También aquel domingo de Pascua me desperté con el rumor de fregoteo que llegaba desde la cocina, común a todas las mañanas de domingo, destinadas al ensañado pulimento de potes, sartenes y peroles. Tal ruido de zafarrancho casero venía siempre acompañado con el olor de la fritanga de los churros correspondientes al chocolate dominical. A las ocho, también como los otros domingos, oí el campanilleo con que la asistenta de la Filipina, célebre planchadora de brillo, se anunciaba desde el zaguán, tres pisos más abajo.
—¡Sube! —chirrió, como otras veces, la Joaquina, antiquísima criada nuestra, después de haber trotado con su pasico óseo el descanso de frente a mi cuarto y de haber tirado por el cordel que abría, desde arriba, el picaporte, mediante una rara complicación de alambres y fallebas.
La asistenta de la Filipina subió haciendo crujir el maderamen de la escalera, se detuvo en el segundo piso y llamó con los nudillos a una puerta, gritando:
—Doña Pepita, doña Lolita, doña Asunción… ¡Ahí les quedan las faldas, y que ustedes lo pasen bien! —y se fue, galopando, por los peldaños.
—¡A modo, cabalo grande![1] —alborotó Joaquina, desde la baranda, en su insobornable prosa regional.
Frente a la puerta del piso de las tías quedaban, sobre las tablas del piso, relucientes, fregadas con arena y carqueja a horas de un amanecer que nadie supo jamás a qué horas ocurría, las tres enaguas, de pie, apoyadas en sí mismas, rizadas, encañonadas, escaroladas, como tres damiselas cercenadas por la cintura.
Todos estos signos, junto con los finales tañidos de la «prima», mi campana predilecta, que volteaba durante una hora seguida, anunciaban la presencia de mamá en mi cuarto. Ya estaba yo despierto hacía un rato largo; ya había echado una mirada al David, cuyo aire de ausente y dulcísimo pasmo era mucho más abobado y candoroso las mañanas de fiesta, con su diadema ablandada de palomas (¿de dónde venían, los días de fiesta, aquellas palomas de alas perladas y cuellos de metal?), su boca lánguida y sus manos en paz sobre el cordaje.
También había oído ya el tintineo que armaban los hojalateros colgando sus ristras de candiles, alcuzas y embudos en los arcos de sus tenderetes, y el herrado tamborileo de los borriquillos aldeanos, que llegaban, con su trote fiestero, a las primeras luzadas del día, trayendo frutos de la tierra para el mercado del domingo. Igualmente habían ido pasando el Bocas, llevando en vilo su vozarrón, como una inmensa viga, pregonando El Eco, diario local; Rosa la Fortuna, con su noble contralto, que me traía hasta debajo de la lengua la mención golosa de la cochura reciente de sus empanadas, y el Zúmballo, viejo gigante tuerto, de larga capa cobriza en toda estación, que matizaba las mañanas de Auria con el cabrilleo marinero de sus pescados lanzados en pregón desde las esquinas, unidos al nombre de sus vendedoras, en la Plaza de la Barrera:
—¡Hoy, congrio gordo…! ¡Lo tiene la Eudoxia! ¡Sardinas vivas! ¡A real, a real! ¡Las vende la Canóniga…!
Era muy grato ir atrapando así la vida, continuada día a día, mediante aquella fragmentada integración de ruidos y voces familiares. Y era curioso que ocurriendo siempre todo ello de modo tan semejante tuviese siempre el mismo aire intacto y sorprendido.
Dentro de este orden de sucesos, totalmente previstos y sorprendentes, figuraba el que yo me hiciese el dormido cada vez que mamá entraba en mi cuarto para despertarme —sólo ocurría los domingos— anunciada por el aura olorosa del soconusco, espeso, monástico, y por la punzante alusión aceitosa de los churros.
Mamá, como otras veces, se sentó al borde de mi cama. La miré por entre los párpados contraídos. Estaba realmente hermosa con su matiné de seda azul, su cara de Santa María la Mayor —la misma boca gordezuela, la misma garganta ligeramente convexa, idénticos ojos opacos y negrísimos— y la frente tersa, como labrada en una materia dura, que aparecía encortinada por los bandos del pelo castaño claro, recogidos sobre la nuca en un moño de trenzas. Además era muy fácil imaginársela, en tocado «de salir» o de visitas, que era como más me gustaba. Bastaba con figurarse aquellas ricas matas meladas, alzándose en airosas cocas, a los lados de la raya blanquísima, centradas en medias viseras sobre la frente, dejando al aire las sienes con la azul geografía de las venas y las orejas de lóbulos acarminados, pequeñitas, minuciosas, transparentes, pendiendo de ellas los lagrimones del coral o los agitados calabacines de oro portugués.
Espiándola por entre las pestañas, vi sus manos de abadesa joven partir delicadamente el churro y hundirlo en el chocolate, mientras sentía yo en los recantos de la boca una fluxión tibia y abundante como la propia materialización de la gula. Y cuando, posada la bandeja en la mesilla, una de sus manos se apoyaba en mi hombro para despertarme con una leve sacudida, yo, repitiendo la gracia de otras veces, me incorporaba bruscamente con los ojos espantados y la boca muy abierta, como un pájaro hambriento. Reíamos los dos, también como siempre, y después del beso y de los buenos días, tomaba de sus manos el chocolate, tendido en tan espesa capa sobre el churro que nivelaba sus estrías, equivocando adrede el mordisco, cuando el pedazo iba disminuyendo, para sentir entre mis dientes el fingido susto de aquellas amorosas pinzas de tibio y blando marfil.
Sin embargo, todo lo hacía ahora con un gesto ausente, como volviendo, sin atención, por antiguos caminos del ademán, en procura de hallazgos que ya no se repetían. Su alegría no era la de antes y sus carcajadas infantiles se interrumpían de pronto como asustadas de su propio sonido. En repentina introversión sus ojos dejaban de mirar, detenidos en un punto y se la sentía como cayéndose hacia dentro de sí, en una lenta zambullida, de la que regresaba con sobresalto cuando se sentía observada.
Aquel domingo de Pascua su aspecto semejaba aún más preocupado que en los últimos tiempos. Coincidía con otros desdobles de su carácter que databan de aquellos días amargos en que los disgustos con mi padre entraban en alguno de sus períodos críticos, agitados, luego de unos plazos llenos de ceños, de crispados silencios o de súbitas descargas de llanto.
Pero salvo las recaídas melancólicas, propias de una especie de duelo virtual que mamá guardaba desde que, hacía seis meses, el consejo de familia había impuesto la separación de cuerpos, no veía yo razón alguna que justificase la reaparición de aquella activa amargura y de aquel estado ansioso, como en la proximidad de algún daño desconocido y esperado, que tan bien le conocíamos, y que solía coincidir con alguno de los disparates de mi padre: un lio de juego, de faldas o de política; una hipoteca absurda o, una venta irresponsable.
La separación había sido llevaba a cabo, después de un largo tiempo de disgustos y de interminables disputas, la misma noche que la acordó el consejo de familia, dejándonos a todos una sensación no sólo de alivio sino de catástrofe frustrada. El debate final, al que acudieron parientes de ambas ramas —asesorada la de mamá por don Camilo, antiguo procurador de mi abuela, y representando a la de mi padre el deán de la Trinidad, que había sido confesor, amigo y compañero de cazatas de mi abuelo paterno—, había empezado a las diez de la noche y terminó hacia las dos de la mañana, hora insólita para Auria, que sólo hallaba de pie a la gente en graves males, agonías o velatorios. Mi padre se había paseado horas enteras por la saleta del primer piso, con andar alobado, silencioso y frecuentes carraspeos del tabaco y del ron. Yo me había quedado allí, disimulado entre cortinas, aprovechando el hallarse todo desordenado, y había oído, por la puerta entreabierta, los remusmús que llegaban de la sala grande, llena de personajes con aire solemne, y que de cuando en cuando tornábanse en voces airadas, donde entraban las criadas Joaquina y Blandina, la nueva, llevando bandejas con vasos de agua y esponjados de azucarillo, copas de oporto y jicaras de café. Me había extrañado mucho que mi padre estuviese allí, solo, en la contigua saleta del Sagrado Corazón, dando aquellos paseos de sombra, con unas pantuflas de orillo que no le conocía —quizás no fuesen de él— y que le afelinaban el andar, haciéndoselo elástico, traicionero, como atigrado, denunciado apenas por el crujido de las tablas y el tintineo de los prismas de la araña de cristal francés. Las criadas, que me descubrieron agazapado en un cortinón, me empujaron a la cama, con un aire presuroso y cómplice. Tardé mucho en dormirme, furioso al descubrir que mis hermanos mayores, María Lucila y Eduardo, no estuviesen en sus cuartos, por lo que deduje que les habían permitido asistir al consejo de familia; cosa que, al otro día, comprobé no ser cierta, pues los mandaran a cenar y a dormir a casa de los primos Salgado.
Al día siguiente también, Joaquina me enteró, con sus acostumbradas medias palabras, que mi padre se había ido a la aldea por una cuestión de rentas. Pero yo sabía que no era verdad, que se había ido para siempre. Sabía igualmente, por conversaciones fragmentarias, pescadas de un lado y de otro, que por su condición de manirroto y soberbio ya un anterior consejo le había privado de la administración de los bienes personales de mamá y que, a fin de que pudiésemos continuar viviendo con cierto decoro, intervendrían en la administración de los mismos mi tío abuelo, Manolo Torralba, y Modesto, hermano de mi padre, lo cual distaba mucho de ser una garantía, pero…
Quiero decir con todo ello que la pesadilla de los tumultos, riñas y discrepancias que habían ensombrecido tanto tiempo aquella casa, no figuraban ya entre nuestros motivos de temor desde hacía medio año, al menos en la forma terrible e impensada en que solían sobrevenir, a veces en medio de la noche, como los reventones de una tormenta.
Mamá había aceptado aquella solución con un silencio difícil de ser interpretado, y se dedicó a nosotros con un celo aún más ardiente y dramático.
No podía, pues, explicarme aquel aspecto, más que de tristeza, de susto, que mamá tenía aquella mañana de domingo de Pascua. Pero nuestra amistad era entrañable y no podíamos mantener mucho tiempo nuestras mutuas reservas. Conservaba ella, como trasfondo de su carácter grave, una zona infantil que su existencia prematuramente empujada a las más brutas responsabilidades había dejado intacta. Allí coincidíamos para nuestra inteligencia en todos aquellos asuntos que requerían una valiente franqueza basado en dos sentimientos innatos que eran en nosotros de fuerte raíz: el de justicia y el de sinceridad. Así que tenía yo la absoluta certeza de que todo me sería revelado antes de que abandonase mi cuarto.
Tomé un buche de leche, me limpié los «bigotes» en la fresca servilleta de alemanesco y me arrebujé de nuevo con los pies engurruñados en la tibia franela del camisón. Mamá se levantó del borde de la cama, cerró bien la puerta, y poniendo en orden la colcha, exclamó, hablándome con aquel acento entero, seguro, como cuando se dirigía a los mayores:
—Bichín, estuvo tu padre a verme…
De un brinco me senté en la almohada.
—¿Cuándo?
—Anoche. Me mandó un propio al anochecer y hemos hablado un momento, en el callejón de San Martín.
—¿Te vieron?
—Creo que no; todavía no habían pasado los faroleros.
Me quedé un rato pensativo debatiéndome, como siempre que de ellos se trataba, entre los distingos de aquel lúcido amor y de aquel rencor más deseado que admitido.
—Hiciste mal en ir.
—¿Por qué? —dijo mamá sin volver los ojos.
—Porque ese hombre es malo.
—Ese hombre es tu padre… Y no creas que me halagas al no llamarle como debes.
Hizo una pausa para recuperar el dominio de su voz curiosamente destimbrada hacia la voz blanca, como de enferma.
—Además no es malo —añadió—. La gente no es buena ni mala, es como es. Tu padre… En fin, dejemos a tu padre… Un loco, un aturdido; pero malo… malo…
La voz se le fatigaba de tanto acometer, una vez y otra, las idas y vueltas de aquel problema tan repensado, tan insoluble, hastío casi a no tener causas tan perennemente vivas.
Recogió los enseres y los colocó muy ordenadamente en la bandeja tratando luego de aquietarse con el ceremonial minucioso de un superfluo arreglo del cuarto, que culminó en la amanerada disposición de los pliegues de la cortina que recuadraba la ventana… Luego se quedó mirando extrañamente hacia el David, sumergido en la claridad matinal. Yo me asusté. Aquella posible relación entre «ellos» me apretó el pecho con angustia increíble, como si algo de mi intimidad más exclusiva fuese a ser doblemente violado. Sentía confusamente que si aquellos dos elementos de mi mundo entraban en contacto, ¡qué iba a ser de mí! Me levanté y con violento ademán corrí la cortina. La habitación quedó en una penumbra verdosa y los ojos de mamá empañaron aquel súbito brillo inquisitivo que la había llevado hasta la frontera de mi celado universo.
—¿Qué haces? —preguntó, extrañada ante aquella precaución para ella inútil, pues la ventana no daba entrada a la curiosidad de nadie.
—Pueden oírnos —dije, consciente de la endeblez de mi disculpa. Y a fin de que no insistiese sobre el punto, añadí rápidamente—: ¿Y para qué estuvo a verte?
—Dice que debes irte con él —exclamó, como aliviándose de un peso.
—¿Quién, yo? ¡Yo no me voy con él! Mi padre es malo —repliqué sin demasiada convicción.
—Te repito que no es verdad; demasiado lo sabes. Además le quieres.
—Claro que le quiero —dije con la voz contenida, después de una pausa, como dejando escapar una dolorosa confidencia, mientras pasaba por la frente de ella una rápida sombra de ceños. Y añadí—: ¡Y tú también le quieres!
Ella suspiró y miró hacia otro lado.
—Tenemos que quererlo, aunque sólo sea por lo desdichado que es.
—No, mamá; no tenemos que quererle; le queremos porque sí… ¿Qué hace de malo? Si gasta dinero, gasta el suyo —mamá me miró con un gesto indescifrable—. Quiero decir que gasta el nuestro, que también es el suyo. ¿Y es por eso menos cariñoso y menos guapo? Déjalo que gaste, ¡qué lo gaste todo! Cuando yo sea grande ganaré para ti.
Se levantó de mi lado sorprendida, asustada, como regida por una fuerte mano invisible, y se sentó en una butaca baja.
—¿Qué desatinos dices, Bichín? ¿Quién te viene a ti con esos cuentos? ¿Qué es eso de que tu padre gasta o no gasta?
—Todavía sé más; sé que no le quieren porque no va a la iglesia, y porque es de la sociedad de los que no creen en Dios, como el padre de los Cordal; y además te han dicho que le ven entrar algunas noches en casa de la Manoliña Mende…
—¡Calla, Bichín! —gritó con la voz rota y hundiendo la frente en las manos.
Salté de la cama, me arrodillé a su lado y la abracé por la cintura. Sentí los sollozos en mi sien pegada a su vientre. Luego le aparté las manos y me encaramé a su regazo, sintiendo la húmeda lámina de su pelo contra mi mejilla. No había podido nunca acostumbrarme al llanto de mi madre. Me producía una remezón interna, como una repentina fiebre en todas las vísceras. Además, el miedo que tenía a verla llorar me hacía presentir con toda exactitud el punto mismo en que su emoción se convertiría en lágrimas y hacía todo lo posible para que esto no sucediese. Pero aquel día sería poco el decir que no tuve esto en cuenta; más bien había provocado con secreta intención aquel insufrible llanto, sin saber con qué objeto, pero era así.
—¿Por qué lloras, mamá? Ahora ya no tienes por qué llorar… Por mí no tengas cuidado; nadie me llevará de aquí… Daré gritos, morderé las manos del que se atreva. Además, ¿quién puede separarme de ti? ¿Quién puede mandar que me separen de ti? ¿El tío Manolo? ¿Don Camilo? ¿Las tías? ¿Los que le han dicho a papá que se fuese? Conmigo no podrán…
—¡Qué sabes tú de esas cosas, hijo mío!
—Ya tengo ocho años, mamá —exclamé con un tono un poco resentido.
—Sí, hijo, sí; ya sé que tienes ocho años —dijo después de una pausa. Por primera vez aludía a mi edad como si se refiriese a una dolencia irremediable—. Lo mejor será que no hablemos más de esto. Dios dirá —concluyó, levantándose—. No comentes con nadie esta conversación y mucho menos con tus tías. Ya sabes que son capaces de armar una tempestad en un vaso de agua, como si a ellas les fuese o les viniese algo en el asunto. Lávate, que voy a buscarte la ropa. Iremos a la misa de diez.
No dijo más y salió del cuarto con aquel andar deslizado, de menudos pasos y graciosa cadencia, que la hacía tan adorable, tan increíble, tan ser y no ser.