, chorreando sangre, y un racimo de tórtolas con un aire inocente de señoritas estranguladas. Sobre el alféizar, que tenía de ancho todo el grosor del muro, un búho enorme, estúpidamente herido por vanidad de cazador, estaba echado sobre el lomo, crispadas las garras hacia el vacío, intentando un vuelo inútil con un ala desarticulada por la munición, caída a lo largo de las cales del muro, como un gran abanico barcino. Cuando se cerró la puerta tras nosotros, el avechucho renovó su protesta con chistidos furiosos, que tenían un no sé qué de helado, de maldiciente, de amenazador. Yo lo miré con miedo y me vi tan envuelto en la acusación de sus ojos bellísimos que tuve que volver la cabeza.
Mi padre se sentó y me mantuvo sobre sus rodillas, sin parar de sonreír, dejando ver sus dientes de fuerte y fina perfección animal, y sus encías altas y rojas. De pronto exclamó, con un acento entre tierno y burlón, como siempre que aludía a cosas del sentimiento:
—Vamos a ver, Bichín, ¿quieres o no quieres a tu padre?
El rubor me subió, de golpe, a la cara escandalizado de que tal pregunta pudiera hacerse en presencia del tío Modesto, quien permaneció un rato sin alzar la cabeza de la presa, pero inmóvil, como esperando oír mi respuesta, para continuar luego con su crujir de mandíbulas y el ruido de los dientes raspando la ternilla del pernil, ya sobre el hueso. Mi padre comprendió el sentido de mi azoramiento por una rápida mirada mía hacia el hidalgo, y exclamó:
—No hagas caso de ése. Cuando traga tiene inútiles todos los otros sentidos.
El tío metió entre pecho y espalda, de una sola vez, el contenido del vasote, que era más de un cuartillo, y dijo, envolviendo las palabras en un saludable regüeldo:
—Saldrá tan canallita como tú… Tiene tus mismos ojos de vaina y los emplea de frente… como ese bicho —y se levantó para darle a morder el yesquero al gran duque, que chistaba, furioso, en el vano de la fenestra.
—¡No seas animal, Modesto, que asustas al pequeño!
Yo me ablandé de mimos, defendiéndome de aquel ambiente cruel, aplastando mi mejilla contra el pecho de mi padre. Sentí su maxilar apoyado en mi cráneo con firmeza protectora. Y casi en un soplo le dije, continuando nuestra conversación:
—Claro que te quiero mucho, papá.
—¿Más que a tu madre? —dijo con voz violenta de intención y opaca de timbre, como si quisiera no ser oído.
—Igual —contesté sin una duda.
—No puede ser. Se quiere más o menos.
—O se quiere diferente, zoquete —interpuso el tío Modesto dando una chupada al cigarro. Yo le agradecí en el alma la oportuna intervención, maravillado que tal distingo pudiera haber salido de aquella roma cabeza castrense. Luego, andando el tiempo, vine a saber que otras muchas finuras se celaban tras aquel adusto talante y aquella fachenda brutal.
—Eso es, papá; te quiero igual, pero de otra manera —añadí con algo de miedo y tratando de sonreír, pues sabía yo que el carácter obstinado y simplista de mi padre no iba a mitigar sus demandas ante artificios más o menos sutiles.
—¡A ver, a ver, explica eso bien, que para algo te llaman «sietelenguas»!
—Demasiado me entiendes… Dejemos ya eso y dime para qué me han traído. ¿Me voy a quedar aquí?
—¿Tanto te pesaría quedarte con tu padre? ¿Ves cómo no le quieres?
—¡Déjate de decirle mariconadas al chico, y que se vaya a destripar nidos por ahí! —gritó el tío, con malhumor.
—¿Y a ti qué hostia te importa? ¿Por qué no te largas?
—Por mí que os zurzan a los dos —añadió congestionado.
Y al mismo tiempo abrió de un puñetazo la ventana y cogiendo al búho por en medio del cuerpo, sin preocuparse de sus aleteos y arañazos, gritó hacia el salido:
—¡Bricio, Bricio! ¿Dónde anda ese acémila? —se oyó abajo la voz de un zagal dando excusas—. ¡Tira eso a los perros! ¡Pero vivo, eh! Si lo matas antes, te breo a vergajazos… —y se oyó el golpe sordo del avechucho cayendo contra las losas. Luego salió del despacho cerrando la puerta de un golpe.
Mi padre, insensible a todo aquel horror, me miró flamante durante un rato, y luego, apartando los ojos de mí, dijo casi penosamente:
—Luis, tienes que escoger entre tu madre y yo.
¡Luis…! ¡Luis…! ¡Qué cosa horrible oír pronunciar mi nombre! No recordaba habérselo oído nunca a mi padre. Demorado en la punzante sensación de mi nombre en aquellos labios, como una apelación a nuevas y tremendas responsabilidades, no alcancé a entender, así de pronto, el significado de las palabras, como si se me hubiesen quedado un instante detenidas en el umbral del sentido. Las escuché luego en mi interior como un rebote de alarmantes ecos.
—¿Qué dices, papá? —grité desasiéndome de sus brazos y quedándome de pie frente a él, clavándole los ojos.
—Que te vengas aquí a vivir conmigo, o que te quedes de una vez y para siempre con tu madre. Yo no te reparto con nadie.
—¿Pero cómo quieres que deje a mamá sola?
—Tiene a tus hermanastros.
Me pareció una grosería indigna de mi padre oírle llamar a mis hermanos con aquella palabrota: ¡hermanastros! Adoraba yo a María Lucila y a Eduardo; y aun cuando su comportamiento, a raíz de las desavenencias de mis padres, había sido un tanto desapegado, no dejaba de quererles.
La situación estaba llegando a una tirantez tan insoportable que sólo pensé en irme y cuanto antes mejor. Y así, dirigiéndome hacia la puerta, exclamé:
—Quiero marcharme…
Se levantó de un salto y me cogió por un brazo.
—¿Qué es eso de quiero, mocoso? Tú harás lo que se te mande —dijo gritando, al borde de aquel terrible encolerizamiento que yo conocía tan bien y que era tan peligroso provocar. No obstante, insistí, dando un tirón:
—Yo me voy.
—¿A dónde, imbécil? —y me atenaceó más fuertemente el brazo.
Por vez primera sentía de aquel modo la mano de mi padre sobre mi cuerpo, aquellos duros y finos dedos mandones, animados por una antigua sangre de señor. Era una sensación de noble placer, a pesar del dolor físico, el sentirme dominado por una tan resuelta energía. Di todavía un tirón para acentuar el extraño y secreto goce y sentí las uñas de mi padre penetrando en mi piel a través de la sarga de la blusa, mientras le miraba a las pupilas de ancha franja verde, contraídas y brillantes. Permanecimos un momento en aquella dolorosa averiguación del alma a través de los ojos desafiantes. Su mano se fue suavizando poco a poco, y alzó la otra apoyándola en mi hombro izquierdo. Se acuclilló hasta mi altura, sin dejar de mirarme, mientras su rostro empezaba a ablandarse, hacia la sonrisa. Yo permanecí enfurruñado y duro de cejas.
—Creí que eras una anduriña[2], criado como fuiste entre faldas y ahora me resultas un miñato[3]…
—Soy hijo de mi padre.
—¿Quién te enseñó eso?
—Me lo dicen en casa, cuando hago algo mal.
—¡Fino enseño te da tu madre!
—Mamá nunca te nombra. Me lo dicen las tías…
—Buen atajo de brujas y gorronas.
—Mamá te quiere también…
—Calla, monigote —exclamó apartándose bruscamente de mí. Sacó la petaca y el librillo de hojas del bolsillo del pantalón sesgado sobre el muslo, a la paisana; lió la picadura con parsimonia que el temblor de sus dedos hacía difícil; batió luego el pedernal, alborotando un racimo de chispas, dio una chupada honda y exhaló el humazo azul por boca y narices.
—¡Ludivina! Trae una botella de tostado y unas lonchas de jamón —gritó, entreabriendo una puerta.
El vano de la ventana que daba a poniente se recortaba en el cielo luminosísimo, de un rojo blancuzco, como candente; zumbaban las moscas y se oía a lo lejos el quejido musical de los carros de bueyes, con su eje de abedul sin ensebar. Mi padre se quitó el batín y recogió las mangas de la camisa hasta el codo, dejando al aire los antebrazos espinosos de pelos duros y claros. Se asomó a la ventana, miró hacia abajo y gritó:
—¡Sujeta esa becerra, bárbaro! ¿No ves que se está crismando? Búscale el tábano ahí, en la entrepierna…
Y volviéndose de pronto hacia mí, continuó casi en el mismo tono:
—Tu madre no me entiende, ¿sabes…? Uno tiene sus cosas… Ya comprenderás estos fandangos cuando seas mayor. ¡No me entiende! Yo quiero que, si hago alguna burrada, me griten. No quiero caras de mártires ni llantos por los rincones. Uno tiene sus cosas, ¡qué caray! Pero lo cierto es que yo nunca le falté. Todo hubiera podido evitarse si no se metieran a hozar en lo que no les importa toda esa patulea de cuervos y brujas… Bueno, pero el caso es que yo nunca le falté. Porque una cosa es hacer burradas y otra faltar… —Tu madre no me entiende, ¿sabes…? Uno tiene sus cosas… Ya comprenderás estos fandangos cuando seas mayor. ¡No me entiende! Yo quiero que, si hago alguna burrada, me griten. No quiero caras de mártires ni llantos por los rincones. Uno tiene sus cosas, ¡qué caray! Pero lo cierto es que yo nunca le falté. Todo hubiera podido evitarse si no se metieran a hozar en lo que no les importa toda esa patulea de cuervos y brujas… Bueno, pero el caso es que yo nunca le falté. Porque una cosa es hacer burradas y otra faltar…
—Tu madre no me entiende, ¿sabes…? Uno tiene sus cosas… Ya comprenderás estos fandangos cuando seas mayor. ¡No me entiende! Yo quiero que, si hago alguna burrada, me griten. No quiero caras de mártires ni llantos por los rincones. Uno tiene sus cosas, ¡qué caray! Pero lo cierto es que yo nunca le falté. Todo hubiera podido evitarse si no se metieran a hozar en lo que no les importa toda esa patulea de cuervos y brujas… Bueno, pero el caso es que yo nunca le falté. Porque una cosa es hacer burradas y otra faltar…
—¡También tú sabes eso, hijo mío! ¡También te han dicho eso! —sacó las manos del bolsillo y gritó, apretando los puños—: ¡Criminales, brutos, criminales!
La criada Ludivina se detuvo en el umbral con el asombro titilando en sus iris de agua, transmitiendo su temblor a los enseres de la bandeja que traía. Mi padre le dijo secamente:
—Deja eso ahí y dile a Pepita que venga.
Salió despavorida la sierva y yo me fui hacia mi padre abrazándole por la cintura.
—¡No, papá, no! ¿Qué vas a decirle a la tía?
—¡Brutos, criminales! —repetía con mi cabeza apretada entre sus manos.
—¡No le digas nada, papá!
—¡Criminales, sucios…! ¡Echar así estiércol en el corazón de una criatura…!
Me levantó con un movimiento brusco y me apretó la cara contra la suya. Mi cuerpo bamboleó sobre su hondo respirar y entre nuestras mejillas resbaló algo tibio y cáustico. ¡Mi padre estaba llorando! Me acometió un ahogo repentino, como si una esfera de plomo se me hubiese atascado en la garganta. Metí a la fuerza una bocanada de aire y de un tirón la devolví, con un sollozo que era casi un grito:
—¡Papá, papá! —rodeé su cuello con mis brazos como si quisiera meterme en su carne, y hubiese deseado que en aquel momento la sangre tendida asomase abruptamente por algún sitio de mi cuerpo. Yo no tenía lágrimas para decirle hasta qué punto lo adoraba y cómo me parecía razonable, aunque no pudiese explicárselo, todo lo que sucedía, por el solo hecho de que él fuese el causante.
Mi padre se volvió hacia la ventana y me hizo recostar la cabeza sobre su hombro, para que no le viese limpiarse los ojos. En este desdichado momento apareció Pepita, enfundada en una bata de céfiro lila y con un pañizuel de guipur atado flojamente sobre las aéreas cocas. Se detuvo en la puerta, tosió en la ajena tesitura, como siempre que se disponía a afrontar el diálogo, y exclamó, varios tonos más abajo:
—¿Me requerías, cuñado? No vine antes porque esperaba a que terminase el idilio —añadió con ironía cursilona. Mi padre dijo, sin volverse:
—¡Vete a la mierda!
—¡Jesús! —cacareó la tía, con subido gallo de síncope.
—Tú y el aquelarre de tus hermanas y parientes… ¡Todos a la mierda!
—¡Cuñado! —alborotó con desgarrones en la voz—. ¡Olvidas los respetos que me debes…! Jamás de los jamases hubiese creído que una pasión de ánimo…
Su voz se rompió como un flautín de caña, y se apoyó luego con la mano muy alta en la jamba de la puerta, como preludiando un desvanecimiento.
—Si te desmayas sales por esa ventana a dormir la cursilería en el corral, con los cerdos —la tía recompuso de un golpe sus flaccideces, se encuadró teatralmente en la puerta y declamó, con prosa de novelorio y voz entera:
—Papá —le dije al oído—, le va a dar algo a la tía —se volvió y le dijo secamente:
—¡He sido ofendida en mis fibras más íntimas! ¡Qué avisen al Barrigas! Ni un momento más aquí…
Y con la misma dio la vuelta en redondo y se fue por el corredor muy tiesa, a largos y acompasados trancos, ligeramente genuflexos, pinzando con dos dedos de la mano derecha los delanteros de la bata y con el dorso de la izquierda apoyado en la frente.
Mi padre me puso en el suelo, me alisó el pelo con la mano y dijo calmosamente:
—¡Vamos a comer, Bichín!