Hay muchos recuerdos horribles que por mucho que lo intentes jamás puedes llegar a olvidar. Uno de éstos, para mí, fue el de aquella noche de pesadilla en el Café Gris.
Estoy convencido de que aquella fiesta fue organizada con el único fin de satisfacer la mala intención albergada hacia mí. Fue, desde mi punto de vista, una fiesta deplorable. Allí me fueron presentados los amigos que John Gabriel tenía en Zagrade. En medio de ellos se sentó Isabella. Eran hombres y mujeres que a ella jamás le hubieran dejado frecuentar. Eran alcohólicos y pervertidos, rameras pintarrajeadas, drogadictos enfermos. Todo era mediocre, sórdido y depravado.
No les redimía, como muy bien pudiera haber sucedido, ninguna clase de talento artístico. Allí no había escritores, músicos, poetas o pintores. Ni siquiera ingeniosos conversadores. Eran la basura del mundo cosmopolita. Suponían la elección de Gabriel, como si este deseara deliberadamente mostrar lo bajo que había caído.
Yo estaba salvajemente resentido a causa de Isabella. ¿Cómo demonios se había avenido a mezclarse con una compañía como aquélla?
Entonces la miré y mi resentimiento se desvaneció. No daba muestras de estar molesta, ni disgustada, ni dejaba traslucir la más mínima ansiedad por encontrarse en una situación difícil. Estaba allí sentada, sonriendo tranquilamente, con la misma remota sonrisa de una virgen de la Acrópolis. Se mostraba gravemente amable y permanecía intocable a la compañía que la rodeaba. Los demás no le afectaban, me di cuenta, de la misma forma que no le afectaba la miserable vivienda en la que habitaba.
Desde hacía mucho tiempo, recordaba yo la respuesta que me había dado cuando le pregunté si le interesaba la política. Entonces había dicho, dejando vagar su mirada: «Es una de las cosas que hacemos». Adiviné que aquella noche entraba en la misma categoría. Si le hubiese preguntado cómo se encontraba en la fiesta, me hubiera respondido en el mismo tono: «Así son las fiestas que tenemos». Lo aceptaba sin el menor resentimiento y sin ningún interés especial, como una de las cosas que había decidido hacer John Gabriel.
La miré a través de la mesa y me sonrió. Mi agonía y mi angustia por ella no hacían ninguna falta. Una flor también puede brotar en un estercolero, tan bien como en cualquier otro sitio. Quizá fuese mejor así, porque se notaba más que era una flor…
Salimos del Café Gris con dificultad. Casi todos estaban borrachos.
Cuando íbamos a cruzar la calle, un enorme coche surgió de la oscuridad silenciosamente. Casi atropella a Isabella, pero se dio cuenta del peligro a tiempo y pudo saltar a la acera. Pude comprobar la palidez de su cara y el terror pintado en sus ojos cuando el coche desapareció calle abajo.
En esto seguía siendo vulnerable. La vida, con todas sus vicisitudes, no tenía ningún poder para afectarla. Podía aguantar la vida, pero no la muerte. Aun mucho después, cuando ya había pasado el peligro, estaba blanca y temblorosa. Gabriel gritó:
—¡Dios mío, estuvo a punto de atropellarte! ¿Estás bien, Isabella?
Ella respondió:
—Oh, sí, estoy bien.
Pero todavía había miedo en su voz. Me miró y me dijo:
—Ya ves, sigo siendo una cobarde.
No hay mucho más que contar. Aquella noche del Café Gris era la última vez que iba a ver a Isabella.
La tragedia llegó como generalmente ocurre, sin avisar, de una manera imprevista.
Precisamente estaba yo dudando si volver a visitar a Isabella, o simplemente escribirle, o abandonar Zagrade sin verla, cuando apareció Gabriel.
No puedo decir que notase nada extraño en su aspecto. Una cierta excitación nerviosa, quizá; un ligero temblor. No sé.
Dijo con absoluta calma:
—Isabella ha muerto.
Me quedé mirándole. Al principio no le entendí. Simplemente, no creí que pudiera ser verdad. Él comprendió que no le creía.
—¡Oh, sí, es verdad! Le pegaron un tiro.
Se me trabó la lengua con una fría sensación de catástrofe que se extendió por todo mi cuerpo.
—¿Un tiro? —pregunté—. ¿Un tiro? ¿Cómo le pudieron disparar? ¿Cómo ocurrió?
Me lo contó. Estaban los dos sentados en el café donde yo lo encontré a él la primera vez.
Me preguntó:
—¿Ha visto retratos de Stolanov? ¿Le nota algún parecido conmigo?
Stolanov era por aquellos tiempos el virtual dictador de Eslovaquia. Miré cuidadosamente a Gabriel y me di cuenta de que el parecido era ciertamente sorprendente. Cuando el pelo de Gabriel caía sobre su rostro, lo que sucedía con frecuencia, ese ligero parecido se incrementaba.
—¿Qué sucedió? —pregunté.
—Un maldito estudiante. Creyó que yo era Stolanov. Tenía un revólver. Cruzó corriendo el café, mientras gritaba: «¡Stolanov, Stolanov, al fin te tengo!». No hubo tiempo de hacer nada. Disparó. Pero no me dio a mí. Mató a Isabella.
Se detuvo. Luego añadió:
—Murió casi instantáneamente. La bala le atravesó el corazón.
—¡Dios mío! —exclamé—. ¿Y no pudo hacer nada?
Me parecía increíble que Gabriel no hubiera podido hacer nada.
Se sonrojó.
—No —dijo—, no pude hacer nada. Estaba detrás de la mesa, al lado de la pared. No hubo tiempo de hacer nada.
Me quedé en silencio. Todavía estaba perplejo, conmocionado.
Gabriel se sentó sin dejar de mirarme. Seguía sin dar señal alguna de emoción.
—¿Así que a esto es a lo que la ha llevado? —dije por fin.
Se encogió de hombros.
—Sí, si es que quiere verlo así.
—Isabella estaba aquí por usted. En esa pobre casa, en esta condenada ciudad. De no ser por usted, habría sido…
Me detuve. Gabriel terminó la frase por mí:
—Hubiera sido lady St. Loo. Viviría en un castillo cerca del mar, en un castillo de pan de jengibre, con un marido de pan de jengibre, y quizá con un niño de pan de jengibre en las rodillas.
El cinismo de sus palabras me hizo enloquecer.
—¡Santo Dios, Gabriel!, ¡no creo que pueda perdonarle jamás!
—No puedo decir que me importe mucho, Norreys, que me perdone o no.
—¿Qué es lo que hace aquí, si se puede saber? —pregunté con enfado—. ¿Por qué ha venido a verme? ¿Qué es lo que quiere?
Contestó con tranquilidad:
—Quiero que se la lleve a St. Loo… Espero que lo pueda hacer. Debe ser enterrada allí, no aquí, que no es su tierra. No pertenece a este mundo.
—No —dije—, no pertenece a este mundo —Le miré. En medio del dolor yo empezaba a sentir una curiosidad creciente—. ¿Por qué se la llevó? ¿Qué pretendía? ¿La quería tanto? ¿Tanto como para echar a perder su carrera? ¿Todas las cosas que ansiaba tanto?
De nuevo se encogió de hombros. Grité irritado:
—¡No entiendo!
—¿Entender? Por supuesto que no lo entiende —Su voz me sorprendió; era agresiva e hiriente—. Nunca comprenderá nada. ¿Qué sabe usted del sufrimiento?
—Mucho —respondí airado.
—No, no sabe nada. No sabe lo que es el sufrimiento real. ¿No comprende que yo nunca he sabido, ni una sola vez, lo que ella pensaba? Nunca pude hablar con ella. Le aseguro, Norreys, que hice todo lo posible para abrir su espíritu, todo. La he arrastrado por el barro, por la basura. ¡Y no creo que nunca se diera cuenta de lo que yo estaba haciendo! «Ella no podía mancharse, ni podía turbarse». Así era Isabella. ¡Insoportable! Se lo aseguro, insoportable. Peleas, lágrimas, venganza, eso es lo que yo siempre había imaginado. ¡Y yo creía que vencía! Pero no vencí. No se puede vencer cuando se lucha contra alguien que no sabe que hay una lucha. Y no podía hablar con ella, nunca pude hablar con ella. Me emborraché hasta caerme por los suelos, me drogué, estuve con otras mujeres… Nada le afectaba. Seguía sentada, bordando sus flores de seda y de vez en cuando cantando algo para sí misma… Quizá se hallara en su castillo todavía, al lado del mar. Aún está en medio de su maldito cuento de hadas. Lo lleva en su interior…
Había caído insensiblemente en el presente. Pero se detuvo de improviso. Se dejó caer en una silla.
—No me comprende —dijo—. ¿Cómo podría hacerlo? Bien, estoy atrapado. Tuve su cuerpo, pero no tuve nada más. Ahora se me fue su cuerpo… —Se levantó—. ¡Llévesela a St. Loo!
—Lo haré —dije—. Y que Dios le perdone, Gabriel, por todo lo que ha hecho.
Fijó su mirada en la mía.
—¿Por lo que yo hice? ¿Y qué ocurre con lo que ella me hizo a mí? ¿Todavía no ha entrado en su presumida mollera, Norreys, que desde el primer momento en que vi a esa muchacha sufrí torturas? Me es imposible explicarle lo que la simple contemplación de Isabella me producía. Ahora no lo puedo comprender. Era como si me frotaran chile, pimienta y pimentón contra una herida en carne viva. Todo lo que había deseado y me había interesado en la vida pareció cristalizarse en ella. Sabía que era burdo, obsceno, sensual, pero no me importó nada hasta que la vi a ella.
Continuó con su extraña explicación, que yo no podía entender fácilmente.
—Me hacía daño, Norreys, ¿me comprende? Me hacía daño como nada ni nadie me lo había hecho antes. Tenía que destruirla, bajarla a mi nivel. ¿No lo ve? No, ya sé que no. No comprende nada. Es incapaz de hacerlo. Usted estaba siempre en su sillón junto a la ventana, como si la vida fuera un libro que estaba leyendo. Yo estaba en el infierno, se lo aseguro, en el infierno.
Siguió hablando, introduciéndose en caminos cada vez más tortuosos.
—Una vez, solo una vez, creí tener la posibilidad de liberarme, de encontrar una vía de escape. Cuando aquella hermosa y estúpida mujercita entró en el St. Loo Arms y obstaculizó los planes. Significaba que las elecciones estaban amenazadas y yo también. Tendría a Milly Burt en mis manos. El bruto de su marido se hubiera divorciado y yo habría hecho algo muy decente casándome con ella. ¡Entonces habría estado a salvo! A salvo de aquella obsesión estúpida y angustiosa… Pero entonces intervino Isabella. No sabía lo que me estaba haciendo. ¡Yo tendría que continuar! No había salida. Sin embargo, no lo quise reconocer. Incluso le compré un regalo de boda… Bien, fue inútil. No podía dudarlo. Habría de tenerla…
—Y ahora —dije yo— ella está muerta.
Aquella vez me dejó decir a mí la última palabra.
—Y ahora ella está muerta —repitió sordamente. Se dio la vuelta y salió de la habitación.