Un día de aquellos la tía Pepita entró en mi cuarto de estudio, con sus ínfulas de sirena, para anunciarme, entre los intolerables canutos de su voz, que iríamos inmediatamente a la aldea a visitar al tío Modesto. Era éste un hidalgo rural, hermano de mi padre, diez años más viejo que él, mujeriego, glotón y cazantín, con fama de hombre de honor y estricto caballero, aunque, eso sí, con códigos privados y, por veces, de interpretación difícil. Vivía, lo más del año, en su casona patrimonial, en el planalto de Gustey, abarraganado con una criada que contaba con heredarlo, pues tenía edad para ser hija suya.
Pasaba el tío Modesto temporadas en su casa de la ciudad, pero apenas venía a la nuestra, como no fuese por los onomásticos o por las fiestas de Corpus y Navidad. Últimamente, aun este género de visitas había ido raleando. Un día que me llevaba mi padre de paseo por la carretera de la Lonia, le encontramos y oí que le decía en un aparte: «La mosca muerta de tu mujer me impone más que un león suelto. Y como la quiero bien y tú eres un badulaque, no sé de qué hablar. Por eso no voy a veros».
Y efectivamente, cuando venía a vernos los días obligados, no era nada expresivo. Devoraba en silencio la pitanza de fiesta y se iba al casino, después de haber apenas refunfuñados unos cuantos sarcasmos sobre las gentes del pueblo y de haber deslizado alguna que otra indecencia sobre las de sotana, que no podía ver ni en pintura, pues era también incrédulo y masón.
No podía yo explicarme, pues, el motivo de la insólita expedición que me proponía mi inverosímil madrina y tía.
Parapetada en su silencio, me arrastró de una mano hasta mi dormitorio, abrió la cómoda, sacó de allí mi ropa, y sin volver la cabeza, echó a andar, diciendo:
—Te vestirás en mi cuarto. Baja ya.
«¿Qué pasará?», me decía entre mí. «Porque si aquel brutote estuviese gravemente enfermo, serían las personas mayores las que irían. ¿Qué tendré que pintar en el pazo del tío Modesto?»
Mientras yo me vestía en su gabinete, la tía, frente al espejo de la consola, se apretaba el corsé recogiendo el aliento en los altos del pecho. Dos veces le marró el intento de llegar al punto que se proponía, por lo cual yéndose a la alcoba y sujetando un asa del cordón a una bola de la cama y llamándome a mí para que tirase de la otra, logró completar la operación, luego de haber aludido, entre dientes, a una reaparición de los flatos que le dilataban el talle.
—Tía, ¿para qué vamos allá?
—Menos pregunta Dios y perdona —contestó recortando las hablas.
Mi tía era muy letrada y redicha, y tenía una maña singular para no responder nunca a derechas; por esa razón no me molestaba en interrogarla más de una vez. Poseer un secreto y gozarse en la ajena acechanza del mismo, constituía uno de sus deleites más pueriles y molestos. Hubiera sido muy fácil insistir en preguntarle el porqué de tan extravagante y repentino viaje, pero de antemano sabía la inutilidad de la averiguación, por lo que me reduje a no añadir palabra y a observarla mientras se vestía. Sin duda alguna no había tomado tal decisión sin la venia de mi madre; así que yo tardaría tanto en saber el motivo de la visita al tío Modesto como en verme un minuto a solas con ella.
Se puso un cubrecorsés de elástico listado en dos matices de rosa y luego, encima de la enagua, una saya bajera de satén de mucho ruedo y sobre ella una falda de paño en corte de capa, color canela claro, y por encima de las salientes del busto instaló las caudas de un tapante con catarata de entredoses color crudo y cuello alto, rígido, sostenido con ballenas. Y sobre todo aquel atuendo, una casaca, color solferino, con mangas de jamón, larga hasta las corvas, en cuya superficie gastábanse los ojos siguiendo los complicadísimos arabescos de la pasamanería.
Me hizo poner el pie sobre una banqueta y me repasó las punteras de charol con guturales vahos, terminando el pulido con una franela de cerote. Cuando la vi en aquella posición, inclinada y sumisa como esclava, tuve a flor de labio, saliéndoseme el ansia que me rebullía dentro, de aclarar tan absurdo misterio. Pero cuando ya estaba a punto de lanzarme, la tía, molesta sin duda por mi largo silencio, que ella sabía muy bien que no era resignación, exclamó, con su cháchara prolija y llena de distingos romanticones:
—Así me gustan los niños que se confían a los designios expertos de las personas mayores —y me miró con el rabo del ojo, mientras se embadurnaba de crema la nariz. Se empolvó luego con un gran borlón que esparció por el aire el familiar olor a visita que tenían para mi los polvos de arroz y se colocó, con infinitas precauciones, sobre sus altas cocas y añadidos, un canotier de paja de Indias con turbante de gasa y un velillo amaranto salpicado de lunares que le cubría el rostro hasta bajo el mentón. Mientras seguía acumulando arreos sobre las cúspides y socavones de su cuerpo, que ya empezaba a maltratar la grasa, sentenció, acanutada y refilotera:
—Ayer, durante la visita con que nos honró doña Blasa, dijiste algunas inconveniencias.
—¡Yo no dije nada! —corté de mal modo.
—¡No me repliques, sobrino! ¿Dijiste o no «esgarro», «excusado» y «juanete»? ¿No se te ha explicado hasta la saciedad, que se dice flema, inodoro y protuberancia, respectivamente? —y a continuación lanzó una tosecilla disimuladora de dos golpes, como hacía siempre al rematar una frase que ella creía de gran efecto.
Me puso agua de Florida en el tupé y me repasó las uñas con una manecilla de hueso. Coincidiendo con los últimos toques, sobrevino la criada Joaquina, con su arrugadísima cara de antepasado, enmarcada en su eterno pañuelo negro, para decirnos que el Barrigas, cochero alquilón de las familias de Auria que no arrastraban tren por su cuenta, estaba abajo esperándonos.
Pregunté por mamá y me dijeron que había ido a la misa, disculpa sin sentido alguno, pues era notorio —y buenos disgustos le causaba— que mi madre no transigía con ir a la iglesia más que los domingos y fiestas de guardar. Quise iniciar una protesta, pero como, desde hacía algún tiempo, sucedían en aquella casa las cosas más raras, preferí entregarme a la fatalidad de los acontecimientos.
Nos encaramamos en el fiacre, que era de cesto con toldilla y cortinas de lona a franjas; el Barrigas sacudió unos trallazos sobre los pencos enmohecidos y se despegaron, por un instante, de las amatas, las moscas burreras, panzonas y obstinadas, mientras los caballejos empezaban a tamborilear sobre las lajas del empedrado.
Unos minutos después rodábamos por la carretera soleada y polvorienta. Del borde de las cunetas surgían los inmensos ramilletes de los cerezos en flor, con sus troncos de plata y la nube blanquísima de los pétalos con la entraña ligeramente acarminada.
Nos cruzamos con el coadjutor de Santa Eufemia del Norte, don Domingo, el Pies, montado en un burro y con un espolique que llevaba los hisopos y cruces del Viático, y nos persignamos en silencio. Luego pasó el sargento de la guardia civil, del puesto del Bellao, a la cabeza de cuatro números, llevando en medio una cuerda de presos esposados, entre los que iban dos mujeres, jóvenes aún, pero estragadísimas de aspecto.
Empezaba a picar el sol. Cuando los jamelgos iniciaron, con unos resoplidos insospechables en tan escueta anatomía, la ascensión de la cuesta de Cudeiro, mi curiosidad comenzó a estorbarme físicamente. Era como un escozor que me llevaba remegido en la badana del asiento bajo la mirada lateral de mi tía, que seguía todos mis movimientos con muda autoridad. Alcanzábamos ya los altos del repecho final donde la carretera forma una alta curva abalconada hacia el valle. Sobre un otero, el bronco pazo sillar de los Arteixo presentaba armas con el espadón desenvainado de su heráldico ciprés, frente al pórtico de losas enteras, en arco, como la baraja abierta en manos de un jugador, y con la clave ilustrada por el vuelo de plumajes y lambrequines de una enorme piedra de armas, también labrada en granito. En la solana, hacia el poniente, asomaban, puestos a madurar sobre los anchos balaustres, los calabazos cohombros como enormes farolones vegetales, brillando al sol la turgencia de sus lacas, azules, rosadas y verdegrises. Los pencos clavaban la herradura en los morrillos del último tramo de la cuesta y soplaban su disnea cada vez que el Barrigas aventaba un denuesto o descargaba un trallazo. Iba quedando abajo el valle de Auria, consu lineal precisión y su gozoso color de cuadro primitivo. En los medios del cielo planeaban los gavilanes con quietud eucarística. A los lados del camino las parras en espaldera se empelusaban con el bozo blancuzco de sus primeros gromos o se extendían las leiras del maíz, en las que la brisa armaba un rumoroso navajeo de facas vegetales. A lo lejos, las cimas de Montealegre con su dolmen crucificado, y en la otra banda del valle el lomazo de Santa Ladaíña, pelado, ascético, con su solitaria ermita ventosa y su media docena de pinos cimeros, como la peina de un pavo real. Y más allá la sierra del Rodicio, sombría, violenta, como una rueda suplicial surgiendo entre una boira color cardenillo.
La tía exhibió una tosecica, con aflautada voz ajena, anunciando simbólicamente que iba a hablar, para lo cual se alivió de sofocos metiendo un dedo entre el cuello y la tira de terciopelo castaño en la que lagrimeaba un dije con turquesas. Pero no habló. Yo devoraba mi pañuelo y sentía ganas de ponerme a gritar. Bizqueó de nuevo hacia mí, sin volver la cabeza, apretando una sonrisa de increíble deleite. Luego suspiró haciendo subir la chorrera de encajes casi hasta el papo, y puso la mano en alero sobre la frente, con su conocido ademán de estar mirando algo atentamente. Yo me remegí como si me diesen alfilerazos en las nalgas, y la tía buscó los registros acontraltados para amonestarme, con sermoneo novelero:
—Sobrino, jamás serás nada si no aprendes a contemplar los panoramas de la Naturaleza —tosió luego, media docena de tonos más arriba, y tornó a poner la mano como visera, mirando a lo lejos, fruncida de labios y espetada de riñones, como una fofa materia vaciada en el molde del corsé.
En el comienzo del altiplano de Gustey, Barrigas pidió licencia y se fue a echar un vaso del tinto al mesón de la Társila, del que salía un olor apetitosísimo a peces de río fritos con aceite y pimentón, y volvió, a poco, chupándose los bigotes, con un caldero en la mano lleno de agua, que arrojó sobre la melancólica anatomía de las bestias.
En el instante en que nos quedamos solos iba yo a romper las bridas a mi desesperación con un grito enloquecido, capaz de perforar todas las capas del disimulo de mi tía, a la que plantearía, sin darle respiro, en escuetos términos, el asunto: o me decía a lo que íbamos o me echaba a correr por la carretera abajo, de vuelta a la ciudad. Comenzaría por llamarle Pepa, a secas —nada la enfurecía más—, y luego le diría de un tirón todo el resto. Para mi conciencia más íntima aquello sonaba a claudicación. En esto, como en otras muchas cosas, yo sabía muy bien lo que convenía hacer, pero casi siempre hacía lo contrario. ¿Acaso no podía quedarme callado y esperar los acontecimientos, incluso gozándome en el gusto de su propia sorpresa? No, no podía. Y en aquel caso preciso, mi desdén por aquella tarasca y por sus ratimagos, lejos de ser una incitación a la prudencia, eran un estímulo para mi propensión hacia lo catastrófico. Por otra parte, también sabía yo que tal visita tenía, sin duda, un sentido mucho más válido que el capricho de aquella infeliz, que ni siquiera era mala, sino que entre su naturaleza y sus actos mediaba toda la complicada liturgia social, hecha de inverosímiles disimulos, y los repertorios de gestos de la vida provinciana, que no obedecían a otro sentido que a su propia condición ceremonial. Para quebrar las capas de su involuntaria farsantería había que saltar sobre su descuido y pisar allí con rápido alboroto a fin de no darle tiempo a volver por su gobierno. Y ya me disponía a la escandalera, consciente de su ridicula pantomima.
En el punto mismo de ordenar, en una rápida cavilación, la frase inicial del ataque, un golpe de sol apartó, como por magia, las veladuras que encubrían la ciudad y prendióse, allá abajo, entre el apeñuscamiento de las casas, a la cruz de la torre grande, que quedó luciendo en el aire como un pectoral de topacios colgado al pecho del cielo. Y con la imagen, me llegó el sonido solemne, lento, grave, de la campana mayor, anunciando el momento de alzar a Dios en la misa capitular. Apreté los labios y los puños atento a la admonición de mi ruda maestra, que me enviaba por los aires la lección de su impasible fortaleza, y me quedé repentinamente sereno, satisfecho, ablandado en una dulce languidez y abandono, en una misteriosa y cómoda aquiescencia, sin razones, a lo que tendría que ser.
Y sobre el tamborileo de las herraduras me puse a tararear, por lo bajo, una canción de la escuela, mientras la tía descabezaba un sueñecito, apoyada en el amontonamiento de libélulas talladas en el marfil del puño de la antuca, y con un hilillo de baba desti-lándose por un recanto de la boca.