CAPÍTULO IX

Mamá, sentada en una butaca baja, de yute, con cenefa de madroños entrelazados, no levantaba los ojos de su labor ni parecía darse cuenta de aquel estruendo. Estaba bordando unas matas de pensamientos, en labor de realce, para una rinconera de la sala. Sus dedos, ligeros y exactos como picos de pájaros, manejaban, con disciplinada paciencia, aquellas increíbles agujas tan delgadas como las mismas hebras de la seda. Yo la miraba de vez en cuando por encima del borde de mi atlas, haciendo esfuerzos para mantenerme callado dominando el tumulto de mi corazón, cuyo palpitar acelerado apenas me dejaba trazar el contorno diminuto de las islas del archipiélago malayo, reflotadas por los lápices de colores a la turbia superficie del papel cebolla.

El problema que me había planteado mi padre arrojaba sobre mí una insufrible carga de vida. Luego supe que mamá había accedido a aquella entrevista nuestra sin querer entremeterse ni en sus causas ni en sus resultados. Pepita, dando pábulo a sus figuraciones noveleras y cogiendo por los pelos la ocasión que se le presentaba de ver nuevamente a papá, se ofreció a llevarme, sin decirme el objeto, pues temía, y con razón, que, de saberlo, yo me negase a ir. Mis sentimientos hacia él participaban del temor y del deseo, como la atracción abismal, pero me resultaba más llevadero no acercarme hasta el borde mismo del peligro para no tener que afrontar comprobación tan rigurosa, por lo cual evitaba el verle; me parecía que con ello traicionaba de algún modo a mi madre. Por su parte, ella me había interrogado toda la tarde del día de mi regreso, buscando en la escualidez de mis respuestas la minuciosidad de matices que le permitiesen reconstruir las conversaciones sostenidas con mi padre, como si quisiese oírlo hablar por mis labios.

—Pero ¿qué fue exactamente lo que le dijiste?

—Eso, mamá: que me quería quedar contigo.

—¿Y él cómo lo tomó?

—Pues como siempre toma las cosas.

—Eso es no decir nada. ¡Quién sabe cómo él toma las cosas! Y cuando te lo propuso, ¿lo hizo rogando, ordenando…?

—Me lo dijo, sencillamente.

—Claro… Pero yo te pregunto por el tono, por los gestos. ¿Habló con violencia o trató de persuadirte con razones? ¿Te habló mal de mí? ¿Te lo dijo a la vista de Modesto o estabais solos?

La pugna era terrible y se repitió en días sucesivos. Ella sabía que yo no iba a decirle nada que añadiese nuevos sinsabores a los muchos que sofocaba en su aparente serenidad. Pero aquel día estaba decidida a arrancarme una confidencia completa. Detuvo un momento el picoteo atamborilado sobre el raso extendido para enhebrar una aguja, y dijo, con los dientes cerrados, sin soltar el cabo de la hebra:

—Preferiría que resolvieses de una vez y sin consejo de nadie con cuál de los dos quieres vivir. Tal vez a su lado… No te diría todo esto si no supiese que eres capaz de obrar por tu cuenta. Piénsalo y decídete, pero pronto…

Su voz era suave, matizada, de tono bajo y timbre penetrante. Cuando hablaba un rato largo, yo sentía por todas partes la presencia táctil de su voz, como si me envolviese, como si me entrase por todos los poros; flotaba y me mecía en ella como en un tibio líquido. Era una voz sufrida, suavemente martirizada, sin desniveles, como desangrándose. Era como el resplandor de su más honda vida, de aquel vivir reservado, tan ajeno al placer como al resentimiento. Se diría que el sufrir sin eco ni reacción visible era su manera normal de existir; nunca pude imaginármela entregada al goce de los sentidos o a la carcajada abierta, ni tampoco al grito airado o a la irrupción brusca en el alma de los demás, ni aun en esos momentos en que un gesto extremo puede decidir el rumbo de las cosas y resolver su indecisión. Pero aquella imparcialidad era mucho más coercitiva que el más desgañitado repertorio de los ademanes habituales con que las gentes glosan y dramatizan hacia afuera sus anhelos y dolores. No era frialdad ni disimulo, sino un dominio de su temperamento, de su fuerte temperamento, llevado a cabo a fuerza de abandono, de orgullo y de soledad. Huérfana a los diez años y casada en primeras nupcias apenas salida del colegio de monjas, tuvo que soportar las enfermedades y la dureza de carácter de un hombre de mucha más edad que ella que la había llevado al matrimonio por un trato familiar —en realidad, por un enjuague del tío Manolo, su tutor, un repugnante avaro que no veía más que los intereses inmediatos—, como quien adquiere un objeto caro y magnífico para su disfrute exclusivo. Ella misma solía decir que no había tenido vestidos intermedios entre su uniforme de colegiala y su traje de novia, y que antes de cumplidos los quince años llevaba en su cariño la última muñeca y en sus entrañas el primer hijo. No había habido amor alguno en aquellas monstruosas coyundas, y su carne sana y generosa respondió, simplemente, con la maternidad al deseo de aquel tísico que la abrazaba entre ahogos y sudores. Pesaba también sobre ella la predilección de su padre, que la adorara y que la mejoró notablemente en la herencia, hasta el extremo de que sus hermanas luego de las trifulcas y canalladas del albacea, que era el mismo tío Manolo, quedaron punto menos que en la miseria.

Mamá tenía un respeto casi mítico por la figura de mi abuelo. Este había sido un liberal intransigente y un librepensador activo, odiado y perseguido por toda la clerecía y la beatería, aunque nunca pudieron meterle el diente, pues había sido un gran señor del corazón y de la inteligencia y el pueblo le había rodeado con un gran afecto. Mamá leía sus publicaciones y folletos a escondidas. De tales lecturas le venía su originalidad desconcertante al juzgar hechos del pueblo a contrapelo de todas las opiniones, y de ahí también le vinieron los matices y aparentes deformaciones de su religiosidad, que en nada se parecía al farisaico automatismo de los denodados rezadores de Auria, capaces de las más aparentes contriciones y de los más feroces procederes en la conducta. Por todo ello, el abuelo había ido a parar al cementerio civil, o como decía mi madre, «había tenido el honor de inaugurarlo», mientras todo el resto de la familia ocultaba este enterramiento como una irreparable desgracia. De todo esto tenía yo noticia gracias a mis rebuscas por armarios y desvanes, y a mi costumbre de escuchar, entre cortinas y tras las puertas, los coloquios de los mayores. Un día casi mato a mamá de susto, pues no se me ocurrió otra cosa que copiar con crepé las barbas del abuelo y presentarme ante ella, con un levitón, recogido por detrás con imperdibles, y arreado con todas las insignias de la masonería que había encontrado en una vieja cómoda. La tía Lola, con una intención que no comprendí en aquel entonces, me ayudó, con risitas de liebre, a disfrazarme, copiando los detalles del gran retrato de la sala, que el funesto tío Manolo había hecho retocar suprimiéndole, precisamente, todas aquellas bandas, mandiles y joyas de la jerarquía.

A pesar de estas tempranas frecuentaciones al mundo de las ideas libres y de este juvenil contacto con aquella incitación al propio gobierno de su vida, mamá se había mantenido, al menos en lo externo, fiel a los usos y costumbres, aunque dentro de una femineidad menos rígida y rutinaria que la de sus contemporáneas, y que, tal vez por ello, resultaba más grácil y más íntima a la vez que la de aquellas tarascas, perdidas en las chácharas de receta y en los ademanes tradicionales que formaban el ceremonial de las antiguas costumbres, vacío ya de su gracia y oportunidad originales.

Su recato —que, en el fondo, era desdén por su medio—, su alejamiento de aquel mundo de insulsa frivolidad, y su sometimiento resignado a las contradicciones dolorosas que constituían la exterior urdimbre de su vida, fueron tal vez los atractivos que, por contraste, acicatearon a mi padre: hombre de primera juventud muy corrida, señorito guapo, rico y acometedor, arriscado jugantín, con mucho de Don Juan provinciano, y con el prestigio de sus años de estudiantón en Compostela, organizador de «tunas», osado garitero y raptor, y el de sus correrías en los Madriles, y luego, al caerle la herencia, por el extranjero finisecular, de donde había traído descripciones fulgentes de Cortes y Exposiciones Universales, de mujeres despampanantes y de excitantes usos, y un modestísimo poliglotismo, apenas de portería hotelera, pero que le daba mucho lustre en Auria.

No fue sin arduos empeños y constancia que logró atraer primero la atención y despertar luego el amor de mamá. Como siempre ocurre con esta clase de «irredentos», empezó por sentir curiosidad hacia él, a medida que le iban llegando, minuciosamente referidos y conscientemente exagerados, los cuentos y recuentos de sus desatinos, querellas y despilfarras. Completó esta primaria inclinación de la curiosidad, y tal vez de la conmiseración, la oposición cerrada de sus hermanas, familiares, amigos y consejeros, que era como añadir combustible a los levísimos fuegos de la pasión naciente.

Tenía mamá veinticuatro años y él poco más cuando se casaron calladamente, casi sin noviazgo visible, en la capilla del pazo familiar de los Torralba, en el planalto de Gustey; lo que fue comentadísimo, pues en todo lo que se recordaba de ceremonias de esta clase, en Auria, no se había sabido nunca de una desposada que fuese a contraer nupcias en la casa de su prometido. Con todo, las críticas no fueron más allá de esta pequeña circunstancia ceremonial, la dignidad de aquella mujer, su serenidad magnífica y su honestidad perfecta ungían de tranquila razón todo cuanto tocaba y realizaba, y lo más que se dijo, que resultaba innocuo comparado con la capacidad de maledicencia del burgo, fue que «el loco Torralba se casaba para apuntalar sus finanzas alicaídas y continuar su vida de disipación con los dineros de la mujer», lo que resultó una triste profecía. Pero lejos de hacerlo con la premeditación que se le atribuyó en aquel entonces, lo llevó a cabo con la más inconsciente naturalidad. Para mi padre el dispendiar todo lo que tenía a su alcance, sin pararse en escrúpulos legales o morales, era la cosa más lógica de este mundo y no le ocasionaba ni vacilaciones ni remordimientos; todo lo más se enfurecía cuando los medios le faltaban, y trataba de conseguirlos fuese como fuese. Para él el gastar era una función tan automática como la de respirar; y cuando no tenía qué, caía luego en la gesticulación incoherente y desatinada del que se ahoga. El mundo se le convertía en clavo ardiendo y echaba mano de lo que le hacía falta, completamente ajeno a sus consecuencias, con un aire urgente de agónico. Ello no significaba, como ya dije, ni cálculo en su matrimonio ni desamor hacia su mujer, y cuando alguien le hacía observaciones sobre el particular se quedaba estupefacto, como si le hablasen un idioma incomprensible y ligeramente burlón. Mi padre era uno de esos hombres que pasan por la vida con las franquicias de aquellos a quienes se consiente, como un valor convenido, que hagan las cosas «a su modo». Consentir en que alguien haga las cosas a su modo, es decir, en forma que resulten inocentes «cosas de Fulano», es tanto como otorgarle carta blanca para que obre como un imbécil, como un bruto o como un malvado, sin que puedan los demás decir seriamente que lo es, y sin dejar de sus bellaquerías o de sus sevicias un rastro de responsabilidad por donde irle al alcance. Cuando mi padre jugaba a una sota, en una chirlata villega, el hermoso casal barroco de las tierras del Viana, la gente murmuraba, sonriendo: «cosas de Luis María», como lo dijo cuando, todavía estudiantón, había corrido media Europa tras las enaguas, no muy limpias, de una diva tronada que conociera en una función de ópera, en las fiestas del Apóstol, la que, a su vez, mantenía a un barítono afónico, a quien mi padre dejó tendido, según se murmuró, en una calle de Budapest. Las cosas de mi padre eran, pues, «cosas a su modo», «cosas de Fulano»; es decir, cosas de la impunidad, del crimen implícito, consentido, casi legal.

A mamá también la quería a su modo, es decir, sin renunciar a sus cosas, casi obligándola a comprenderlas ya que no a compartirlas. De este cariño no participaba nada que se pareciese, no ya a un sacrificio, sino a la más leve incomodidad. En cuanto algo o alguien le imponía obligaciones que significasen la más leve cortapisa a la simplicidad caprichosa de su temperamento, no tenía, aunque lo desease, fuerza suficiente de carácter para soportarlo. Pero su misma arbitrariedad, aquel libérrimo ademán frente al aprisionamiento de una vida que nosotros vivíamos y sufríamos del lado contrario, encuadrada en el ritmo de lo previsto, de lo formal, de lo aburrido, me hacía amarle y admirarle aunque sin plenitud, sin total entrega, con un contradictorio sentimiento de superioridad y amparo, como si él, tan fuerte y en apariencia tan libre, necesitase, no obstante, de mi protección, cuidado y fortaleza. Su gesto flotante, como desasido, sobre las rutinas más respetables, me hacían temer por él como si fuese a despeñarse a cada paso. Su energía abrupta y discontinua y la gracia imprevista de sus desenfados y mandonerías, tenían algo de la ráfaga de viento o del vuelco de la ola, capaces, con igual indiferencia, de acariciar y destruir. Para quererle había que tratar de no transgredir tales límites y que detenerse en aquel punto de roce en que su personalidad y la de los otros conjugaban el equilibrio de sus atracciones y repulsas. Más allá de esto estaban el conflicto y el choque. Pero él era, exactamente, todo lo contrario. Lo que no coincidiese con la dirección de sus impulsos, lo arrollaba o lo ignoraba, según fuese la resistencia del obstáculo.

Nada tenía de común aquel amor tan real, pero tan construido y vigilado, con el total enajenamiento del que me unía con mi madre, renunciante a toda disparidad, transfundiéndome en ella, como desnaciéndome. Empero, cuando en mi cariño hacia él no regía aquella especie de conciencia del sentido de los límites, aquel tenso cuidado y salvaguarda de mí mismo, me sentía atraído, como hacia una fulminación temida y deseada, como queriendo probar mi poder de persistencia a través del impacto mismo de aquella impulsión irresistible, desintegradora. En mis secretas relaciones de amor y miedo con el templo, había algo de aquel dramático cariño hacia mis padres, del cual el templo era como una obscura alegoría.