CAPÍTULO II

La sombra de la catedral era para mí como una presencia no admitida de la imbatibilidad del destino. Su vecindad me acercaba a una plástica intuición de lo eterno, tan potente y veraz, que la vida del pueblo, la de las gentes extrañas, la de las gentes mías, se me aparecía como sin sentido final, vacua en sus requerimientos de prioridad y de perpetuidad y, por veces, grotesca en la obstinación orgullosa de tan deleznable materia y de tan inconsistente afirmación frente a aquella perpetua y segura presencia.

Desde el comienzo de esta intuición, nada lúcida en aquellos años, se entabló entre el templo y mi ser más insospechado y seguro, una brutal dialéctica sin palabras, hecha de rudas y borrosas mociones instintivas; una callada lucha en la que aspirábamos, sin saberlo, a un dominio recíproco, o a una no confesada anulación mutua. Sabía yo, también sin saberlo, desde los hondones de una razón no formulada, que si me dejaba abatir por aquella potencia sin escrúpulos no tardaría en ser transfundido en ella, absorbido por tan fuerte presencia espiritual, sin más posible evasión del alma ni aun de los sentidos que los que ella me consintiese.

Este bilateral merodeo daba de sí muchos testimonios.

Si yo pretendía pasar de largo frente a sus pórticos cuajados de profetas desvaídos y acusadores, o si cruzaba sus naves con pie ligero, temeroso de resonancias, bajo la inmóvil amenaza de los santos ecuestres, frente a la dulce insinuación de los santos peregrinos o ante la pétrea mirada de las vírgenes de esguince danzarín y preñado talle, luego sentía en mi nuca, a lo largo de la espalda, fuera y dentro de mis carnes, no sé qué extraños palpos de fría precisión que inmovilizaban con su contacto mis vitales resortes, espaciándome la marcha y acelerándome el resuello. Y si alguna vez cedía a los mudos halagos o amenazas y me quedaba sentado en la basa de un haz de columnas, perdido en aquellas agitadas soledades, cruzadas por el combate policromo de las vidrieras o invadidas por las blandas mareas del órgano, no tardaba en penetrarme una lenta saturación de tan exquisito cansancio, una soñera tan perversa y agónica, que mi imaginación se recreaba, flotando en la linde de lo irreal, en la patente veracidad de aquellas leyendas de santos eremitas que permanecieron cien años envueltos en el canto del ruiseñor.

Desde muchas generaciones las gentes de mi familia habían nacido, vivido y muerto en una casa de tres pisos, situada frente a lo que debió haber sido la fachada principal del templo. Nos separaba de él la calle de las Tiendas, cuya anchura podían cubrir tres hombres cogidos de la mano. La galería de nuestro tercer piso alcanzaba apenas a la altura del arranque del gran pórtico exterior que daba primitivo acceso a la nave principal; pues el templo estaba armado sobre los desniveles de la ciudad construida al caer de una montaña, y por el lado que enfrentaba a nuestra casa se interrumpía bruscamente sobre un muro coronado de un balaustre, que tenía en su parte inferior, donde habían sido las antiguas bodegas y criptas, unos tabucos abiertos a ras de la calle, en bóvedas de medio cañón, ocupados por unos hojalateros, inquilinos del Cabildo, que llenaban la fimbria de las cercenadas bóvedas con el cabrilleo de los enseres de su trato. Realmente el templo había sido como guillotinado allí por la fantasía municipal, que le amputara, dos siglos atrás, una magna escalinata, la cual, partiendo del pórtico, bajaba a través de lo que luego fue nuestra manzana, hasta una calle que seguía llamándose de la Gloria, aunque estaba, en aquellos hogaños, toda ella ocupada por fragantes tabernas.

Yo abrí los ojos a la tierna solicitación de las cosas de este mundo mirándome en aquel impasible bastión que afirmaba la terquedad de su misterio frente al dócil temblor y a la amante claridad de todas las otras imágenes y que ya, desde aquellos días primarios, me dio muestras de su poder secreto, de su implacable irreductibilidad. Entre otras, figura el que de allí me viniese la primera mención cabal del miedo: del miedo puro, sin causa precisa, de ese miedo que otros encuentran en la oscuridad de las casas, en los bosques, en el mar, en los resplandecientes cuchillos o en los ojos de las gentes. Los rincones de nuestra vieja casa, aun los más intransitables recovecos de ella, desalojaban de inmediato sus terrores en cuanto nos acercábamos con un quinqué o raspábamos una cerilla. Es verdad que a nuestro fallado, bajo el ángulo del tejaván, era temible entrar de noche y asistir al chirriante susto de las ratas, tropezar con los baúles-mundo y los maniquíes de mimbre, que se movían al encontronazo como si tuvieran vida, o sentir el abanicazo de un murciélago en el rostro como el propio aliento del terror. ¿Pero qué era todo ello comparado con el simple roer del viento en los ángulos de las torres en las noches de ululante noroeste, o ver al monstruo moverse, con el despacioso encabritamiento que le permitía su mole, bajo los arponazos de una intermitente luna, acometiéndole por entre nubes opacas y veloces, de bordes incandescentes…?

La ventana de mi cuarto daba, frente por frente, con la columna del parteluz del gran arco doble que, como ya queda dicho, había sido en otro tiempo el pórtico de entrada. Coronando el capitel de esta columna, un pequeño David toca allí, desde hace seis siglos, su arpa de piedra. Su yerto perfil, su lobulada diadema, su rígida barba, y su mano triste sobre el cordaje, componían una de las más poderosas imágenes del bronco acertijo contra el que rebotaban las preguntas sin palabras de mi niñez. Cuando algunos días al año nos levantábamos al amanecer para asistir al Encuentro de Jesús, el Viernes Santo; para irnos a la aldea en verano, o para algunas misas de cabo de año, el David sedente, con los plegados rígidos de su pétreo sayo matizados de verdín, aparecía encuadrado en mi ventana, envuelto en el débil resplandor mañanero, con una delicada presencia de cristal lacustre. Por las tardes, a la hora de la siesta, cuando su escueto perfil se recortaba contra el estruendo encendido de los grandes vitrales blancos, que cerraban los arcos a ambos lados, su corona ardía como tallada en diamantes, y sus pies lanceolados caían con abandono del capitel, danzando finamente en el aire, mientras su mano de oro resbalaba por el cordaje como siguiendo el canto del órgano lejanísimo que filtraba las antífonas canonicales a través de los encajes de la piedra.

Un día entre los muchos de este diluido drama primario, vi, con repentina aclaración, que tal vez sería posible resolver dualismo tan caprichoso: en vez de sentir el templo como una incansable enemistad, como una agresiva fuerza mágica, trataría de hacerme amigo suyo para dejar de ser su esclavo. Escucharía con párvulo corazón sus bisbiseos maravillosos, y yo le contaría mis secretos que, ya liberado de su temor, no serían tantos; me acercaría a su dura inmensidad con el alma abierta en todos sus pétalos, con su tierna caricia no estrenada, confiándola al ejemplo de su energía, infiltrándola de la perennidad de su símbolo. Y así fue como comencé a devorar la lenta y amarga desazón que había de rodar por mi sangre ya toda la vida, desacordando su ritmo con el de casi todas las cosas entre las que me tocó vivir.